jueves, 3 de mayo de 2018

Doce pares de zapatos. Moscardón.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.


1994.
Moscardón corrió, como lo había hecho toda su vida. Se pasó el cuarto de siglo que llevaba respirando huyendo: del pueblo, de la familia, de las convenciones de género y cómo éste es binario. Rompió con todo, y por ello corrió, literal y figuradamente, toda su vida.
Nació con un nombre que no le gustaba, por lo que todo el mundo le llama por su apellido: Moscardón. Un apellido desafortunado, y poco corriente, que llevó con orgullo desde que tuvo consciencia de que el único lenguaje binario válido era el informático.
Moscardón corrió, huyendo del pueblo, cuando cumplió dieciocho años, refugiándose en la inmensidad de la ciudad capital: Santiago de Compostela. Al poco, tuvo que huir de ésta, para acabar en el paraguas de Madrid, ciudad ecléctica (más que las que conocía hasta ese momento). Huyó y huyó.
Corrió y corrió.
En Madrid, también corría. Corría, eso sí, huyendo de la policía, después de participar en una pequeña manifestación comunista, en la que participó no porque fuese comunista -que también- sino porque participaba en cualquier manifestación, organización, aquelarre o reunión que consistiese en una cuestión del sistema instaurado: el heteropatriarcado que imponía la noción de los dos géneros.
Moscardón giró una esquina y se dio de bruces con un árbol medio caído que nadie se había molestado en señalizar y que apenas se veía a menos que estuvieses a cinco centímetros de él. El golpetazo hizo que se cayese, de espaldas. Como un resorte, se arrastró al otro lado del árbol y, de cuclillas, observó cómo los dos perseguidores (dos policías fascistas que les encantaba cazar anti-sistema de izquierdas, porque cazar animales es demasiado aburrido) también reventaban sus cabezas contra el árbol. Moscardón rio y siguió corriendo, no sin dolor en la frente.
Recordó, durante un momento, la conversación que tuvo con su amiga Delia sobre cómo la policía se supone que estaba entrenada para resistir más, o mierdas de esas, y cómo un grupo de policías tránsfobos intentaron darle una paliza pero, gracias a su carrera adolescente como atleta, puso tierra de por medio a tal velocidad que hasta llegó a sentir pena por los policías. Pena que, todo sea dicho, se le pasó en un segundo y estuvo tentada de escupir.
Moscardón dudó si volver y escupir, y decidió que al no tener un pasado en ningún tipo de atletismo o deporte remotamente físico (ajedrez amateur y bádminton de instituto), lo mejor era correr.
Al girar otra esquina, esta vez despacio, se encontró con un policía sonriente con una mirada entre lasciva y violenta, con la porra en ristre y sudor abundante. Sin mediar palabra, sabiéndose en apuros, Moscardón mandó su rodilla contra la entrepierna del madero, que profirió un grito de sorpresa y un chillido de dolor y no tuvo más remedio que soltar la porra.
Moscardón siguió corriendo, dejando atrás al policía que ahora insultaba y maldecía, a veces a Moscardón y a veces al universo en general. También blasfemó, aunque luego al párroco dijese que no.
Moscardón no tardó en cansarse, casi extenuarse. Estaba en un barrio que sólo había frecuentado cuando asistía a manifestaciones exclusivas a la clase baja (o media-baja), así que verlo tan vació hizo que la desorientación afectase su capacidad de regir.
Pero oye, ya no tenía a la policía detrás.
Se echó la capucha y procedió a caminar.
Llevaba cinco minutos cuando dos coches de policía pasaron a su lado, sirenas al viento, claramente buscando a alguien. Moscardón se giró, de cara a la pared, y jugueteó con sus llaves, como si fuese a entrar en su... Moscardón miró. En su zapatería, aparentemente. Los coches pasaron, y se disponía a seguir su camino cuando la puerta se abrió y un hombre cogió su brazo y metió a Moscardón en la tienda.
“Quédate lo que necesites hasta que los polis te dejen en paz”, dijo el hombre mientras volvía al mostrador.
“¿Estás seguro?”, preguntó Moscardón, sin fuelle, de tanto correr.
“Cariño, parece que llevas sin dormir cinco días, lo necesitas”, se limitó a decir el hombre.
Moscardón le tendió la mano y se presentó:
“Me llamo Moscardón, es mi apellido y sí, suena a que soy un coñazo, pero no me gusta mi nombre de pila porque no estoy conforme con los géneros existentes de hombre o mujer”.
“Alberto, es mi nombre de pila, soy un hombre, aunque antes que eso, soy zapatero. ¿Quieres unos zapatos?”
Moscardón sonrió: era la primera vez que alguien aceptaba su identidad sin el menor problema.
Y tras ese día, Moscardón dejó de tener que correr tantos días a la semana.


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