sábado, 21 de abril de 2018

Doce pares de zapatos. Lorena.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.


28 de febrero. 1990. Madrid.
Desayuno: zumo de naranja, café con leche, seis galletas María.
Comida: caldo casero, filete empanado con ensalada. Fuera de casa.
Cena: restos. Medio plato de crema de verduras, manzana.

El día ha empezado de manera habitual, con la primera luz de la mañana penetrando la ventana directamente sobre mi cara. He aprovechado la mañana para arreglar los problemas que la funeraria nos ha estado dando los últimos dos días, mientras Ramón dormía. He llamado al seguro y al crematorio, y ya está todo dispuesto para que mi suegro descanse en paz.
Me he tomado el día de descanso, decidiendo que seguir escribiendo algo tan alegre en estos momentos tan oscuros sólo podía ser contraproducente, ya que no quiero que Ramón piense que estoy muerta por dentro, ni que los niños y niñas que puedan leer el cuento se traumaticen con un giro tenebroso de los acontecimientos. Así que he paseado toda la mañana.
Cerca de las doce y media del mediodía, he entrado a una zapatería. No sé explicar por qué, no necesito zapatos. El zapatero, un joven alegre pero con aires bohemios, que parece sacado de una historia surrealista, me ha ofrecido sus servicios, pero le he explicado que no sabía muy bien qué hacía allí. Hemos tenido una conversación apasionante sobre la vida, aunque sus inclinaciones sobre el tema son apabullantemente inmaduras. Finalmente, he comprado un par de zapatos que, según el zapatero, me durarán el resto de mi vida. Quizá sobrestime sus propias habilidades, pero parecía terriblemente seguro de ello.
Por la tarde he ido al cine. No había gran cosa en cartel, así que me he metido a ver ¡Átame! (Pedro Almodóvar), ya que Luisa y Fernando me la han recomendado encarecidamente durante casi un mes. En los Renoir de Cuatro Caminos sólo quedaba la sesión de las ocho de la tarde, así que antes he quedado con Silvia, que sigue tan hermosa como siempre.
Es curioso, no creo que haya habido nadie con quien haya conectado tanto como con Silvia. Sí, tiene cinco años menos que yo, pero a estas alturas de la vida, cuando una ya ha pasado los cuarenta, las distancias se acortan. 38 años no es una niña, aunque quizá me diga esto para sentirme mejor conmigo misma, quién sabe. Ya me juzgará el tiempo. O Ramón, si se entera, aunque poco puede juzgar, que me saca siete años. Sea como fuere, hemos empezado tomando un café y hemos acabado en casa, entre las sábanas. Beber de ella es beber del elixir, del néctar de los dioses. Safo sabía lo que se hacía.
Silvia me ha acompañado al cine, y me he sentido como una adolescente en una primera cita. La verdad, es la primera vez que hacemos una actividad remotamente parecida a la de una cita normal. Hasta ahora han sido encuentros furtivos, revolcones y algún que otro encontronazo en los cuartos de baño de casa mientras dábamos alguna fiesta. Me siento bien.
A veces siento lo que le estoy haciendo a Ramón, pero el pensamiento desaparece en cuanto me vuelve a la cabeza la imagen de Ramón con su amante. 20 años sí es una niña, sobre todo por Ramón tiene ya los 50. Entonces, paso a pensar que lo que hago con Silvia es por simple venganza. Quizá sea así. En ese caso, la venganza es dulce, y ácida.
He cenado con un Ramón ausente. Puede que haya estado proyectando, pero en su ausencia parecía alegre, y me he preguntado si acaso tiene nueva amante. No he querido preguntar, porque nuestro matrimonio se encuentra en un status quo de feliz ignorancia, compañeros de piso de por vida, pero que ya no comparten una vida. Me gusta así. Un día conseguiré dejarlo, pero nuestros años de pasado me apresan suavemente, de la misma manera que unas sábanas pueden me pueden atar las manos a la cama.

lunes, 9 de abril de 2018

Doce pares de zapatos. Jaime


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1997.

Jaime era asquerosamente rico; insultantemente rico. Nacido en una de las familias mejor posicionadas durante la dictadura (su padre, orgulloso, tenía una foto con su brazo alrededor de los hombros de Franco, ambos sonrientes como viejos amigos) y la transición no hizo que su fortuna menguase. Al fin y al cabo, no era una revolución. El rey tenía a su familia en alta estima, y apoyaron de inmediato la monarquía democrática. Su familia sabía cambiar como el viento.
Jaime acababa de cumplir cuarenta años y estaba donde debía estar.
Esta no es la historia de un rico arrepentido, o de un artista incomprendido. Jaime no era buena persona. Cantaba el Cara al sol. Veía a un mendigo en la calle y suspiraba en alivio por no llevar suelto y así poder no sentirse mal al no soltar unas pelas mal contadas. Denunciaba a quienes golpeaban su coche sin importarle tener o no razón. Era esa clase de persona que dice que el dinero no da la felicidad, pero no piensa en donar ni medio pellizco. Porque esas personas que dicen que el dinero no da la felicidad no se han encontrado con una mano delante y otras detrás, sin un bocado que llevarse a la boca y, a las dos semanas de no poder comer ni la basura, encontrarse mil, quinientas o cinco pesetas. Porque puede que el dinero no dé la felicidad, pero sí te da las herramientas para buscarla. Esta no es la historia de cómo Jaime aprendió a ser mejor persona.
Jaime era infeliz, pero no por eso hay que sentir lástima por él. Sí, la empatía es poderosa. Puede que sientas cómo la mera consciencia de un ricachón, mimado y amamantado sin dar un palo al agua, sentado en un salón de cien metros cuadrados, en un sofá más caro que tu propia casa, llorando sin lágrimas porque tiene la capacidad emocional de una hoja de papel, te remueve el corazón. Pero Jaime no siente nada. Su empatía es condicional: si tienes dinero, te comprende; si no tienes dinero, siente lástima por ti. Pero no te acerques a él.
De vez en cuando, a petición de su esposa Margarita, donaba alguna cantidad de dinero relativamente generosa a una ONG relativamente honrada (suele elegir las que llevan sus conocidos, conocidos por llevárselo muerto).
Margarita, ah, igual sí que hay sentir lástima por ella. Margarita se casó joven, embriagada de amor, y ciega por la educación edulcorada y machista de la sociedad, de su familia y de su clase. Sabía que ni ella ni su marido eran felices. Por el cuarenta cumpleaños de Jaime, preparó una fiesta por todo lo alto.
Margarita buscó por todo Madrid algo que pudiese gustarle, algo que realmente le fuese a durar más de cinco días. Pensó en buscarle una amante, pero ni siquiera ellas le duraban más de dos meses. Empezó a ampliar su radio de busca a los barrios menos ricos, hasta que dio con una calle con la zapatería que, había leído, era muy exclusiva. Entró.
  • Buenas tardes.
  • Hola, quería encargar unos zapatos.
  • ¿Para usted?
  • Para mi marido.
  • Ah. ¿Por qué?
  • Es su cumpleaños.
  • No. ¿Por qué debería hacerle los zapatos a su marido?
  • Porque se los voy a pagar.
  • No me vale.
  • ¿No le vale?
  • No. No hago zapatos por dinero. Arreglarlos, sí. Pero sólo voy a hacer cierto número de zapatos y necesito saber que quien vaya a recibirlos va a saber usarlos.
  • No es muy difícil usar unos zapatos.
  • No. No lo es. ¿Cómo es su marido?
  • ¿Qué le importa?
  • Señora, ¿no me ha oído antes?
  • Sí que le he oído. Pero me parece que no tiene su tienda en condiciones para andar con exigencias a la clientela. Y usted no parece en condiciones de negociar.
  • Ya veo.
  • ¿Entonces va a hacerlos?
  • Necesito al menos una buena razón.
  • Ocho millones de pesetas.
  • El dinero no es una buena razón, por generosa que sea la oferta.
  • Diez.
  • No.
  • Doce.
  • No sois capaces de hacer nada sin el talonario por delante, ¿no? Deme una buena razón moral, ética, emocional, racional. No me dé una cifra.
  • Jaime es infeliz, necesita algo único a lo que poder aferrarse.
  • ¿Tienen hijos?
  • Sí.
  • Los hijos son algo único a lo que poder aferrarse, en los que poder volcar la felicidad propia.
  • Pero es infeliz.
  • No me dedico a arreglar la vida de multimillonarios.
  • Pero necesito que sea feliz. No me deja vivir.
  • ¿Le pega?
  • No.
  • ¿Le insulta?
  • Cuando discutimos nos insultamos.
  • Divórciese.
  • No puedo.
  • ¿Por qué?
  • Religión.
  • ¿Y?
  • Me desheredarían. Y las clausulas pre-maritales dividen nuestro dinero familiar. Y no puedo buscar trabajo porque no sirvo para nada.
  • Me plantearía hacerle unos zapatos a usted, pero no a su marido. Tienen problemas del primer mundo.
  • ¿Y usted no?
  • Sí, pero no voy ofreciendo millonadas por un par de zapatos que no va a cambiar nada en mi relación.
  • Écheme una mano. Sólo necesito algo exclusivo. Si no los quiere, se los traigo de vuelta.
  • No. Deme las medidas de su marido. Pero no le va a hacer feliz.

El zapatero le pidió que volviese al día siguiente. Al día siguiente, volvió. Le dio las medidas y no volvió hasta una semana después. En la caja había un sobre en el que ponía que Margarita debía abrirlo después de dar el regalo.
En la fiesta sorpresa, todo fue como lo había planeado. Cuando llegó la hora de dar los regalos, Margarita le dio el suyo el último. Jaime lo abrió y sacó el par de zapatos perfecto. Miró a Margarita. Margarita dijo que eran muy exclusivos, no habría dos como ellos. Jaime la miró y, todavía mirándola, los lanzó a una papelera. “Son unos putos zapatos, Marga, ¿cómo de exclusivos pueden ser?”
Margarita, entre sollozos, abrió el sobre. Encontró una nota: “se lo dije, úselo para el divorcio” y un cheque. El cheque, por valor de nueve millones de pesetas. Habría que señalar que el zapatero había cobrado doce millones por los zapatos y que el dinero que la acaba de devolver no era el total.
Jaime no podía creer que Margarita se divorciase de él. Le pilló de sopetón y no fue capaz de reaccionar como debería hacer hecho. A los cinco años, Jaime murió atragantándose con la pinza de una langosta.