Érase una vez un zapatero. Era extraño
y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a
caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con
quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el
último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su
ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su
objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no
quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino
de aquellas personas que recibieron sus zapatos.
28 de febrero. 1990. Madrid.
Desayuno: zumo de naranja, café con
leche, seis galletas María.
Comida: caldo casero, filete empanado
con ensalada. Fuera de casa.
Cena: restos. Medio plato de crema de
verduras, manzana.
El día ha empezado de manera habitual,
con la primera luz de la mañana penetrando la ventana directamente
sobre mi cara. He aprovechado la mañana para arreglar los problemas
que la funeraria nos ha estado dando los últimos dos días, mientras
Ramón dormía. He llamado al seguro y al crematorio, y ya está todo
dispuesto para que mi suegro descanse en paz.
Me he tomado el día de descanso,
decidiendo que seguir escribiendo algo tan alegre en estos momentos
tan oscuros sólo podía ser contraproducente, ya que no quiero que
Ramón piense que estoy muerta por dentro, ni que los niños y niñas
que puedan leer el cuento se traumaticen con un giro tenebroso de los
acontecimientos. Así que he paseado toda la mañana.
Cerca de las doce y media del mediodía,
he entrado a una zapatería. No sé explicar por qué, no necesito
zapatos. El zapatero, un joven alegre pero con aires bohemios, que
parece sacado de una historia surrealista, me ha ofrecido sus
servicios, pero le he explicado que no sabía muy bien qué hacía
allí. Hemos tenido una conversación apasionante sobre la vida,
aunque sus inclinaciones sobre el tema son apabullantemente
inmaduras. Finalmente, he comprado un par de zapatos que, según el
zapatero, me durarán el resto de mi vida. Quizá sobrestime sus
propias habilidades, pero parecía terriblemente seguro de ello.
Por la tarde he ido al cine. No había
gran cosa en cartel, así que me he metido a ver ¡Átame!
(Pedro Almodóvar), ya que Luisa y Fernando me la han recomendado
encarecidamente durante casi un mes. En los Renoir de Cuatro Caminos
sólo quedaba la sesión de las ocho de la tarde, así que antes he
quedado con Silvia, que sigue tan hermosa como siempre.
Es curioso, no creo que haya habido
nadie con quien haya conectado tanto como con Silvia. Sí, tiene
cinco años menos que yo, pero a estas alturas de la vida, cuando una
ya ha pasado los cuarenta, las distancias se acortan. 38 años no es
una niña, aunque quizá me diga esto para sentirme mejor conmigo
misma, quién sabe. Ya me juzgará el tiempo. O Ramón, si se entera,
aunque poco puede juzgar, que me saca siete años. Sea como fuere,
hemos empezado tomando un café y hemos acabado en casa, entre las
sábanas. Beber de ella es beber del elixir, del néctar de los
dioses. Safo sabía lo que se hacía.
Silvia me ha acompañado al cine, y me
he sentido como una adolescente en una primera cita. La verdad, es la
primera vez que hacemos una actividad remotamente parecida a la de
una cita normal. Hasta ahora han sido encuentros furtivos, revolcones
y algún que otro encontronazo en los cuartos de baño de casa
mientras dábamos alguna fiesta. Me siento bien.
A veces siento lo que le estoy haciendo
a Ramón, pero el pensamiento desaparece en cuanto me vuelve a la
cabeza la imagen de Ramón con su amante. 20 años sí es una niña,
sobre todo por Ramón tiene ya los 50. Entonces, paso a pensar que lo
que hago con Silvia es por simple venganza. Quizá sea así. En ese
caso, la venganza es dulce, y ácida.
He cenado con un Ramón ausente. Puede
que haya estado proyectando, pero en su ausencia parecía alegre, y
me he preguntado si acaso tiene nueva amante. No he querido
preguntar, porque nuestro matrimonio se encuentra en un status
quo de feliz ignorancia, compañeros de piso de por vida, pero
que ya no comparten una vida. Me gusta así. Un día conseguiré
dejarlo, pero nuestros años de pasado me apresan suavemente, de la
misma manera que unas sábanas pueden me pueden atar las manos a la
cama.