I
Masticó tranquilamente el cabello castaño claro mientras
miraba con desdén el putrefacto cadáver de la que en otros tiempos fue su hija.
Yacía sentada, con las piernas extendidas y la cabeza caída en el recoveco de
una habitación tenebrosa y oscura. La luz de la luna intentaba entrar a través
de los tablones de madera que estaban apiñados contra la ventana. La espalda
estaba reposada cuidadosamente contra las dos paredes del recoveco, y las manos
estaban con las palmas hacia arriba posadas artificialmente en los muslos del
cadáver. No había sangre. No había huellas, no había nada. A los pies de la
víctima estaban sus bragas.
Olisqueó las bragas mientras observaba el resto de la
habitación. Estaba prácticamente vacía y por suelo tenía unos tablones de madera
oscura podridos. Había un par que faltaban, pero en el hueco resultante no
había más que polvo, cucarachas y cierto olor a cieno. Sin embargo, reparó en un pequeño garabato de
la pared más lejana al cadáver, en el recoveco opuesto, en el lado del ring contrario.
Observó de cerca la pista más firme que tenía, mientras
intentaba identificar su significado. No era un garabato, sino una escultura
metálica, de hierro oxidado, con una forma abstracta y curvilínea. Esta
escultura pendía de un fino hilo que llegaba hasta el techo. Con cuidado y unas
pinzas, sujetó el objeto, cortó el hilo con su navaja y lo metió en la bolsa de
plástico de pruebas.
Volvió al lugar del cadáver. Se acuclilló junto al cuerpo
inerte de la joven de veinte años, de pelo castaño claro, ojos marrones
verdosos, nariz aguileña, cara perfecta y cuerpo completamente destrozado.
Acercó su cara a la del cadáver y olvidó por unos instantes que era su hija,
fijándose únicamente en indicios de quién pudiera haber sido el asesino.
Oyó un crujido en la madera. Se dio la vuelta y vio al joven
detective con el que estaba trabajando, el mejor de los que tenía a su
disposición. Se levantó y salió de la habitación.
-Toda tuya, tigre. No puedo pensar con claridad. Ciérrale
los ojos, ¿quieres?
Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Había sido una semana
dura, y el final de ese domingo no había sido bueno. Necesitaba un cigarro, o
algo más fuerte.
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