Érase una vez un zapatero. Era extraño
y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a
caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con
quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el
último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su
ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su
objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no
quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino
de aquellas personas que recibieron sus zapatos.
1994.
Moscardón corrió, como lo había
hecho toda su vida. Se pasó el cuarto de siglo que llevaba
respirando huyendo: del pueblo, de la familia, de las convenciones de
género y cómo éste es binario. Rompió con todo, y por ello
corrió, literal y figuradamente, toda su vida.
Nació con un nombre que no le gustaba,
por lo que todo el mundo le llama por su apellido: Moscardón. Un
apellido desafortunado, y poco corriente, que llevó con orgullo
desde que tuvo consciencia de que el único lenguaje binario válido
era el informático.
Moscardón corrió, huyendo del pueblo,
cuando cumplió dieciocho años, refugiándose en la inmensidad de la
ciudad capital: Santiago de Compostela. Al poco, tuvo que huir de
ésta, para acabar en el paraguas de Madrid, ciudad ecléctica (más
que las que conocía hasta ese momento). Huyó y huyó.
Corrió y corrió.
En Madrid, también corría. Corría,
eso sí, huyendo de la policía, después de participar en una
pequeña manifestación comunista, en la que participó no porque
fuese comunista -que también- sino porque participaba en cualquier
manifestación, organización, aquelarre o reunión que consistiese
en una cuestión del sistema instaurado: el heteropatriarcado que
imponía la noción de los dos géneros.
Moscardón giró una esquina y se dio
de bruces con un árbol medio caído que nadie se había molestado en
señalizar y que apenas se veía a menos que estuvieses a cinco
centímetros de él. El golpetazo hizo que se cayese, de espaldas.
Como un resorte, se arrastró al otro lado del árbol y, de
cuclillas, observó cómo los dos perseguidores (dos policías
fascistas que les encantaba cazar anti-sistema de izquierdas, porque
cazar animales es demasiado aburrido) también reventaban sus cabezas
contra el árbol. Moscardón rio y siguió corriendo, no sin dolor en
la frente.
Recordó, durante un momento, la
conversación que tuvo con su amiga Delia sobre cómo la policía se
supone que estaba entrenada para resistir más, o mierdas de esas, y
cómo un grupo de policías tránsfobos intentaron darle una paliza
pero, gracias a su carrera adolescente como atleta, puso tierra de
por medio a tal velocidad que hasta llegó a sentir pena por los
policías. Pena que, todo sea dicho, se le pasó en un segundo y
estuvo tentada de escupir.
Moscardón dudó si volver y escupir, y
decidió que al no tener un pasado en ningún tipo de atletismo o
deporte remotamente físico (ajedrez amateur y bádminton de
instituto), lo mejor era correr.
Al girar otra esquina, esta vez
despacio, se encontró con un policía sonriente con una mirada entre
lasciva y violenta, con la porra en ristre y sudor abundante. Sin
mediar palabra, sabiéndose en apuros, Moscardón mandó su rodilla
contra la entrepierna del madero, que profirió un grito de sorpresa
y un chillido de dolor y no tuvo más remedio que soltar la porra.
Moscardón siguió corriendo, dejando
atrás al policía que ahora insultaba y maldecía, a veces a
Moscardón y a veces al universo en general. También blasfemó,
aunque luego al párroco dijese que no.
Moscardón no tardó en cansarse, casi
extenuarse. Estaba en un barrio que sólo había frecuentado cuando
asistía a manifestaciones exclusivas a la clase baja (o media-baja),
así que verlo tan vació hizo que la desorientación afectase su
capacidad de regir.
Pero oye, ya no tenía a la policía
detrás.
Se echó la capucha y procedió a
caminar.
Llevaba cinco minutos cuando dos coches
de policía pasaron a su lado, sirenas al viento, claramente buscando
a alguien. Moscardón se giró, de cara a la pared, y jugueteó con
sus llaves, como si fuese a entrar en su... Moscardón miró. En su
zapatería, aparentemente. Los coches pasaron, y se disponía a
seguir su camino cuando la puerta se abrió y un hombre cogió su
brazo y metió a Moscardón en la tienda.
“Quédate lo que necesites hasta que
los polis te dejen en paz”, dijo el hombre mientras volvía al
mostrador.
“¿Estás seguro?”, preguntó
Moscardón, sin fuelle, de tanto correr.
“Cariño, parece que llevas sin
dormir cinco días, lo necesitas”, se limitó a decir el hombre.
Moscardón le tendió la mano y se
presentó:
“Me llamo Moscardón, es mi apellido
y sí, suena a que soy un coñazo, pero no me gusta mi nombre de pila
porque no estoy conforme con los géneros existentes de hombre o
mujer”.
“Alberto, es mi nombre de pila, soy
un hombre, aunque antes que eso, soy zapatero. ¿Quieres unos
zapatos?”
Moscardón sonrió: era la primera vez
que alguien aceptaba su identidad sin el menor problema.
Y tras ese día, Moscardón dejó de
tener que correr tantos días a la semana.
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