lunes, 9 de abril de 2018

Doce pares de zapatos. Jaime


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1997.

Jaime era asquerosamente rico; insultantemente rico. Nacido en una de las familias mejor posicionadas durante la dictadura (su padre, orgulloso, tenía una foto con su brazo alrededor de los hombros de Franco, ambos sonrientes como viejos amigos) y la transición no hizo que su fortuna menguase. Al fin y al cabo, no era una revolución. El rey tenía a su familia en alta estima, y apoyaron de inmediato la monarquía democrática. Su familia sabía cambiar como el viento.
Jaime acababa de cumplir cuarenta años y estaba donde debía estar.
Esta no es la historia de un rico arrepentido, o de un artista incomprendido. Jaime no era buena persona. Cantaba el Cara al sol. Veía a un mendigo en la calle y suspiraba en alivio por no llevar suelto y así poder no sentirse mal al no soltar unas pelas mal contadas. Denunciaba a quienes golpeaban su coche sin importarle tener o no razón. Era esa clase de persona que dice que el dinero no da la felicidad, pero no piensa en donar ni medio pellizco. Porque esas personas que dicen que el dinero no da la felicidad no se han encontrado con una mano delante y otras detrás, sin un bocado que llevarse a la boca y, a las dos semanas de no poder comer ni la basura, encontrarse mil, quinientas o cinco pesetas. Porque puede que el dinero no dé la felicidad, pero sí te da las herramientas para buscarla. Esta no es la historia de cómo Jaime aprendió a ser mejor persona.
Jaime era infeliz, pero no por eso hay que sentir lástima por él. Sí, la empatía es poderosa. Puede que sientas cómo la mera consciencia de un ricachón, mimado y amamantado sin dar un palo al agua, sentado en un salón de cien metros cuadrados, en un sofá más caro que tu propia casa, llorando sin lágrimas porque tiene la capacidad emocional de una hoja de papel, te remueve el corazón. Pero Jaime no siente nada. Su empatía es condicional: si tienes dinero, te comprende; si no tienes dinero, siente lástima por ti. Pero no te acerques a él.
De vez en cuando, a petición de su esposa Margarita, donaba alguna cantidad de dinero relativamente generosa a una ONG relativamente honrada (suele elegir las que llevan sus conocidos, conocidos por llevárselo muerto).
Margarita, ah, igual sí que hay sentir lástima por ella. Margarita se casó joven, embriagada de amor, y ciega por la educación edulcorada y machista de la sociedad, de su familia y de su clase. Sabía que ni ella ni su marido eran felices. Por el cuarenta cumpleaños de Jaime, preparó una fiesta por todo lo alto.
Margarita buscó por todo Madrid algo que pudiese gustarle, algo que realmente le fuese a durar más de cinco días. Pensó en buscarle una amante, pero ni siquiera ellas le duraban más de dos meses. Empezó a ampliar su radio de busca a los barrios menos ricos, hasta que dio con una calle con la zapatería que, había leído, era muy exclusiva. Entró.
  • Buenas tardes.
  • Hola, quería encargar unos zapatos.
  • ¿Para usted?
  • Para mi marido.
  • Ah. ¿Por qué?
  • Es su cumpleaños.
  • No. ¿Por qué debería hacerle los zapatos a su marido?
  • Porque se los voy a pagar.
  • No me vale.
  • ¿No le vale?
  • No. No hago zapatos por dinero. Arreglarlos, sí. Pero sólo voy a hacer cierto número de zapatos y necesito saber que quien vaya a recibirlos va a saber usarlos.
  • No es muy difícil usar unos zapatos.
  • No. No lo es. ¿Cómo es su marido?
  • ¿Qué le importa?
  • Señora, ¿no me ha oído antes?
  • Sí que le he oído. Pero me parece que no tiene su tienda en condiciones para andar con exigencias a la clientela. Y usted no parece en condiciones de negociar.
  • Ya veo.
  • ¿Entonces va a hacerlos?
  • Necesito al menos una buena razón.
  • Ocho millones de pesetas.
  • El dinero no es una buena razón, por generosa que sea la oferta.
  • Diez.
  • No.
  • Doce.
  • No sois capaces de hacer nada sin el talonario por delante, ¿no? Deme una buena razón moral, ética, emocional, racional. No me dé una cifra.
  • Jaime es infeliz, necesita algo único a lo que poder aferrarse.
  • ¿Tienen hijos?
  • Sí.
  • Los hijos son algo único a lo que poder aferrarse, en los que poder volcar la felicidad propia.
  • Pero es infeliz.
  • No me dedico a arreglar la vida de multimillonarios.
  • Pero necesito que sea feliz. No me deja vivir.
  • ¿Le pega?
  • No.
  • ¿Le insulta?
  • Cuando discutimos nos insultamos.
  • Divórciese.
  • No puedo.
  • ¿Por qué?
  • Religión.
  • ¿Y?
  • Me desheredarían. Y las clausulas pre-maritales dividen nuestro dinero familiar. Y no puedo buscar trabajo porque no sirvo para nada.
  • Me plantearía hacerle unos zapatos a usted, pero no a su marido. Tienen problemas del primer mundo.
  • ¿Y usted no?
  • Sí, pero no voy ofreciendo millonadas por un par de zapatos que no va a cambiar nada en mi relación.
  • Écheme una mano. Sólo necesito algo exclusivo. Si no los quiere, se los traigo de vuelta.
  • No. Deme las medidas de su marido. Pero no le va a hacer feliz.

El zapatero le pidió que volviese al día siguiente. Al día siguiente, volvió. Le dio las medidas y no volvió hasta una semana después. En la caja había un sobre en el que ponía que Margarita debía abrirlo después de dar el regalo.
En la fiesta sorpresa, todo fue como lo había planeado. Cuando llegó la hora de dar los regalos, Margarita le dio el suyo el último. Jaime lo abrió y sacó el par de zapatos perfecto. Miró a Margarita. Margarita dijo que eran muy exclusivos, no habría dos como ellos. Jaime la miró y, todavía mirándola, los lanzó a una papelera. “Son unos putos zapatos, Marga, ¿cómo de exclusivos pueden ser?”
Margarita, entre sollozos, abrió el sobre. Encontró una nota: “se lo dije, úselo para el divorcio” y un cheque. El cheque, por valor de nueve millones de pesetas. Habría que señalar que el zapatero había cobrado doce millones por los zapatos y que el dinero que la acaba de devolver no era el total.
Jaime no podía creer que Margarita se divorciase de él. Le pilló de sopetón y no fue capaz de reaccionar como debería hacer hecho. A los cinco años, Jaime murió atragantándose con la pinza de una langosta.



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