II
Encendió el pitillo con un mechero de plástico azul
transparente. Era el cuarto seguido que fumaba. No había sido capaz de volver a
su casa. Se encontraba en los baños de la comisaría, sentada en un váter. Sus
emociones luchaban contra la razón y el trabajo se mezclaba con el luto. Una
única lágrima de todas las agrupadas en sus ojos había salido victoriosa de la
lucha con los párpados y las pestañas y ahora se deslizaba por la comisura
izquierda de su boca. No se molestó en secársela.
Escuchó cómo alguien la llamaba desde fuera. Era Tomás. Él
la admiraba demasiado, y ella se estaba empezando a cansar, aunque al principio
disfrutó mucho. Se secó la lágrima, echó el cigarro al váter y tiró de la
cadena. Salió con normalidad.
-¿Qué tal está, señora?
-Bien, Tomás, bien.
-¿Está segura?
-Sí. Al 20%.
Recogió sus cosas de la mesa y se fue a los vestuarios para
cambiarse de ropa. Pensó en cómo la recibirían en casa. Pero sería mejor que no
pensase en esas cosas hasta que pasasen, no podía vender la piel del oso antes
de cazarlo. Tampoco era correcto cerrar el negocio antes de intentar cazar el
oso.
Conforme se cambiaba de ropa empezó a temblar más y más. Su
respiración empezó a entrecortarse y su corazón empezó a doler. Un dolor agudo,
azul y dañino; un dolor muy difícil de eliminar. Salió y vio a Tomás en la
mesa, trabajando.
-Es muy tarde, Tomás, vete a casa.
-Estoy bien.
-Es medianoche, vete a casa. Es una orden.
Cuando llegó a casa todas las luces estaban encendidas. Vio
las luces desde la calle y se preguntó quiénes estarían despiertos y quiénes
estarían haciéndose el dormido. Según entró por la puerta, un cuerpo se
abalanzó sobre ella y la abrazó. Su hombro derecho se humedeció de inmediato
por las lágrimas que Clara estaba supurando.
No pudo resistirse y la devolvió el abrazo con fuerza. Mucha
fuerza. Se abrazaban con tanta pasión lacrimógena y triste que parecía que
querían ser una, ser una y no volver a ser dos nunca más. Querían fundir ese
dolor marmóreo y perpetuo en uno solo, eliminar las barreras físicas del
espíritu y entonar un triste canto elegíaco en perfecta sincronización. Su hija
había muerto. La hija de Clara, a la que ella había llevado en su vientre,
estaba muerta. Era ahora, en casa, cuando se daba cuenta de la situación. Su yo
racional y profesional se había rendido y había desencadenado el torrente
emocional.
El tiempo no pasaba, y no quería que pasase. Su dolor era de
Clara; el dolor de Clara era suyo. Decidió resolver este caso. Decidió
vengarse. Decidió no parar hasta matar a quien mató a su hija. A la sangre de
su sangre, metafóricamente, a la sangre de la sangre a la que había entregado
su corazón tiempo atrás.
-Voy a resolverlo, Clara. Voy a encontrar a quien haya hecho
esto. Y va a pagar. Oh, sí, va a pagar.
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