lunes, 4 de abril de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte X

Encontraron a Iván en una camilla. Parecía dormido, tumbado bocarriba y con una mano colgando. Se acercaron en fila india porque lo rodeaba una barricada de camas y el espacio entre ellas era estrecho, Lourdes la última de todas. El corazón aceleró a lo que Lourdes creía que debían ser unas mil pulsaciones por minuto. Rodearon la camilla, dejando a Lourdes a los pies de Iván.

Iván no debía ser muy alto, pero era bastante fornido. Su cara no se correspondía con su cuerpo, era afilada y su nariz tenía los bordes muy toscos, como si alguien la hubiese dado forma a hachazos sobre un bloque de madera. Tenía la boca entreabierta y el pelo revuelto. Estaba muy pálido. Al minuto, dio un leve respingo y despertó. Sus ojos se abrieron y lo primero que vio fue a Lourdes, que no tenía ni idea de qué hacer y evitó el contacto visual, y luego empezó a repasar el resto de caras.

“¿Veva? ¿Deina? ¡¿Mario?!”, dijo según reconocía sus caras, se intentó incorporar pero empezó a toser sangre y tuvo que volver a reclinarse. Veva se acuclilló a su lado y le cogió la mano.

“Iván”, dijo casi en un susurro, “he encontrado a tu hermana.”

Esta vez se miraron a los ojos. Lourdes empezó a ver borroso porque las lágrimas se agolparon en sus ojos y en cuanto pestañeó notó cómo una lágrima bajaba por su pómulo derecho. Iván directamente rompió a llorar. Al oír a Iván, Lourdes se frotó los ojos rápidamente y lo abrazó con todas sus fuerzas. Sintió cómo los brazos de Iván la rodeaban y la apretaban con un ápice de debilidad y ella apretó aún más a su hermano. El llanto de su hermano la contagió y ella empezó a llorar también, mientras cada uno hundía la cabeza en los hombros del otro. Sentía una felicidad pavorosa en su interior que no le permitía pensar en la posibilidad de que ese chaval no fuese su hermano. Sabía que a su hermano le pasaba lo mismo. Notaba cómo el hombro en el que estaba su hermano se humedecía cada vez más, así como la ropa de su hermano se mojaba según las lágrimas llovían de sus propios ojos. Sorbieron ambos la nariz y después de lo que podrían haber sido eones, rompieron el abrazo.

Veva, Deina y Mario tenían los ojos rojos y se estaban secando las lágrimas. Amatista y Sabrina sonreían, aunque esta última tenía dos surcos de lágrima que cruzaban su cara. Veva carraspeó y habló, “sabes lo que significa, ¿no?”

Iván asintió, mientras se restregaba las lágrimas y los ojos con la manga. Lourdes se incorporó y miró a Veva, “¿qué tengo que hacer?”

“Ponte a mi lado mientras preparo la poción”, contestó Veva, “y el resto poneros alrededor, la poción no es estrictamente legal.”

“¿En serio?”, preguntó Lourdes.

“Bueno, es legal siempre y cuando el enfermo y el donante de sangre sean magos.”

Veva sacó de su bolso un caldero y muchos ingredientes para la poción. Puso el caldero en el suelo y con la varita vertió agua dentro de él y luego encendió un pequeño fuego debajo.

“Vale, ahora silencio absoluto, y cuando te diga, te pinchas en el dedo y echas gotas de sangre hasta que te diga”, le dijo Veva según le daba un alfiler muy puntiagudo. Lourdes lo cogió y se quedó mirando preocupada a Iván, que había empezado a toser. Sería gracioso que se muriese justo después de conocerle, pensó Lourdes, bueno, gracioso no.

Veva empezó a hacer la poción a la vez que daba la vuelta a un pequeño reloj de arena. Sus movimientos eran frenéticos pero precisos, mirando de vez en cuando el libro abierto en el que seguramente estuviese la receta, y de vez en cuando resoplaba y suspiraba mientras hacía una pausa de cinco segundos. Cuando al reloj le quedaba poco por caer, Veva le dijo que empezase a echar sangre. Lourdes se pinchó en el dedo, que dolió un poco, y empezó a dejar caer gotas. Cuando habían caído unas diez, Veva le dijo que parase y remató la poción echando lo que era claramente un vaso de leche y removió hasta que acabó de caer la arena.

“La leche es para que no sepa horrible”, dijo Veva, y echó poción en un vaso limpio y se lo dio a Iván. Se lo bebió sin rechistar y le dio un escalofrío.

“¿Cuándo sabremos si ha funcionado?”, preguntó mientras devolvía el vaso.

“Si no te mueres dentro de cinco minutos, ha funcionado”, respondió Veva. Hizo desaparecer el resto de la poción del caldero y empezó a guardar las sobras.

El resto rompió la barricada humana que habían formado delante de Veva y se distribuyeron alrededor de Iván. Iván miraba a Lourdes, todavía con ojos vidriosos.

“¿Cómo te llamas?”, preguntó Iván, que no pudo evitar que se le rompiese la voz.

“Lourdes”, contestó sonriendo, aunque notó que las lágrimas volvían a subir a los ojos.

“Nuestros padres…”, empezó Iván.

“No saben nada”, dijo Lourdes, “pero están vivos.”

“Bien, bien…”

Se hizo un silencio extraño, como si los dos hermanos se hablasen por primera vez después de pasar años sin hablar porque estaban enfadados entre ellos. Iván miraba a Lourdes, desviando la mirada cada vez que Lourdes le miraba a los ojos.

“¿Sois… felices?”, preguntó Iván dubitativo.

“No”, dijo Lourdes más rápido de lo que le habría gustado.

“Lo siento”, dijo Iván bajando la mirada.

“No lo sientas”, dijo Lourdes, “no es culpa tuya.”

Empezaron a oír un bullicio y giraron las cabezas a la vez. Vieron a lo lejos un grupo de personas vestidas de blanco y negro rodeaban a tres magos altos y vestidos de naranja brillante que avanzaban sorteando a los enfermos. Parecía que las personas que vestían blanco y negro intentaban impedirles que avanzasen.

Mario, Sabrina y Deina se levantaron rápidamente. Veva se quedó de cuclillas, pero agarró la mano de Iván. Amatista puso a Lourdes detrás de ella y se llevó la mano al bolsillo de la varita. Iván se incorporó, quedándose medio tumbado apoyado en un brazo.

“Son sólo tres”, dijo Lourdes.

“Esos no son magilicías”, dijo Amatista, “oh, no, esos no son magilicías.”

“¿Qué pasa? ¿Son los SWAT o qué?”, preguntó Lourdes.

“Sabes que no pillo esa referencia muggle”, se limitó a decir Amatista.

Los tres magos seguían avanzando haciendo caso omiso de las personas de blanco y negro. Se estaban acercando y no había duda alguna de que iban hacia ellas.

“¿Qué les importa a los Parcas si vienen a por nosotras?”, dijo Deina.

“Parcas o no Parcas, siguen siendo sanadores”, contestó Mario, algo pomposo, “no quieren que se perturbe al enfermo, o que se les prive la posibilidad de curarse.”

“¿Pero qué hacen ellos aquí?”, preguntó Sabrina asustada.

Los tres hombres estaban ya a unos pocos metros, cabreados empujaban a los Parcas que seguían intentando que se fuesen de allí. En el grupo había un silencio sepulcral y expectante.

Cuando llegaron a donde estaban, todas estaban asustadas, menos Veva que se había levantado y les sonreía. Los tres magos sacaron sus varitas y apuntaron a Lourdes. Bueno, técnicamente apuntaban a Amatista, pero solo porque estaba en medio.

“ENTREGADNOS A LA MUGGLE” rugió el de en medio.

“Ya he hecho la poción” dijo Veva alegremente, “podéis hacer con ella lo que queráis.”

Lourdes sintió cómo el corazón quería salirse del pecho. Ya está, pensó, he servido para lo que querían, usada y tirada. Pero la mano de Amatista agarró su muñeca y se sintió más protegida que nunca. El mago de la derecha dudó e hizo ademán de bajar la varita.

“¿En serio?”, preguntó ese mismo hombre, “¿cuántos años tienes?”

“Déjanos que la borremos la memoria”, dijo el tercero, “al menos.”

“¡No!”, exclamó Iván.

“CALLA”, bramó el de en medio, “nadie va a salir de aquí con vida a menos que NOS ENTREGUÉIS A LA MUGGLE.”

El mago de la derecha bajó la varita del todo y miró al de la izquierda, que le devolvió la mirada y se encogió de hombros.

“¿Te enseñaron a hacerla en el colegio?”, preguntó el de la derecha.

“Claro que no”, contestó Veva ofendida.

“Has dicho que podemos hacer con ella lo que queramos”, dijo el de la izquierda, “¿por qué no nos la entregas?”

“Porque podéis hacer con ella lo que queráis”, repitió Veva, más seria esta vez, “pero el problema es que, bueno, no vamos a dejaron hacer con ella lo que queráis.”

“¿Qué dices, chica?”, intervino el de en medio, claramente confuso.

“Digo que podéis hacer con ella lo que queráis, simplemente tendréis que matarnos para que hagáis con ella lo que queráis”, respondió cansinamente.

“Entonces no podemos hacer con ella lo que queramos”, dijo el de en medio mirando a los otros dos, “¿no?”

El de la derecha sonreía ligeramente, parecía estar divirtiéndose. Había relajado su posición, tenía las dos manos detrás de la espalda y estaba apoyado solo en una pierna. El de la izquierda parecía saber también lo que estaba pasando, pero había elegido seguir en guardia.

“A ver, chiqui”, dijo Veva, “¿quién soy yo para impedir que realices los deseos más profundos de tu corazón? ¿Quieres matar a sangre fría a una muggle? ¡Adelante! Lo que pasa es que para poder hacer con ella lo que quieras, tendrás que matarnos.”

“Antonio, no ataques”, advirtió el de la izquierda al de en medio. El tal Antonio estaba empezando a ponerse rojo, y temblaba todo él.

“NO ME TOMES EL PELO, NIÑITA”, gritó.

“Vale”, dijo Veva alegremente.

“A ver”, empezó el de la derecha, “podemos llegar a un acuerdo. Habéis vencido a más de dos decenas de magilicías y a todos vuestros profesores, no queremos que gente talentosa como vosotras se eche a perder. Pero habéis matado a uno y habéis provocado la muerte de varios”, Lourdes miró de reojo a Iván y lo vio con la boca abierta y algo rojo, “tenéis dos opciones: entregaros y esperar lo mejor o pasaros la vida huyendo de la justicia. Y dejadme decir que no habéis acabado vuestros estudios y que estaríais llevando a una muggle de peso muerto.”

“¿Qué le pasaría a mi hermana si nos entregamos?”, preguntó Iván levantándose.

“Lo mejor que le puede pasar es que le borren la memoria”, respondió el de la derecha, “pero no puedo asegurar que sea lo que va a pasar.”

“Entonces no”, dijo Amatista.

“DEJAR DE SER TAN INMADUROS”, chilló Antonio. Cargó el brazo de la varita, pero un flash de luz les dejó momentáneamente ciegos. Cuando se aclaró la vista, Lourdes vio que Antonio estaba inconsciente y el de la derecha apuntaba hacia él con su varita.

“Disculpad, era su primer día”, dijo, “pero es verdad que no podemos dejaros salir de aquí a menos que os entreguéis.”

Cayó un silencio tenso entre ellas. Veva miró a su alrededor y encontró la mirada de Amatista, que asintió levemente con la cabeza. Los dos magos no debieron percibirlo porque los rayos que salieron de las varitas de Veva y Amatista simultáneamente los pillaron totalmente desapercibidos.

Cayeron inconscientes al suelo los dos magos y hubo un momento de silencio. Se miraron unas a otras y luego miraron a Amatista y Veva. Ambas saltaron los cuerpos inconscientes, se dieron la vuelta y gritaron al unísono, “¡Vamos, corred!”. Amatista tendió la mano a Lourdes y Veva a Iván. Ambas agarraron las manos y echaron todas a correr. Corrieron entre las camas y camillas como un río sorteando pequeñas rocas, Amatista guiando a Lourdes. Las Parcas se apartaban de su camino y Lourdes podría jurar haber visto a más de una sonreírles.

Salieron al polígono y la luz del sol saliente cegó momentáneamente a Lourdes, que se había acostumbrado a la luz de las Catacumbas y de la noche. Durante unos segundos, se quedaron quietas observando el amanecer. Amatista volvió a tirar a Lourdes de la mano y empezaron a correr por donde habían venido. No sabía lo que les iba a pasar ahora pero le daba igual. No quería volver a separarse de su hermano, ni de Amatista, y le daba igual si tenían que ser fugitivas el resto de sus vidas, siempre y cuando todas esas personas con las que corría a la luz del amanecer estuviesen con ella. Pero sobre todo Iván y Amatista. Corrieron y corrieron, y a Lourdes no le importó tener que estar corriendo el resto de su vida.




Si queréis que siga la serie (o sea, escriba una nueva temporada ((o sea, más y mejor porque ya sabré escribir un poco menos mal))) comentad o dadle a like/fav/compartir/retuit/lo que sea. Si no, me callaré para siempre. Gracias por leer.

lunes, 28 de marzo de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte IX

Por fin llegaron al lugar. Las Catacumbas estaban en un polígono aparentemente abandonado, con más de un edificio vacío y un par de solares que solo tenían edificios desnudos, solo erigidos en su esqueleto y adornado con algún plástico que colgaba de las vigas. Aun así, Lourdes vio que un par de edificios parecían estar simplemente cerrados por ser casi las cuatro de la mañana.

El esqueleto más lejano, que apenas se veía en la oscuridad y entre los demás edificios, era la entrada a las Catacumbas. Extremaron la precaución y empezaron a caminar más despacio y más en silencio, espaldas contra las paredes. Suponían que habría una o dos personas vigilando su llegada pero, cuando vieron las verjas del solar y la finca en su totalidad, vieron que no había dos personas sino unas cuantas más.

Inmediatamente dieron media vuelta y se escondieron en la esquina del edificio que habían rodeado para llegar. Durante unos segundos sólo intercambiaron miradas significativas, ninguna de ellas de miedo o terror sino preocupación y pensativas. Lourdes miró el edificio y vio que las ventanas estaban cerradas a conciencia y que el edificio no irradiaba vida, así que, en un susurro, propuso entrar en el edifico para hablar y planear con más tranquilidad.

Así hicieron. No necesitaron forzar la cerradura ni derribar la puerta porque no había, estaba claramente arrancada de las bisagras y sólo quedaban un par de trozos de madera alrededor de las mismas. Una vez dentro, se sentaron en círculo alrededor de una mesa a la que le faltaban dos patas y estaba llena de polvo.

“¿Qué hacemos?”, preguntó Deina en un susurro.

“Yo tengo un plan”, dijo Lourdes mirando alrededor, buscando las miradas del resto.

“Pues dínoslo porque no se me ocurre nada”, dijo Mario.

“A ver, ¿Cuántos son ahí fuera? ¿Diez?”, empezó Lourdes.

“Catorce”, dijo Amatista, “al menos fuera son catorce.”

“Vale, yo diría que ahora en vez de ir todas juntas hay que dividirse. Si vais cuatro a un edificio diferente, o un escondite diferente, podemos entrar Veva y yo mientras vosotras nos dais fuego de cobertura”, dijo Lourdes, en un tono casi militar.

“¿Fuego de cobertura?”, preguntó Sabrina confusa.

“Eh… atacáis para protegernos, básicamente,” respondió Lourdes.

“No me gusta”, dijo Mario, “vas a ser el blanco más buscado, Lourdes, y Veva sola no va a poder protegeros a las dos, debería ir alguien con vosotras.”

“Voy yo”, dijo casi al instante Amatista. Mario asintió.

“Vale, buen plan entonces”, dijo Mario, “yo me quedo aquí, subiré al tejado; Sabrina, tú ve con cuidado al edificio de al lado y sube al tejado también, y Deina, tú busca un buen escondite a la derecha de este edificio.”

Sabrina y Deina se levantaron y empezaron a moverse para salir, pero Lourdes se levantó rápidamente y dijo, “esperad”; ellas pararon y la miraron.

“Esperad a saber el resto del plan”, dijo Lourdes, ellas volvieron a sentarse y todas se quedaron mirando a Lourdes, expectantes, “. Una vez hayamos pasado no estaría bien que os quedaseis aquí, esperando a que lleguen los refuerzos, ¿no?”

Lourdes esperó a que alguien estuviese de acuerdo con ella o que dijese que no, pero nadie parecía tener una opinión al respecto. Simplemente la miraban fijamente, casi divirtiéndose.

“Querréis ver a Iván, ¿no?”, siguió Lourdes, cada vez más insegura, “así que en cuanto estemos dentro, vosotras elimináis al resto y entráis, ¿vale?”

“Vale, vale”, dijo Sabrina, que ahora la sonreía, “creía que era obvio.”

Se levantaron todas, Lourdes la última, y empezaron a ir a sus puestos. Mario subió al tejado y el resto salió del edificio. Nada más salir, se pararon todas, preparándose para separarse y luchar. 

“Atacad vosotras dos antes que Mario y a la vez para que empiecen a dispersarse antes de venir hacia nosotras”, dijo Veva. Ambas asintieron y partieron en diferentes direcciones. Veva, Amatista y Lourdes volvieron a la esquina desde la que vieron a todas las personas que vigilaban la entrada. Con las varitas preparadas, esperaron.

Un par de minutos estuvieron esperando en silencio hasta que, por fin, dos rayos de luz roja casi sincrónicos las deslumbraron. Oyeron hablar y gritar a los magilicías, y vieron cómo las luces de sus varitas empezaban a dispersarse, lanzando rayos de luz hacia donde creían que habían salido los rayos. Mario empezó a lanzar hechizos después de los primeros ataques de Deina y Sabrina. Nadie le había dicho esa parte del plan, pero Lourdes no dudó que Mario era mejor estratega de lo que parecía y lo había deducido. Del techo del edificio salían rayos hacia izquierda y derecha.

Sin encender ninguna sus varitas, luchaban desde la oscuridad ligeramente iluminada por las pocas y huérfanas farolas del polígono y las luces confusas de las varitas de los magilicías.

“Vamos”, susurró Veva, aunque lo le habría hecho falta porque el ruido de las voces de los magilicías habría camuflado su voz.

Veva cogió a Lourdes por la muñeca y tiró de ella. Lourdes miró atrás y vio que Amatista las seguía de cerca, mirando a los lados con los ojos entrecerrados para ver mejor en la oscuridad. Corrían casi de puntillas, intentando no hacer ruido. Atravesaron la calle grande que separaba el resto del polígono del edificio a medio construir sin ninguna oposición, pero vieron que había una luz constante en la apertura de la verja que no se movía, y la figura que la sujetaba estaba en guardia, mirando hacia el edificio en el que estaba Mario, que ahora tenía dirigiéndose hacia él a unos tres magilicías.

Intentando aplazar la revelación de su presencia, Veva y Amatista no atacaron hasta que la figura que guardaba la apertura de la verja empezó a mirar sospechosa hacia ellas. Un rayo de luz rojo surcó el aire por encima de los hombros de Veva y Lourdes, que provenía de Amatista, e impactó de lleno en el pecho de la figura que se dio de espaldas contra la verja y cayó inconsciente en el suelo. Deina, Sabrina y Mario intensificaron su fuego. Lourdes vio que un coche que había aparcado en mitad de la calle, que sin duda pertenecía a uno de esos magilicías, explotó y no tuvo duda alguna de que había sido cosa de Sabrina.

Llegaron a la apertura y Veva paró justo en el umbral. Se dieron la vuelta y vieron el panorama en su totalidad. Había tres luces con sus respectivas figuras cercando el escondite en el que debía estar Deina, un total de siete estaban atacando el edificio de Sabrina, aunque un par de esas figuras empezaron a lanzar rayos hacia ellas, y otras tres estaban en el edificio de Mario.

“No podemos dejarles así”, dijo Veva preocupada. Justo un rayo rojo pasó rozándole la cabeza.

“Lourdes, tírate en el suelo y no te muevas; Veva, tú ayuda a Mario y Deina, yo ayudo a Sabrina”, dijo Amatista resolutiva. Lourdes no quiso protestar porque era consciente de que era inútil en la batalla, pero no le gustaba la idea de tumbarse a la bartola mientras el resto peleaba. Se tumbó al tiempo que Amatista y Veva se alejaban.

Se tumbó bocabajo, con la cabeza orientada a la acción para ver bien qué pasaba. Primero vio cómo Amatista lanzó un rayo de luz de color naranja y violeta que usó a modo de látigo contra un total de tres magilicías, de los cuales sólo uno bloqueó el ataque a tiempo, pero esto lo distrajo y le impactó en la nuca el rayo rojo de Sabrina. Mario parecía defenderse a duras penas, porque vio que había dos boquetes en la pared de su edificio que llegaban al techo. Pero Veva debió llegar porque dos rayos rojos muy seguidos impactaron en dos de los magilicías que estaban de espaldas a ella. No le dio tiempo a ver qué pasaría con el magilicía que quedaba luchando con Mario porque una explosión donde debería estar Deina hizo que el tiempo se parase. Miró inmediatamente quién había hecho el hechizo, pero solo vio mucho humo y ninguna luz encendida.

Nadie luchaba de repente. Miraban la humareda con un par de fuegos encendidos en la maleza y vieron que una figura emergía. El magilicía que todavía luchaba contra Mario fue el primero en volver a la carga, lanzando un rayo verde hacia la figura que había emergido de entre la humareda. Falló por el ímpetu con el que había lanzado la maldición, pero el resplandor verde fue suficiente para que Deina cayese al suelo en un intento tardío de protección. Veva dejó inconsciente al magilicía que había lanzado el rayo verde y se dirigió a ayudar a Amatista y Sabrina, que ahora estaban en verdaderos apuros porque los cinco magilicías que quedaban habían empezado a lanzar rayos verdes por doquier.

La batalla de tres estudiantes de colegio contra cinco magilicías entrenados duró menos que lo que Lourdes tardó en decidir si ir a ayudar a Deina o no. Amatista y Sabrina estaban defendiéndose a base de esquivar y esconderse los rayos verdes cuando Veva llegó y lanzó un rayo rojo a uno de los magilicías que estaba acribillando a Sabrina, que estaba escondida detrás de una chimenea cada vez más descompuesta. Esto hizo que uno de los tres que estaba arrinconando a Amatista detrás del coche destrozado se diese la vuelta, lo que dio ventaja a Amatista que lanzó un rayo añil contra el magilicía más cercano a ella y lo partió por la mitad. Lourdes no pudo ahogar un grito. Un rayo verde y otro rojo salieron de las varitas del otro magilicía y de Amatista respectivamente y chocaron. En lugar de seguir conectados los rayos, inmediatamente el rayo verde se desvaneció y el rojo siguió su camino hasta que desarmó al magilicía. Amatista cogió la varita al vuelo y, girando sobre sí misma para evitar caer, lanzó el mismo hechizo hacia dos magilicías diferentes, el que seguía contra Sabrina y el que había empezado a atacar a Veva. Solo quedaba uno en pie, y desarmado, que había alzado los brazos.

Amatista estaba jadeando y apuntando con ambas varitas al magilicía. Veva estaba mirando a Amatista, aunque Lourdes no podía ver con qué cara, y Sabrina había desaparecido del tejado. Lourdes se acordó de Deina y miró hacia donde estaba y vio que Mario ya estaba con ella.

Sabrina salió del edificio y fue corriendo hacia el magilicía y le dio un puñetazo en la cara que lo tiró al suelo y lo dejó inconsciente. Lourdes se levantó. Todas fueron hacia ella y, sudorosas y cansadas, pasaron por delante de ella entrando al solar.

“Buen plan”, dijo Deina tocándose el brazo según pasaba. Veva pasó sin mirarla y Amatista, que pasó la última, la cogió y le hizo entrar. Lourdes no sabía qué había hecho mal o qué había pasado que fuese tan horrible como para que todas estuviesen enfadas con ella. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en eso, porque en cuanto bajaron a las Catacumbas, a través de una trampilla en el suelo, se olvidó de todo.

Las Catacumbas era lo más parecido al infierno que había visto en toda su vida. Era una gran cueva, con unos techos que debían llegar a los diez metros de altura, cuya roca era de color rojo cobrizo. Había muchas camillas y camas, llenas de personas agonizando o desangrándose. De vez en cuando veía a una persona que andaba como ellas, vestida con unos extraños ropajes blancos y negros, e iba atendiendo a los moribundos. También veía de vez en cuando a visitantes que lloraban sobre los cuerpos de sus seres amados o que les cogían la mano en silencio. Era un lugar deprimente y olía a podredumbre. No corría ni una pizca de viento y el aire estaba viciado.

“¿Qué es este lugar?”, preguntó Lourdes a Amatista.

“Las Catacumbas”, respondió lúgubremente, “donde enviamos a los enfermos sin remedio a que mueran en paz.”

“¿En paz?”

“Eso dicen sí, pero no creo que traigan aquí a los enfermos a que mueran, sino que mueren porque los traen aquí”, dijo Amatista.

“¿Qué he hecho mal para que no me hablen?”, preguntó Lourdes cambiando de tema después de que Amatista se quedase mirando fijamente a un hombre que lloraba desconsoladamente porque no tenía ni brazos ni piernas y no podía moverse.

“Nada”, dijo Amatista, “uno de los magilicías nos lanzó un encantamiento muy extraño, no sé cuál es, y creo que provoca que queramos matar a los muggles.”

“¿Cómo los sabes?”, preguntó Lourdes.

“Porque de repente quiero matarte”, respondió Amatista sin dar gravedad a las palabras, “pero la mayoría de estos encantamientos se basan en los deseos del subconsciente, y no creo que ningún subconsciente vaya a querer matarte, al menos hasta que salves a Iván.”

“Sabes mucho del encantamiento para no saber cuál es”, dijo Lourdes intentando sonreír.

“No, es solo especulación.”