Vacío pleno. Negrura blanquecina. Ligereza plomiza. Hambruna
saciada. La niebla se estancó en la calle. Las farolas iluminaban con luz
difuminada. Miró por la ventana hacia ese paraíso de nihilismo visual. La gente
por la calle deambulaba insegura. La niebla no era habitual. Un perro ladró
espontáneamente el algún rincón del barrio. Dos niños corrieron a través del
bulevar menos transitado de Madrid. Ningún coche estaba en funcionamiento. El
silencio era sublime. Amaba el silencio. El recuerdo efímero de las noches
pasadas no volvía con la misma intensidad que antaño. Ahora sólo pensaba en
ella. Los ojos marrones, la media melena negra. Su sonrisa. No entendía sus
sentimientos del todo bien, como era normal, pero una enérgica fuente de pasión
desataba en él ternura y cariño. Entiende ahora lo visto en tantas películas,
lo leído en tantos libros. Por ella, lo dejaba todo. Anhelaba con fervor ver su
silueta en la niebla. En la calle, la buscaba en las caras de todas las
pasajeras. Deseaba abrazarla y besarla. Pasear con ella. Las esperanzas
envolvían su ser, lo armaban. Sentado en la cama, sin poder dormir, cogió papel
y lápiz. La poesía salía sola, no la pensaba. Su inspiración era clara, la
tenía en la mente. En un arrebato, salió a la calle. La dulce niebla lo
rodeaba. Y él la abrazaba. Echó a andar sin rumbo, sin miedo. Respiró profundo,
tanto como la cárcel de la ciudad permite. El vaho era una extensión de su
alma. Llegó a un bosque, un parque. Pocas farolas iluminaban el camino, pero no
las necesitaba. En la soledad de la noche, aulló. Rio. Fue hasta la hierba y se
sumergió en ella. Distinguió estrellas en el cielo contaminado. Cerró los ojos,
y la tenía en la mente. Belleza sin límites. Perfección suprema. En aquel
momento, solo le faltaba ella. ¿Si eso no es amor, qué es?
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