Mentiría
si dijese que nunca pensé en acabar de una vez por todas con su sufrimiento. No
era el hecho de que nuestros padres acabasen de morir, ni de que su novio
estaba en coma, ni siquiera lloraba por el hámster que yacía en medio del
polvoriento camino que serpenteaba desde nuestra casa hacia el mundo
civilizado. Pero sufría y yo no podía hacer nada para evitarlo. Era un día gris
cuando volví.
HUMO Y MÚSICA III
Una lluvia liviana regaba la casa y
embarraba el jardín. Era un día agradable, un día de los que me gustaba. Yo
caminaba por el jardín sin más que la fina capucha de mi sudadera como parapeto
contra las gotas inocuas de la lluvia refrescante. Mi cigarro esquivaba
milagrosamente cada una de las gotas que lo apuntaba y seguía encendido contra
todo pronóstico.
Mi hermana yacía debajo del porche
y tan solo un brazo era visible para el ojo avispado. No lloraba, no sufría, no
sentía. No vivía. De sus labios no iba a salir ninguna nota más de música, ni
un leve quejido, ni una astuta artimaña. La piel húmeda y blanquecina de su
brazo se dejaba acariciar con suavidad por la lluvia plácida. Dentro, yo
adivinaba los contornos de su cuerpo que estaban desnudos, secos, suaves. Lo
miré fijamente durante lo que pareció un siglo y luego caminé hacia ella
mientras tiraba el cigarrillo a lontananza.
Saqué el cuerpo como pude y lo dejé
yacer en la hierba. La tenue brisa que bailaba la lluvia también mecía la
hierba y ésta acariciaba con su verdor el cuerpo mortalmente blanquecino de mi
hermana, que contrastaba con las caricias trasparentes del agua precipitada.
Varias rajas en su torso y abdomen interrumpían la suavidad enfermiza de su
cuerpo para violentar mi mirada con los tajos sucios y ennegrecidos de la causa
de su muerte. La sangre seca se humedecía paulatinamente y se diluía. Del
blanco al verde, el rojo serpenteaba por el curvilíneo cuerpo de mi hermana. Lo
miré y mis ojos se humedecieron con un líquido cálido y, adivinaba, más salado
que la lluvia que empezaba a arreciar.
Sus preciosos ojos marrones estaban
abiertos y vacíos.
Mis ojos derramaron su propia
lluvia al tiempo que caía de rodillas a su lado. Poco a poco empecé a
comprender qué había pasado. Mis ojos marrones estaban abiertos y resueltos a
vaciarse.
Arranqué hierbajos con las manos y
gemí a los cuatro vientos. Cuando me calmé, me tumbé a su lado y apoyé mi
cabeza en su hombro.
-No me llores, hermano.
Las lágrimas parecía que no paraban
de brotar.
-O llórame. Pero estoy mejor así.
No siento.
Mi voz no podía equipararse a la
suya, ni siquiera con falsete. Pero me reconfortaba extrañamente.
-Cántame algo, hermana. Cántame
nuestra canción.
Y entoné nuestra canción.
Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.
Vuela, oh alacrán, vuela
Pues eres mi vida, oh alacrán;
Que te arrope mi tela
En esta noche sin explorar.
Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.
Vuela, oh libélula, vuela
Pues escupes pasión de fuego, oh libélula;
Que mi alma vela
Por todos los miedos que surcan tu médula.
Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.
Navega, oh velero, navega
Pues naces de mis muelles, oh velero;
Que la Muerte venga
Y arrulle mi corazón entero.
Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.
Navega, oh timonel, navega
Pues guías mis esperanzas, oh timonel;
Que la Muerte pega
Y sus besos saben como la miel.
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