Érase una vez un zapatero. Era extraño
y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a
caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con
quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el
último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su
ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su
objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no
quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino
de aquellas personas que recibieron sus zapatos.
1997.
Jaime era asquerosamente rico; insultantemente rico. Nacido en una de las familias mejor
posicionadas durante la dictadura (su padre, orgulloso, tenía una
foto con su brazo alrededor de los hombros de Franco, ambos
sonrientes como viejos amigos) y la transición no hizo que su
fortuna menguase. Al fin y al cabo, no era una revolución. El rey
tenía a su familia en alta estima, y apoyaron de inmediato la
monarquía democrática. Su familia sabía cambiar como el viento.
Jaime acababa de cumplir cuarenta años y estaba
donde debía estar.
Esta no es la historia de un rico
arrepentido, o de un artista incomprendido. Jaime no era buena
persona. Cantaba el Cara al sol. Veía a un mendigo en la calle y
suspiraba en alivio por no llevar suelto y así poder no sentirse mal
al no soltar unas pelas mal contadas. Denunciaba a quienes golpeaban
su coche sin importarle tener o no razón. Era esa clase de persona
que dice que el dinero no da la felicidad, pero no piensa en donar ni
medio pellizco. Porque esas personas que dicen que el dinero no da la
felicidad no se han encontrado con una mano delante y otras detrás,
sin un bocado que llevarse a la boca y, a las dos semanas de no poder
comer ni la basura, encontrarse mil, quinientas o cinco pesetas.
Porque puede que el dinero no dé la felicidad, pero sí te da las
herramientas para buscarla. Esta no es la historia de cómo Jaime
aprendió a ser mejor persona.
Jaime era infeliz, pero no por eso hay
que sentir lástima por él. Sí, la empatía es poderosa. Puede que
sientas cómo la mera consciencia de un ricachón, mimado y
amamantado sin dar un palo al agua, sentado en un salón de cien
metros cuadrados, en un sofá más caro que tu propia casa, llorando
sin lágrimas porque tiene la capacidad emocional de una hoja de
papel, te remueve el corazón. Pero Jaime no siente nada. Su empatía
es condicional: si tienes dinero, te comprende; si no tienes dinero,
siente lástima por ti. Pero no te acerques a él.
De vez en cuando, a petición de su
esposa Margarita, donaba alguna cantidad de dinero relativamente
generosa a una ONG relativamente honrada (suele elegir las que llevan
sus conocidos, conocidos por llevárselo muerto).
Margarita, ah, igual sí que hay sentir
lástima por ella. Margarita se casó joven, embriagada de amor, y
ciega por la educación edulcorada y machista de la sociedad, de su
familia y de su clase. Sabía que ni ella ni su marido eran felices.
Por el cuarenta cumpleaños de Jaime, preparó una fiesta por todo lo
alto.
Margarita buscó por todo Madrid algo
que pudiese gustarle, algo que realmente le fuese a durar más de
cinco días. Pensó en buscarle una amante, pero ni siquiera ellas le
duraban más de dos meses. Empezó a ampliar su radio de busca a los
barrios menos ricos, hasta que dio con una calle con la zapatería
que, había leído, era muy exclusiva. Entró.
- Buenas tardes.
- Hola, quería encargar unos zapatos.
- ¿Para usted?
- Para mi marido.
- Ah. ¿Por qué?
- Es su cumpleaños.
- No. ¿Por qué debería hacerle los zapatos a su marido?
- Porque se los voy a pagar.
- No me vale.
- ¿No le vale?
- No. No hago zapatos por dinero. Arreglarlos, sí. Pero sólo voy a hacer cierto número de zapatos y necesito saber que quien vaya a recibirlos va a saber usarlos.
- No es muy difícil usar unos zapatos.
- No. No lo es. ¿Cómo es su marido?
- ¿Qué le importa?
- Señora, ¿no me ha oído antes?
- Sí que le he oído. Pero me parece que no tiene su tienda en condiciones para andar con exigencias a la clientela. Y usted no parece en condiciones de negociar.
- Ya veo.
- ¿Entonces va a hacerlos?
- Necesito al menos una buena razón.
- Ocho millones de pesetas.
- El dinero no es una buena razón, por generosa que sea la oferta.
- Diez.
- No.
- Doce.
- No sois capaces de hacer nada sin el talonario por delante, ¿no? Deme una buena razón moral, ética, emocional, racional. No me dé una cifra.
- Jaime es infeliz, necesita algo único a lo que poder aferrarse.
- ¿Tienen hijos?
- Sí.
- Los hijos son algo único a lo que poder aferrarse, en los que poder volcar la felicidad propia.
- Pero es infeliz.
- No me dedico a arreglar la vida de multimillonarios.
- Pero necesito que sea feliz. No me deja vivir.
- ¿Le pega?
- No.
- ¿Le insulta?
- Cuando discutimos nos insultamos.
- Divórciese.
- No puedo.
- ¿Por qué?
- Religión.
- ¿Y?
- Me desheredarían. Y las clausulas pre-maritales dividen nuestro dinero familiar. Y no puedo buscar trabajo porque no sirvo para nada.
- Me plantearía hacerle unos zapatos a usted, pero no a su marido. Tienen problemas del primer mundo.
- ¿Y usted no?
- Sí, pero no voy ofreciendo millonadas por un par de zapatos que no va a cambiar nada en mi relación.
- Écheme una mano. Sólo necesito algo exclusivo. Si no los quiere, se los traigo de vuelta.
- No. Deme las medidas de su marido. Pero no le va a hacer feliz.
El zapatero le pidió que volviese al
día siguiente. Al día siguiente, volvió. Le dio las medidas y no
volvió hasta una semana después. En la caja había un sobre en el
que ponía que Margarita debía abrirlo después de dar el regalo.
En la fiesta sorpresa, todo fue como lo
había planeado. Cuando llegó la hora de dar los regalos, Margarita
le dio el suyo el último. Jaime lo abrió y sacó el par de zapatos
perfecto. Miró a Margarita. Margarita dijo que eran muy exclusivos,
no habría dos como ellos. Jaime la miró y, todavía mirándola, los
lanzó a una papelera. “Son unos putos zapatos, Marga, ¿cómo de
exclusivos pueden ser?”
Margarita, entre sollozos, abrió el
sobre. Encontró una nota: “se lo dije, úselo para el divorcio”
y un cheque. El cheque, por valor de nueve millones de pesetas.
Habría que señalar que el zapatero había cobrado doce millones por
los zapatos y que el dinero que la acaba de devolver no era el total.
Jaime no podía creer que Margarita se
divorciase de él. Le pilló de sopetón y no fue capaz de reaccionar
como debería hacer hecho. A los cinco años, Jaime murió
atragantándose con la pinza de una langosta.
muy bueno, es altamente adictivo
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