martes, 6 de enero de 2015

Humo y música III

Mentiría si dijese que nunca pensé en acabar de una vez por todas con su sufrimiento. No era el hecho de que nuestros padres acabasen de morir, ni de que su novio estaba en coma, ni siquiera lloraba por el hámster que yacía en medio del polvoriento camino que serpenteaba desde nuestra casa hacia el mundo civilizado. Pero sufría y yo no podía hacer nada para evitarlo. Era un día gris cuando volví.
HUMO Y MÚSICA III

Una lluvia liviana regaba la casa y embarraba el jardín. Era un día agradable, un día de los que me gustaba. Yo caminaba por el jardín sin más que la fina capucha de mi sudadera como parapeto contra las gotas inocuas de la lluvia refrescante. Mi cigarro esquivaba milagrosamente cada una de las gotas que lo apuntaba y seguía encendido contra todo pronóstico.

Mi hermana yacía debajo del porche y tan solo un brazo era visible para el ojo avispado. No lloraba, no sufría, no sentía. No vivía. De sus labios no iba a salir ninguna nota más de música, ni un leve quejido, ni una astuta artimaña. La piel húmeda y blanquecina de su brazo se dejaba acariciar con suavidad por la lluvia plácida. Dentro, yo adivinaba los contornos de su cuerpo que estaban desnudos, secos, suaves. Lo miré fijamente durante lo que pareció un siglo y luego caminé hacia ella mientras tiraba el cigarrillo a lontananza.

Saqué el cuerpo como pude y lo dejé yacer en la hierba. La tenue brisa que bailaba la lluvia también mecía la hierba y ésta acariciaba con su verdor el cuerpo mortalmente blanquecino de mi hermana, que contrastaba con las caricias trasparentes del agua precipitada. Varias rajas en su torso y abdomen interrumpían la suavidad enfermiza de su cuerpo para violentar mi mirada con los tajos sucios y ennegrecidos de la causa de su muerte. La sangre seca se humedecía paulatinamente y se diluía. Del blanco al verde, el rojo serpenteaba por el curvilíneo cuerpo de mi hermana. Lo miré y mis ojos se humedecieron con un líquido cálido y, adivinaba, más salado que la lluvia que empezaba a arreciar.

Sus preciosos ojos marrones estaban abiertos y vacíos.

Mis ojos derramaron su propia lluvia al tiempo que caía de rodillas a su lado. Poco a poco empecé a comprender qué había pasado. Mis ojos marrones estaban abiertos y resueltos a vaciarse.

Arranqué hierbajos con las manos y gemí a los cuatro vientos. Cuando me calmé, me tumbé a su lado y apoyé mi cabeza en su hombro.

-No me llores, hermano.

Las lágrimas parecía que no paraban de brotar.

-O llórame. Pero estoy mejor así. No siento.

Mi voz no podía equipararse a la suya, ni siquiera con falsete. Pero me reconfortaba extrañamente.

-Cántame algo, hermana. Cántame nuestra canción.

Y entoné nuestra canción.

Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.

Vuela, oh alacrán, vuela
Pues eres mi vida, oh alacrán;
Que te arrope mi tela
En esta noche sin explorar.

Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.

Vuela, oh libélula, vuela
Pues escupes pasión de fuego, oh libélula;
Que mi alma vela
Por todos los miedos que surcan tu médula.

Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.

Navega, oh velero, navega
Pues naces de mis muelles, oh velero;
Que la Muerte venga
Y arrulle mi corazón entero.

Vuela, oh ruiseñor, vuela
Pues te quiero, oh, ruiseñor;
Que ilumine esta vela
La noche que infunde tu temor.

Navega, oh timonel, navega
Pues guías mis esperanzas, oh timonel;
Que la Muerte pega
Y sus besos saben como la miel.

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