lunes, 28 de marzo de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte IX

Por fin llegaron al lugar. Las Catacumbas estaban en un polígono aparentemente abandonado, con más de un edificio vacío y un par de solares que solo tenían edificios desnudos, solo erigidos en su esqueleto y adornado con algún plástico que colgaba de las vigas. Aun así, Lourdes vio que un par de edificios parecían estar simplemente cerrados por ser casi las cuatro de la mañana.

El esqueleto más lejano, que apenas se veía en la oscuridad y entre los demás edificios, era la entrada a las Catacumbas. Extremaron la precaución y empezaron a caminar más despacio y más en silencio, espaldas contra las paredes. Suponían que habría una o dos personas vigilando su llegada pero, cuando vieron las verjas del solar y la finca en su totalidad, vieron que no había dos personas sino unas cuantas más.

Inmediatamente dieron media vuelta y se escondieron en la esquina del edificio que habían rodeado para llegar. Durante unos segundos sólo intercambiaron miradas significativas, ninguna de ellas de miedo o terror sino preocupación y pensativas. Lourdes miró el edificio y vio que las ventanas estaban cerradas a conciencia y que el edificio no irradiaba vida, así que, en un susurro, propuso entrar en el edifico para hablar y planear con más tranquilidad.

Así hicieron. No necesitaron forzar la cerradura ni derribar la puerta porque no había, estaba claramente arrancada de las bisagras y sólo quedaban un par de trozos de madera alrededor de las mismas. Una vez dentro, se sentaron en círculo alrededor de una mesa a la que le faltaban dos patas y estaba llena de polvo.

“¿Qué hacemos?”, preguntó Deina en un susurro.

“Yo tengo un plan”, dijo Lourdes mirando alrededor, buscando las miradas del resto.

“Pues dínoslo porque no se me ocurre nada”, dijo Mario.

“A ver, ¿Cuántos son ahí fuera? ¿Diez?”, empezó Lourdes.

“Catorce”, dijo Amatista, “al menos fuera son catorce.”

“Vale, yo diría que ahora en vez de ir todas juntas hay que dividirse. Si vais cuatro a un edificio diferente, o un escondite diferente, podemos entrar Veva y yo mientras vosotras nos dais fuego de cobertura”, dijo Lourdes, en un tono casi militar.

“¿Fuego de cobertura?”, preguntó Sabrina confusa.

“Eh… atacáis para protegernos, básicamente,” respondió Lourdes.

“No me gusta”, dijo Mario, “vas a ser el blanco más buscado, Lourdes, y Veva sola no va a poder protegeros a las dos, debería ir alguien con vosotras.”

“Voy yo”, dijo casi al instante Amatista. Mario asintió.

“Vale, buen plan entonces”, dijo Mario, “yo me quedo aquí, subiré al tejado; Sabrina, tú ve con cuidado al edificio de al lado y sube al tejado también, y Deina, tú busca un buen escondite a la derecha de este edificio.”

Sabrina y Deina se levantaron y empezaron a moverse para salir, pero Lourdes se levantó rápidamente y dijo, “esperad”; ellas pararon y la miraron.

“Esperad a saber el resto del plan”, dijo Lourdes, ellas volvieron a sentarse y todas se quedaron mirando a Lourdes, expectantes, “. Una vez hayamos pasado no estaría bien que os quedaseis aquí, esperando a que lleguen los refuerzos, ¿no?”

Lourdes esperó a que alguien estuviese de acuerdo con ella o que dijese que no, pero nadie parecía tener una opinión al respecto. Simplemente la miraban fijamente, casi divirtiéndose.

“Querréis ver a Iván, ¿no?”, siguió Lourdes, cada vez más insegura, “así que en cuanto estemos dentro, vosotras elimináis al resto y entráis, ¿vale?”

“Vale, vale”, dijo Sabrina, que ahora la sonreía, “creía que era obvio.”

Se levantaron todas, Lourdes la última, y empezaron a ir a sus puestos. Mario subió al tejado y el resto salió del edificio. Nada más salir, se pararon todas, preparándose para separarse y luchar. 

“Atacad vosotras dos antes que Mario y a la vez para que empiecen a dispersarse antes de venir hacia nosotras”, dijo Veva. Ambas asintieron y partieron en diferentes direcciones. Veva, Amatista y Lourdes volvieron a la esquina desde la que vieron a todas las personas que vigilaban la entrada. Con las varitas preparadas, esperaron.

Un par de minutos estuvieron esperando en silencio hasta que, por fin, dos rayos de luz roja casi sincrónicos las deslumbraron. Oyeron hablar y gritar a los magilicías, y vieron cómo las luces de sus varitas empezaban a dispersarse, lanzando rayos de luz hacia donde creían que habían salido los rayos. Mario empezó a lanzar hechizos después de los primeros ataques de Deina y Sabrina. Nadie le había dicho esa parte del plan, pero Lourdes no dudó que Mario era mejor estratega de lo que parecía y lo había deducido. Del techo del edificio salían rayos hacia izquierda y derecha.

Sin encender ninguna sus varitas, luchaban desde la oscuridad ligeramente iluminada por las pocas y huérfanas farolas del polígono y las luces confusas de las varitas de los magilicías.

“Vamos”, susurró Veva, aunque lo le habría hecho falta porque el ruido de las voces de los magilicías habría camuflado su voz.

Veva cogió a Lourdes por la muñeca y tiró de ella. Lourdes miró atrás y vio que Amatista las seguía de cerca, mirando a los lados con los ojos entrecerrados para ver mejor en la oscuridad. Corrían casi de puntillas, intentando no hacer ruido. Atravesaron la calle grande que separaba el resto del polígono del edificio a medio construir sin ninguna oposición, pero vieron que había una luz constante en la apertura de la verja que no se movía, y la figura que la sujetaba estaba en guardia, mirando hacia el edificio en el que estaba Mario, que ahora tenía dirigiéndose hacia él a unos tres magilicías.

Intentando aplazar la revelación de su presencia, Veva y Amatista no atacaron hasta que la figura que guardaba la apertura de la verja empezó a mirar sospechosa hacia ellas. Un rayo de luz rojo surcó el aire por encima de los hombros de Veva y Lourdes, que provenía de Amatista, e impactó de lleno en el pecho de la figura que se dio de espaldas contra la verja y cayó inconsciente en el suelo. Deina, Sabrina y Mario intensificaron su fuego. Lourdes vio que un coche que había aparcado en mitad de la calle, que sin duda pertenecía a uno de esos magilicías, explotó y no tuvo duda alguna de que había sido cosa de Sabrina.

Llegaron a la apertura y Veva paró justo en el umbral. Se dieron la vuelta y vieron el panorama en su totalidad. Había tres luces con sus respectivas figuras cercando el escondite en el que debía estar Deina, un total de siete estaban atacando el edificio de Sabrina, aunque un par de esas figuras empezaron a lanzar rayos hacia ellas, y otras tres estaban en el edificio de Mario.

“No podemos dejarles así”, dijo Veva preocupada. Justo un rayo rojo pasó rozándole la cabeza.

“Lourdes, tírate en el suelo y no te muevas; Veva, tú ayuda a Mario y Deina, yo ayudo a Sabrina”, dijo Amatista resolutiva. Lourdes no quiso protestar porque era consciente de que era inútil en la batalla, pero no le gustaba la idea de tumbarse a la bartola mientras el resto peleaba. Se tumbó al tiempo que Amatista y Veva se alejaban.

Se tumbó bocabajo, con la cabeza orientada a la acción para ver bien qué pasaba. Primero vio cómo Amatista lanzó un rayo de luz de color naranja y violeta que usó a modo de látigo contra un total de tres magilicías, de los cuales sólo uno bloqueó el ataque a tiempo, pero esto lo distrajo y le impactó en la nuca el rayo rojo de Sabrina. Mario parecía defenderse a duras penas, porque vio que había dos boquetes en la pared de su edificio que llegaban al techo. Pero Veva debió llegar porque dos rayos rojos muy seguidos impactaron en dos de los magilicías que estaban de espaldas a ella. No le dio tiempo a ver qué pasaría con el magilicía que quedaba luchando con Mario porque una explosión donde debería estar Deina hizo que el tiempo se parase. Miró inmediatamente quién había hecho el hechizo, pero solo vio mucho humo y ninguna luz encendida.

Nadie luchaba de repente. Miraban la humareda con un par de fuegos encendidos en la maleza y vieron que una figura emergía. El magilicía que todavía luchaba contra Mario fue el primero en volver a la carga, lanzando un rayo verde hacia la figura que había emergido de entre la humareda. Falló por el ímpetu con el que había lanzado la maldición, pero el resplandor verde fue suficiente para que Deina cayese al suelo en un intento tardío de protección. Veva dejó inconsciente al magilicía que había lanzado el rayo verde y se dirigió a ayudar a Amatista y Sabrina, que ahora estaban en verdaderos apuros porque los cinco magilicías que quedaban habían empezado a lanzar rayos verdes por doquier.

La batalla de tres estudiantes de colegio contra cinco magilicías entrenados duró menos que lo que Lourdes tardó en decidir si ir a ayudar a Deina o no. Amatista y Sabrina estaban defendiéndose a base de esquivar y esconderse los rayos verdes cuando Veva llegó y lanzó un rayo rojo a uno de los magilicías que estaba acribillando a Sabrina, que estaba escondida detrás de una chimenea cada vez más descompuesta. Esto hizo que uno de los tres que estaba arrinconando a Amatista detrás del coche destrozado se diese la vuelta, lo que dio ventaja a Amatista que lanzó un rayo añil contra el magilicía más cercano a ella y lo partió por la mitad. Lourdes no pudo ahogar un grito. Un rayo verde y otro rojo salieron de las varitas del otro magilicía y de Amatista respectivamente y chocaron. En lugar de seguir conectados los rayos, inmediatamente el rayo verde se desvaneció y el rojo siguió su camino hasta que desarmó al magilicía. Amatista cogió la varita al vuelo y, girando sobre sí misma para evitar caer, lanzó el mismo hechizo hacia dos magilicías diferentes, el que seguía contra Sabrina y el que había empezado a atacar a Veva. Solo quedaba uno en pie, y desarmado, que había alzado los brazos.

Amatista estaba jadeando y apuntando con ambas varitas al magilicía. Veva estaba mirando a Amatista, aunque Lourdes no podía ver con qué cara, y Sabrina había desaparecido del tejado. Lourdes se acordó de Deina y miró hacia donde estaba y vio que Mario ya estaba con ella.

Sabrina salió del edificio y fue corriendo hacia el magilicía y le dio un puñetazo en la cara que lo tiró al suelo y lo dejó inconsciente. Lourdes se levantó. Todas fueron hacia ella y, sudorosas y cansadas, pasaron por delante de ella entrando al solar.

“Buen plan”, dijo Deina tocándose el brazo según pasaba. Veva pasó sin mirarla y Amatista, que pasó la última, la cogió y le hizo entrar. Lourdes no sabía qué había hecho mal o qué había pasado que fuese tan horrible como para que todas estuviesen enfadas con ella. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en eso, porque en cuanto bajaron a las Catacumbas, a través de una trampilla en el suelo, se olvidó de todo.

Las Catacumbas era lo más parecido al infierno que había visto en toda su vida. Era una gran cueva, con unos techos que debían llegar a los diez metros de altura, cuya roca era de color rojo cobrizo. Había muchas camillas y camas, llenas de personas agonizando o desangrándose. De vez en cuando veía a una persona que andaba como ellas, vestida con unos extraños ropajes blancos y negros, e iba atendiendo a los moribundos. También veía de vez en cuando a visitantes que lloraban sobre los cuerpos de sus seres amados o que les cogían la mano en silencio. Era un lugar deprimente y olía a podredumbre. No corría ni una pizca de viento y el aire estaba viciado.

“¿Qué es este lugar?”, preguntó Lourdes a Amatista.

“Las Catacumbas”, respondió lúgubremente, “donde enviamos a los enfermos sin remedio a que mueran en paz.”

“¿En paz?”

“Eso dicen sí, pero no creo que traigan aquí a los enfermos a que mueran, sino que mueren porque los traen aquí”, dijo Amatista.

“¿Qué he hecho mal para que no me hablen?”, preguntó Lourdes cambiando de tema después de que Amatista se quedase mirando fijamente a un hombre que lloraba desconsoladamente porque no tenía ni brazos ni piernas y no podía moverse.

“Nada”, dijo Amatista, “uno de los magilicías nos lanzó un encantamiento muy extraño, no sé cuál es, y creo que provoca que queramos matar a los muggles.”

“¿Cómo los sabes?”, preguntó Lourdes.

“Porque de repente quiero matarte”, respondió Amatista sin dar gravedad a las palabras, “pero la mayoría de estos encantamientos se basan en los deseos del subconsciente, y no creo que ningún subconsciente vaya a querer matarte, al menos hasta que salves a Iván.”

“Sabes mucho del encantamiento para no saber cuál es”, dijo Lourdes intentando sonreír.

“No, es solo especulación.”

lunes, 21 de marzo de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte VIII


Lourdes tenía varias llamadas perdidas y mensajes de whatsapp. Su padre había llamado diez veces (se había olvidado decirle que se iba de ‘vacaciones’), seis de Jorge (otro al que se le había olvidado decírselo) y dos de un número privado. En whatsapp, tenía 678 mensajes en 3 conversaciones diferentes: cinco mensajes de su padre, preguntando dónde estaba y qué había hecho con el coche y que qué se supone que iba a comer, diez mensajes de Jorge, diciendo que dónde estaba y que iba a tener que despedirla y diciéndola que estaba despedida y que fuese a recoger su finiquito, y 663 en el grupo que tenía con sus amigas y amigos del instituto. Ignoró los mensajes y las llamadas. Volvió a apagar el móvil.

“¿Hay un baño?”, preguntó a Amatista, que seguía mirando con curiosidad lo que seguramente para ella era un rectángulo extrañamente brillante, “tengo que lavarme las manos.”

“Sí, al final del todo”, contestó abstraída, mirando la mochila de Lourdes donde había guardado el móvil. Lourdes se dio cuenta y lo sacó.

“Disfrútalo”, dijo sonriendo mientras se lo tiraba al regazo, “simplemente no lo enciendas.”

“No sabría cómo”, se limitó a decir Amatista mirándolo de cerca.

Lourdes caminó casi cinco minutos hasta que llegó a la puerta que debía ser el baño. Era grande y con varios lavabos. Se limpió la sangre lo mejor que pudo mientras se miraba en el espejo. Estaba más despeinada de lo que había estado en su vida, con cuero y brillantitos en el pelo. Con cuidado se sacudió el pelo, porque suponía que lo brillante sería cristal, y se lo retocó como pudo. En un arrebato de dudas, se pellizco esperando que todo fuese un sueño. Aprovechó a echarse un agua en la cara.

Salió del baño y volvió a su sitio. Amatista había dejado el móvil en su asiento y lo guardó. Veva volvió a entrar y se sentó delante de ellas. Lourdes se inclinó hacia ella.

“¿Falta mucho?”, preguntó.

“No, no mucho, pero vamos a tener que caminar hasta Iván. Normalmente despega y aterriza desde la Casa de Campo, que tiene un descenso directo a las Catacumbas. Pero seguramente nos estén esperando allí, así que vamos a la entrada vieja.”

“¿Y dónde nos bajamos?”, preguntó Amatista.

“Barajas.”

“¿Podemos hacer eso?”, preguntó Lourdes.

“Legalmente no, pero no hay otra. La avioneta no se registra en los radiadores de los aeropuertos muggles y le acabamos de poner un Encantamiento Desilusionador”, dijo Veva.

"Radares", musitó Lourdes sin que la oyesen corregir a Veva.

“¿A toda la avioneta?”, preguntó Amatista, “¿quién lo ha hecho?”

“Yo”, dijo Veva.

“¿Cuántos años decías que tenías?”, dijo Amatista boquiabierta.

“No importa, el caso es que simplemente se oirá el motor y en un aeropuerto no es raro.”

“Empezando a bajar, cielos”, dijo Doña Dolores por el megáfono.

Y efectivamente, la avioneta empezó a descender. Lourdes agarró los apoyabrazos de su asiento y contuvo la respiración. Una mano le cogió la suya y vio que Amatista la sonreía. Entrelazaron los dedos y Lourdes respiró hondo.

No tardaron más de cinco minutos en aterrizar, pero esta vez no soltó la mano de Amatista, intentó prologarlo lo más que pudo. Cuando paró el motor, sin embargo, se levantaron y soltaron sus manos, sobre todo para que Lourdes pudiese coger su mochila y echársela al hombro.

Bajaron de la avioneta después de despedirse de Doña Dolores y darle las gracias. Lourdes bajó la última y Doña Dolores la retuvo un momento.

“Escucha, cielo”, dijo dulcemente, “muggle o no muggle, lo importante para mantenerse volando es no querer creer que te vas a caer, ¡que se os dé bien!”

La puerta se cerró sola detrás de ella y se reunió con el resto. La pista estaba vacía y empezaron a caminar hacia la verja más cercana. Era de madrugada y las luces del aeropuerto proyectaban sombras alargadas delante de ellas.

“Vuelvo a no poder hacer magia”, dijo Veva amargamente.

“Ni tú ni nadie”, dijo Amatista dándole un par de palmaditas en el hombro.

“Pero tú tienes diecisiete años, ¿no?”, dijo Lourdes.

“Sí, pero estoy rodeada de cuatro menores de edad y una muggle, si uso magia sabrán dónde estamos, te lo aseguro”, contestó Amatista.

Llegaron a la verja. Deina se arrodilló y entrelazó sus manos para impulsar a Veva, mientras Mario hacía lo mismo para su hermana Sabrina. Veva se quedó sentada en mitad de la verja mirando al resto y Sabrina saltó hacia el otro lado. Lourdes fue hacia Deina mientras Amatista iba a que le ayudase Mario. Sin embargo, al ver la cara de conflicto que puso Deina cuando la vio acercarse, decidió correr y saltar. Llegó hasta la mitad de la verja y se agarró como pudo con las manos. Veva le tendió su mano y la cogió, Veva tiró de ella y Lourdes aprovechó el tirón de Veva para impulsarse también con los pies. Tanto impulso hizo que no tocase la cima de la verja, sino que cayese directamente al otro lado.

Cayó de costado, sin haber reaccionado a tiempo porque esperaba haberse quedado encima de la verja, y durante unos segundos se le cortó la respiración, como si sus pulmones se hubiesen olvidado de cómo inspirar y expirar. Inmediatamente oyó a Veva aterrizar de pie a su lado y le volvió la respiración. Se levantó dolorosa, ayudada por Veva.

“¿Estás bien?”, preguntó Veva, “siento mucho haberte lanzado tan fuerte, no sabía que te ibas a impulsar.”

“No pasa nada”, contestó Lourdes, haciendo una mueca de dolor mientras se tocaba el costado, “culpa mía.”

El resto ya había pasado, así que Lourdes se obligó a recomponerse y empezó a andar mientras las demás la miraban quietas. Lourdes se dio cuenta de que no sabía a dónde tenía que ir, así que dio media vuelta y las miró.

“¿Por dónde?”, preguntó, camuflando el dolor que todavía tenía.

Veva señaló hacia un lado mientras la miraba preocupada. Su orgullo había sido estúpido, eso lo sabía, pero no quería incomodar a Deina aún más. Claramente Deina había bebido de la cultura odia-muggles y no había luchado contra ella como el resto, y que una muggle tuviese una varita cuando ella había perdido la suya no debió ayudar. Estúpida, se dijo a sí misma Lourdes mientras caminaba entre los pequeños matorrales.

La luz del aeropuerto se fue perdiendo hasta que solo quedó una lejana luz en el horizonte y la reemplazó la luz de las farolas de la carretera. De vez en cuando oían pasar un coche, acompañado de la luz de sus faros, y con menos frecuencia oían aviones llegar o irse. Al cabo de un minuto, Mario y Veva la habían adelantado y lideraban la marcha, discutiendo el mejor camino para llegar a las Catacumbas. Amatista iba a su lado, con las manos en los bolsillos de la túnica y dando pataditas a cosas que se encontraba en el suelo. Deina y Sabrina cerraban la marcha, ligeramente atrasadas, comentando la varita que le había dado Lourdes. De vez en cuando, Lourdes oía alguna frase suelta de lo que hablaban, porque estaban muy cerca, pero intentaba hacer oídos sordos para no oír algo que confirmase sus sospechas. Sus sospechas eran, por supuesto, que Deina la odiaba.

Miró su reloj y vio que eran las dos de la madrugada y pensó en que esa misma mañana se había despertado en una posada de Cantabria y había robado una varita. Qué largo había sido el día. También se dio cuenta, al remangarse para ver el reloj, que todavía llevaba la túnica que se había puesto para entrar al colegio. Miró al resto y todas llevaban túnicas, lógicamente, y la imagen de seis adolescentes caminando en medio de Madrid vistiendo túnicas se cruzó en su mente. Podría colar que eran seis matadas cosplayeando Harry Potter, pero era una cosplay muy atrevido porque las túnicas no eran negras como las que llevaban en Hogwarts, sino rojas y amarillas, como la bandera de España, y no creía que fuesen a pasar desapercibidas.

“Estaría bien llegar a la ciudad de noche”, dijo bien alto, para que todas oyesen.

Mario giró su cabeza confuso y Veva dio la vuelta completamente, mirándola y caminando hacia atrás.

“Vamos en túnicas”, dijo con obviedad, “ningún muggle lleva túnicas.”

“Mierda, se me había olvidado”, dijo Veva volviendo a mirar al frente, “pues rápido.”

Aceleraron y a los veinte minutos habían entrado en los suburbios madrileños. Dieron un par de vueltas a las mismas tres manzanas, Mario y Veva discutiendo en susurros, y cada vez que pasaba un coche, todas se achandaban y lo miraban fijamente. Al final, se quedaron quietas en una rotonda.

“Esto sería mucho más fácil si pudiese usar un hechizo para orientarnos”, dijo Mario.

“Espera”, dijo Lourdes mientras abría la mochila y sacaba el móvil, “tengo un mapa.”

Amatista, Sabrina, Deina, Veva y Mario la rodearon mientras encendía el móvil. Conectó los datos de internet y se metió en Google Maps, activó la ubicación del móvil, que normalmente tenía desactivada, y apareció la flecha que indicaba dónde estaban.

“Estamos aquí”, dijo Lourdes señalando la flecha, “si me decís en qué calle está la entrada, sabremos por dónde ir.”

Estaban perplejas. A penas parpadeaban, mirando fijamente la pantalla del móvil o la cara de Lourdes.

“¿Y bien?”, insistió Lourdes, escondiendo el móvil detrás de la espalda. Mario sacudió la cabeza y asintió. Le dijo la calle (que censuraré para evitar curiosos que intenten encontrar las Catacumbas) y ella la apuntó. Especificó que querían ir andando y calculó la distancia y el recorrido.

“Vale”, dijo Lourdes, “está a hora y media andando.”

Todas soltaron sonidos de impaciencia y casi dolor, aunque la expresión de sus caras seguía siendo de perplejidad y sus ojos no se apartaban de la brillante y colorida pantalla.

Volvieron a caminar, con Lourdes a la cabeza. Esta vez estaban apelotonadas alrededor de Lourdes, Veva y Amatista cada una a un lado de ella y Mario, Deina y Sabrina inmediatamente detrás. Lourdes se sentía líder de un pequeño equipo de rescate, o la integrante de un grupo de música adolescente con demasiados miembros.

“Tienes que enseñarme a usar uno de estos cachivaches, Lourdes”, dijo Amatista todavía mirando el móvil, que se balanceaba con la mano según andaba Lourdes, “son muy útiles si no puedes usar magia.”

“Y puedes mandar y recibir mensajes mucho más rápido que por lechuza, te lo aseguro”, dijo Lourdes.

“Yo creo que es un objeto maligno”, dijo Deina, aún flipando pero ya de vuelta a su desconfianza habitual.

“Muchos muggles piensan lo mismo”, dijo Lourdes sonriendo.

“Los muggles sois muy imaginativos, y os defendéis muy bien en el mundo para no saber usar la magia”, afirmó Mario con una pizca de condescendencia en su voz.

“Tengo que haceros una pregunta”, dijo Lourdes después de un pequeño silencio, “¿qué ha hecho mi hermano para merecer que cinco de sus amigos se jueguen el cuello para salvarle?”

“Yo no soy su amiga, me he apuntado para escapar del castigo”, dijo Amatista.

“Bueno, cuatro”, rectificó Lourdes.

Un silencio siguió. Lourdes miró hacia atrás para ver las caras de las amigas de su hermano. Deina parecía dolorosamente pensativa, como si no supiese una buena razón para estar salvándolo. Mario también pensaba, claramente buscando una razón lógica como motivo por el que merecía la pena el sacrificio. Sabrina, sin embargo, sonreía a Lourdes.

“Es el mejor amigo de mi hermano”, dijo Sabrina, “es suficiente para mí.”

“Sí”, dijo Mario, que concluyó que la racionalidad estaba fuera de la ecuación, “es mi mejor amigo.”

Lourdes se volvió hacia Veva y vio que había lágrimas en sus ojos. No sabía si consolarla o cómo, hizo un ademán de ir a pasarle el brazo por el hombro pero rectificó. Oyó a Deina decir, “¡Claro, joder, porque está en mi equipo de Quidditch, se me había olvidado!”. Finalmente decidió acariciarle el pelo a Veva, algo que quería hacer desde que vio el rojo del mismo, ayer en el supermercado, y Veva sorbió. Lourdes sacó un paquete de pañuelos de la mochila y le dio uno. Veva se secó las lágrimas y se sonó los mocos.

“Gracias”, dijo Veva, “le salvo porque le debo una, me salvó hace dos años de un hipogrifo en celo.”

No la razón que esperaba de ti, pensó Lourdes, pero no lo dijo en alto. Después de estas palabras siguieron caminando en silencio, habiendo entrado cada cual en una crisis por la pregunta de Lourdes, ya que claramente no se lo habían pensado dos veces en cuando vieron que cabía la posibilidad de que su amigo no muriese. Lourdes se arrepintió de preguntar, porque debería haber sabido que no había nada de racional en que adolescentes intentasen salvar la vida a un amigo que no tenía por qué ser excepcional.

sábado, 19 de marzo de 2016

Poema deprimente nº 32.

Completamente vacío,
no hay nada
ni una brisa, ni un eco.
Es el caudal de un río,
estéril, ausente, seco
y no hay nada.
No hay nada,
ni claro ni oscuro,
solamente vacío.

Me alimento de figmentos,
de trozos de otras vidas,
imágenes que no he sentido.
Veo películas sin cesar,
en busca de una historia
que sí haya vivido.

Y cuando hay algo:
es amargo,
áspero, ácido,
corrosivo.
Una lágrima que arde,
un puchero patético,
una alegría en balde.

Un pensamiento
que separa la soledad,
del aislamiento;
la mentira,
del conocimiento.

Y así camino.
En vano.
Con rumbo,
pero sin amigos.
Con amigos,
pero sin familia.
Con familia,
pero sin mí.
Nunca conmigo.
Hueco.

Vacío.

lunes, 14 de marzo de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte VII

Parte VII.

Lourdes no fue consciente de que había agarrado la mano de Amatista hasta que  la soltó, y sintió cómo la cara se le ponía roja. Carraspeó y se recolocó en su asiento incómoda, y miró a todas partes menos a Amatista.

Mario le había puesto un trapo mojado en la cabeza a la chica, pero ella lo había tirado disimuladamente al suelo. Mario y Deina hablaban y Veva seguía mirando por la ventana. Lourdes se levantó y fue a sentarse junto a la chica.

“Hola”, dijo mientras se sentaba, “gracias por…”

“No pasa nada”, le interrumpió la chica sonriendo, “Iván es un buen amigo.”

“Me llamo Lourdes”, dijo tendiendo la mano.

“Sabrina”, contestó la chica mientras le estrechaba la mano.

“¿Te llamas Sabrina?”, dijo Lourdes intentando reprimir la sonrisa divertida que se le había dibujado en la cara, “¿y eres una bruja adolescente?”

“Sí, ¿por?”, preguntó Sabrina confusa.

“Nada, nada… cosas muggles”, dijo Lourdes, “¿de qué conoces a mi hermano?”

“Es el mejor amigo de mi hermano”, respondió señalando a Mario por encima de su hombro, “voy un curso por detrás.”

“¿Y estás mejor del golpe o lo que haya sido?”, preguntó Lourdes.

“Sí, sí.”

“¡Estimadas pasajeras, no me complace informaros de que hay cerca de diez magilicías acercándose hacia la avioneta!”, dijo Doña Dolores por la megafonía.

Amatista, Veva y Mario saltaron como resortes, sacando sus varitas al instante. Deina y Sabrina, las únicas que no estaban al lado de una ventana, también sacaron sus varitas, pero tardaron unos segundos más y tuvieron que correr hacia las ventanas libres. Lourdes, que se había levantado sin saber qué hacer, estaba en medio del pasillo.

“¡No os rindáis sin luchar, cielos!”, dijo Doña Dolores por megafonía.

“Vamos a necesitar ojos en la cabina”, dijo Mario mientras se recolocaba las gafas después de que al abrir la ventana el viento las hubiese descolocado.

“Voy yo”, dijo Deina alejándose de su ventana.

“No, tú puedes hacer magia”, dijo Lourdes, “ya voy yo.”

Lourdes no esperó a que respondiese nadie, cogió su mochila y salió por la puerta. En la cabina había más ectoplasma que al entrar, pero Lourdes saltó el charquito que había en el suelo y se sentó en el asiento del copiloto.

“¡Muggle!, ¿qué haces aquí delante?”, preguntó Doña Dolores mientras apartaba la vista del frente para mirarla.

“Mario necesitaba ojos aquí”, dijo Lourdes mientras se abrochaba el cinturón, “y tú tienes suficiente con pilotar la avioneta.”

“¡Qué cielo eres!”, dijo Dolores. A Lourdes le sorprendió que la fantasma fuese capaz de agarrar los mandos de la avioneta, pero claro, pensó en que quién era ella para cuestionar las reglas de la vida fantasmal. Así que se limitó a coger el micrófono y miró a su frente.

Vio que había diez figuras en escobas que se acercaban desde el frente de la avioneta. Volaban a mucha velocidad, varitas encendidas y en alto, y en línea recta hacia ellas. Cuando estaban lo suficientemente cerca como para distinguir de las figuras algo más que las luces de las varitas, Lourdes vio que estaban encapuchadas. Las tres de la izquierda y las tres de la derecha viraron ligeramente y aceleraron hacia los lados de la avioneta, mientras que cuatro de las figuras seguían volando hacia el frente.

“¡Os van tres por cada lado!”, gritó Lourdes por el micrófono. Inmediatamente se tuvo que agachar porque vio cómo las cuatro figuras que quedaban en frente lanzaban rayos azules hacia la avioneta. No vio lo que hicieron los rayos, pero oyó que el cristal de la cabina se rompía y le cayeron unos cuantos trozos encima.

Echó un vistazo y vio que se estaban acercando de nuevo las figuras y, de reojo, vio destellos de luz tanto a la derecha como a la izquierda de ella, asumiendo que la batalla detrás había empezado. El viento hacía que el pelo le tapase la cara. Volvió a agacharse inmediatamente y abrió su mochila. Buscó los cuchillos entre la ropa, pero le temblaban las manos de nervios y frío. Consiguió coger un cuchillo por el mango y lo sacó.

“No sé de qué te va a servir, cielo”, le dijo Doña Dolores mientras la miraba de reojo, “di a los de atrás que se agarren bien que voy a hacer maniobras.”

Lourdes repitió las órdenes y se agarró ella misma al panel de control, todavía agarrando el cuchillo. Sujetó con las piernas la mochila y cerró los ojos. Sintió las maniobras de la avioneta, subiendo y bajando y poniéndose boca abajo durante un par de segundos.

“Ya está, creo que nos hemos desecho de unos pocos”, dijo Doña Dolores con dulzura. Lourdes lo repitió por el micrófono pero en seguida los hechizos de los magilicías empezaron a impactar en la avioneta, haciéndola retumbar.

Una figura encapuchada apareció enfrente de Doña Dolores y Lourdes. La cara, visible a la luz de su propia varita, era la de un hombre serio y concentrado. Alzó la varita hacia Lourdes y un chorro de luz roja empezó a emanar de ella a gran velocidad. Lourdes, con reflejos casi felinos, alzó el cuchillo de su mano e, inexplicablemente para ella, el hechizo no le dio. Rebotó en la superficie del filo del cuchillo y se perdió entre las nubes. El hombre, claramente sorprendido, tardó unos segundos en reaccionar, lo que dio una ligera ventaja a Lourdes, que le lanzó el cuchillo con todas sus fuerzas y se agachó a su mochila, buscando el otro.

Lo encontró rápidamente, a la vez que un hechizo impactaba en el respaldo de su asiento y le echaba un poco de cuero y relleno por la espalda y el pelo, y lo lanzó también hacia el hombre. Se agachó de nuevo sin tener tiempo para ver si había acertado y esperó muy quieta hasta que otro hechizo impactó en el asiento. Empezó a buscar un objeto arrojadizo en la mochila y encontró la varita.

Durante una fracción de segundo pareció como si el tiempo se hubiese parado, y un torrente de imágenes arrasó en su cabeza, imágenes de muchos resultados posibles según la decisión que tomase y las consecuencias que la siguiesen. ¿Intentaba usarla? ¿Se la tiraba al hombre pudiendo darle dos armas? No tuvo que pensarlo dos veces y agarró bien fuerte la varita. Se alzó y apuntó al hombre.

“¡CONFRINGO!”, bramó Lourdes. El hombre se sorprendió, pero reaccionó como si fuese una bruja quien hubiese bramado el hechizo. La sorpresa hizo que su reacción no fuese muy mañosa, y cayó de su escoba. Pero de la punta de la varita no surgió más que un poco de humo y un sonido de motor roto.

Doña Dolores rugió riendo, “¡qué maravilla, muggle!”, Doña Dolores la miraba con una sonrisa triunfal, “¡chica, has derribado a un mago! ¡Sin magia!”

Pero Lourdes, aunque satisfecha con que la escabechina hubiese sido útil, no pudo evitar pensar que la varita no le había hecho caso y que no era una bruja. Pero no era momento para lamentarse. Cogió el micrófono y habló, “me he deshecho de uno aquí, ¿necesitáis algo? No hay nadie más aquí delante.”

Durante unos segundos no pasó nada. La batalla detrás seguía, había flashes de luz y temblores en la avioneta, pero había silencio en la cabina roto por el silbar del viento contra los cristales rotos. 

Entonces oyó un grito y la puerta se abrió. Deina apareció, horrorizada.

“Veva dice que tienes una varita de sobra”, dijo sin aliento.

Lourdes, sin mediar palabra, le lanzó la varita con suavidad. Deina la cogió al vuelo y la miró durante un segundo, “gracias, me has salvado la vida”, y volvió a meterse en la batalla.

“¿Por dónde vamos?”, preguntó Lourdes.

“Sobrevolando Castilla y León, creo”, respondió Doña Dolores, según decía esto, la avioneta salió de las nubes y surcaron el cielo despejado, “sí, Castilla y León.”

“Estamos sobrevolando Castilla y León”, dijo al micrófono Lourdes, “¿cuántos quedan?”

Nadie contestó, pero los flashes de luz que antes provenían de ambos lados de la avioneta ahora solo venían desde la derecha y la avioneta se ladeaba a la izquierda cada vez que un hechizo impactaba, así que sumió que todos los que quedaban debían estar a la derecha. Después de unos minutos sin poder hacer nada, se sintió más inútil de lo que ya se sentía sin poder usar magia y decidió desabrocharse y salir de la cabina.

En el pasillo vio que Amatista, Mario y Deina luchaban desde las ventanas contra dos encapuchados, creyó contar Lourdes, y Sabrina atendía a Veva, que parecía estar inconsciente. Lourdes corrió hacia ellas.

“¿Qué le ha pasado?”, preguntó a Sabrina.

“Nada grave”, dijo Sabrina rápidamente, “un Expelliarmus mal apuntado le dio y rompió con la cabeza la ventana abierta, tiene un cristal clavado pero no creo que la herida sea profunda.”

“Ve a ayudar, me quedo con ella”, le dijo mientras ponía sus manos bajo las de Sabrina para que pudiese soltar la cabeza sin que cayese contra el suelo y se clavase más el cristal.

“No me he atrevido a sacarlo por las turbulencias”, dijo Sabrina avergonzada mientras liberaba sus manos.

“No pasa nada, ahora lo intento yo.”

Sabrina asintió y se fue a la ventana de Mario a ayudarlo. Lourdes giró un poco la cabeza de Veva y, con toda la calma que pudo, soltó su mano derecha de la cabeza, dejando la izquierda sujetándola, y la llevó hacia el cristal. Le temblaba un poco, pero expiró todo lo que pudo y agarró el cristal. A penas tiró de él, ya había salido y empezó a salir un hilo de sangré de la herida. La tapó con su mano izquierda al tiempo que tiraba el cristal al suelo. Acarició un poco la cara inconsciente de Veva y apretó la herida para parar la sangre.

Miró hacia las combatientes. Amatista no parecía estar sufriendo mucho, moviéndose con agilidad cada vez que tenía que evitar un hechizo (o creía que tenía que hacerlo), pero Deina parecía estar esforzándose por encima de sus posibilidades, sudando mucho, pero luchando con firmeza. Mario y Sabrina estaban holgadísimos, Mario era el encargado de tener el escucho activo mientras que Sabrina lanzaba hechizos. A los cinco minutos, las turbulencias pararon y estallaron de alegría.

Todas se pusieron alrededor de Veva y Lourdes. Sabrina volvía a estar preocupada, pero el resto estaba relajado. Mario se agachó y miró la herida. Sonrió y con un murmuro suyo se cerró la herida y no quedó nada más que una pequeña costra, al tiempo que el resto de pequeñas heridas desaparecían del todo. También la reanimó y todas respiraron aliviadas, ella la primera.

Sabrina se relajó y se sentó a descansar. Deina directamente se tumbó en el suelo bocabajo. Amatista se acercó a Lourdes, que había dejado a Veva recuperarse en otro asiento, y le señaló a Deina.

“Se le cayó su varita”, dijo, “bueno, la dieron y en vez de caer sin sentido simplemente soltó la varita. Alucinante lo que aguanta esta chica.”

“Me alegro de haberme quedado esa varita, entonces”, dijo Lourdes, “me sentía mal por darle la razón a Umbridge.”

Se sentaron en los asientos en los que estaban antes. Amatista cerró todas las ventanas con un movimiento de su varita.

“¿Dijiste que te deshiciste de uno?”, preguntó Amatista.

“Sí”, respondió Lourdes.

“¿Cómo?”, preguntó Amatista levantando las cejas.

“Intenté usar la varita”, dijo Lourdes viendo que Amatista se quedaba con la boca abierta, “y el hombre se cayó de la escoba. Pero el hechizo que intenté no funcionó, sólo salió un poco de humo de la punta de la varita.”

“Guau”, dijo Amatista después de unos segundos en silencio, “¿conseguiste que saliese humo de la varita siendo muggle?”

Lourdes asintió, dándose cuenta de que tenía las manos ensangrentadas.

“Estamos entrando en Madrid, cielos”, dijo por el megáfono Doña Dolores, “pero no os voy a dejar en el punto habitual, seguramente os estén esperando allí.”

Veva se levantó y se dirigió hacia la puerta, “voy a decirle dónde nos puede dejar.”

De repente, Lourdes se acordó de que su coche, o del coche de su padre más bien, estaba en Cantabria. Esto le hizo acordarse de su padre, y sacó su móvil de la mochila. Lo había apagado para entrar a trabajar el otro día y no lo había encendido desde entonces. Lo encendió y sonó la musiquita de inicio.

Amatista se quedó mirando el móvil extrañada y el resto habían girado sus cabezas hacia ella, “¿qué es eso?”, preguntó Amatista.

“Mi móvil”, respondió Lourdes con obviedad, olvidándose de que era brujas, “una cosa que utilizamos los muggles para hablar y enviarnos mensajes”, aclaró inmediatamente, al ver las caras de póker que tenían. Y jugar y usar internet y hacer fotos, pensó para sí misma, decidiendo que esa información la dejaría para otro momento.