2018.
Se le antojaba ajeno, casi atronador.
Una pequeña mosca que apenas quería volar revoloteaba de cuando en
cuando en la oscuridad. ¿O era un mosquito? Debería serlo, era
junio; aunque un junio frío, lluvioso. Se dio la vuelta en la cama,
bajo las sábanas. Su marido dormía plácido. Volvió a cerrar los
ojos, intentando olvidarse de todo, pero su corazón trepidaba casi
sin llamar la atención. Cuando cerraba los ojos para dormir, no
hacía más que ver en su cabeza imágenes de la novela que acababa
de dejar en su mesilla, la continuaba como si la pagasen por ello. No
podía evitarlo tampoco, era automático como la respiración, el
palpitar vertiginoso y calmado de su corazón, o los ronquidos de su
marido. Sabía que los motivos por los que ponerse nerviosa no eran
como para mantenerla en vela. Entonces, ¿qué era?
Se levantó aunque le costó la vida
abrir los ojos. Tenía sueño, pero no. Era extraño. Era la primera
vez que se sentía así en toda su vida y no había sido una vida
corta, al fin y al cabo se jubilaba al día siguiente. Entró al
baño, donde la luz le hizo daño a los ojos como si fuese un
vampiro. Se miró al espejo y se preguntó a sí misma que qué
pasaba.
Había dormido regular hasta que le
tocó levantarse y vestirse, preparar el material para el piscolabis
y respirar hondo. Ahora estaba abrumada. La sala de profesores estaba
atiborrada, llena de antiguos compañeros de profesión, actuales
colegas y ya graduados alumnos. La gente comía y hablaba entre sí,
pero sobre todo la prestaban atención a ella. La felicitaban por la
jubilación, por la empanada, las tortillas, incluso por la
maravillosa comida que no había hecho, pero sí comprado. Todos la
saludaron, y saludó a todos; les agradeció su presencia y su
cariño. Entonces llegó la hora de los regalos. No había muchos,
habían hecho comuna y le habían dado un par de cosas. De entre
ellos, destacó un par de zapatos regios, austeros, casi romanos, de
color tierra y que la entraron a la perfección. Creyó haber metido
los pies en una nube y casi llora por cuarta vez, aunque más por
confort que de emoción, como las otras tres.
Ahora no era ajeno, ni atronador; era
familiar, como una mascota que te sigue a conveniencia. Su corazón
trepidaba, pero ya no había explicación. Todo había pasado y no
necesitaba los nervios para nada. No quería estar alerta, sólo
quería dormir. Entonces recordó que no es oro todo lo que reluce, y
que esto se podía aplicar a cualquier cosa en la vida. ¿Si no eran
nervios, qué era? Al menos, no eran nervios tangibles, explicables
en la superficie. ¿Sería ansiedad? Por primera vez en su vida,
creía en la posibilidad de no tener la mejor estabilidad mental. Al
fin y al cabo, se acababa de jubilar. Adiós a la rutina, a la vida
los últimos 38 años, a las alumnas. ¿Ansiedad, de qué? Si dejaba
más días detrás de los que le quedaban delante. Aunque, quizá,
fuese precisamente eso.