Por fin llegaron al lugar. Las Catacumbas estaban en un
polígono aparentemente abandonado, con más de un edificio vacío y un par de
solares que solo tenían edificios desnudos, solo erigidos en su esqueleto y
adornado con algún plástico que colgaba de las vigas. Aun así, Lourdes vio que
un par de edificios parecían estar simplemente cerrados por ser casi las cuatro
de la mañana.
El esqueleto más lejano, que apenas se veía en la oscuridad
y entre los demás edificios, era la entrada a las Catacumbas. Extremaron la
precaución y empezaron a caminar más despacio y más en silencio, espaldas
contra las paredes. Suponían que habría una o dos personas vigilando su llegada
pero, cuando vieron las verjas del solar y la finca en su totalidad, vieron que
no había dos personas sino unas cuantas más.
Inmediatamente dieron media vuelta y se escondieron en la
esquina del edificio que habían rodeado para llegar. Durante unos segundos sólo
intercambiaron miradas significativas, ninguna de ellas de miedo o terror sino
preocupación y pensativas. Lourdes miró el edificio y vio que las ventanas
estaban cerradas a conciencia y que el edificio no irradiaba vida, así que, en
un susurro, propuso entrar en el edifico para hablar y planear con más
tranquilidad.
Así hicieron. No necesitaron forzar la cerradura ni derribar
la puerta porque no había, estaba claramente arrancada de las bisagras y sólo
quedaban un par de trozos de madera alrededor de las mismas. Una vez dentro, se
sentaron en círculo alrededor de una mesa a la que le faltaban dos patas y
estaba llena de polvo.
“¿Qué hacemos?”, preguntó Deina en un susurro.
“Yo tengo un plan”, dijo Lourdes mirando alrededor, buscando
las miradas del resto.
“Pues dínoslo porque no se me ocurre nada”, dijo Mario.
“A ver, ¿Cuántos son ahí fuera? ¿Diez?”, empezó Lourdes.
“Catorce”, dijo Amatista, “al menos fuera son catorce.”
“Vale, yo diría que ahora en vez de ir todas juntas hay que
dividirse. Si vais cuatro a un edificio diferente, o un escondite diferente,
podemos entrar Veva y yo mientras vosotras nos dais fuego de cobertura”, dijo
Lourdes, en un tono casi militar.
“¿Fuego de cobertura?”, preguntó Sabrina confusa.
“Eh… atacáis para protegernos, básicamente,” respondió
Lourdes.
“No me gusta”, dijo Mario, “vas a ser el blanco más buscado,
Lourdes, y Veva sola no va a poder protegeros a las dos, debería ir alguien con
vosotras.”
“Voy yo”, dijo casi al instante Amatista. Mario asintió.
“Vale, buen plan entonces”, dijo Mario, “yo me quedo aquí,
subiré al tejado; Sabrina, tú ve con cuidado al edificio de al lado y sube al
tejado también, y Deina, tú busca un buen escondite a la derecha de este
edificio.”
Sabrina y Deina se levantaron y empezaron a moverse para
salir, pero Lourdes se levantó rápidamente y dijo, “esperad”; ellas pararon y
la miraron.
“Esperad a saber el resto del plan”, dijo Lourdes, ellas
volvieron a sentarse y todas se quedaron mirando a Lourdes, expectantes, “. Una
vez hayamos pasado no estaría bien que os quedaseis aquí, esperando a que
lleguen los refuerzos, ¿no?”
Lourdes esperó a que alguien estuviese de acuerdo con ella o
que dijese que no, pero nadie parecía tener una opinión al respecto.
Simplemente la miraban fijamente, casi divirtiéndose.
“Querréis ver a Iván, ¿no?”, siguió Lourdes, cada vez más
insegura, “así que en cuanto estemos dentro, vosotras elimináis al resto y
entráis, ¿vale?”
“Vale, vale”, dijo Sabrina, que ahora la sonreía, “creía que
era obvio.”
Se levantaron todas, Lourdes la última, y empezaron a ir a
sus puestos. Mario subió al tejado y el resto salió del edificio. Nada más
salir, se pararon todas, preparándose para separarse y luchar.
“Atacad vosotras
dos antes que Mario y a la vez para que empiecen a dispersarse antes de venir
hacia nosotras”, dijo Veva. Ambas asintieron y partieron en diferentes
direcciones. Veva, Amatista y Lourdes volvieron a la esquina desde la que
vieron a todas las personas que vigilaban la entrada. Con las varitas
preparadas, esperaron.
Un par de minutos estuvieron esperando en silencio hasta
que, por fin, dos rayos de luz roja casi sincrónicos las deslumbraron. Oyeron
hablar y gritar a los magilicías, y vieron cómo las luces de sus varitas
empezaban a dispersarse, lanzando rayos de luz hacia donde creían que habían
salido los rayos. Mario empezó a lanzar hechizos después de los primeros
ataques de Deina y Sabrina. Nadie le había dicho esa parte del plan, pero
Lourdes no dudó que Mario era mejor estratega de lo que parecía y lo había
deducido. Del techo del edificio salían rayos hacia izquierda y derecha.
Sin encender ninguna sus varitas, luchaban desde la
oscuridad ligeramente iluminada por las pocas y huérfanas farolas del polígono
y las luces confusas de las varitas de los magilicías.
“Vamos”, susurró Veva, aunque lo le habría hecho falta
porque el ruido de las voces de los magilicías habría camuflado su voz.
Veva cogió a Lourdes por la muñeca y tiró de ella. Lourdes
miró atrás y vio que Amatista las seguía de cerca, mirando a los lados con los
ojos entrecerrados para ver mejor en la oscuridad. Corrían casi de puntillas,
intentando no hacer ruido. Atravesaron la calle grande que separaba el resto
del polígono del edificio a medio construir sin ninguna oposición, pero vieron
que había una luz constante en la apertura de la verja que no se movía, y la
figura que la sujetaba estaba en guardia, mirando hacia el edificio en el que
estaba Mario, que ahora tenía dirigiéndose hacia él a unos tres magilicías.
Intentando aplazar la revelación de su presencia, Veva y
Amatista no atacaron hasta que la figura que guardaba la apertura de la verja
empezó a mirar sospechosa hacia ellas. Un rayo de luz rojo surcó el aire por
encima de los hombros de Veva y Lourdes, que provenía de Amatista, e impactó de
lleno en el pecho de la figura que se dio de espaldas contra la verja y cayó
inconsciente en el suelo. Deina, Sabrina y Mario intensificaron su fuego.
Lourdes vio que un coche que había aparcado en mitad de la calle, que sin duda
pertenecía a uno de esos magilicías, explotó y no tuvo duda alguna de que había
sido cosa de Sabrina.
Llegaron a la apertura y Veva paró justo en el umbral. Se
dieron la vuelta y vieron el panorama en su totalidad. Había tres luces con sus
respectivas figuras cercando el escondite en el que debía estar Deina, un total
de siete estaban atacando el edificio de Sabrina, aunque un par de esas figuras
empezaron a lanzar rayos hacia ellas, y otras tres estaban en el edificio de
Mario.
“No podemos dejarles así”, dijo Veva preocupada. Justo un
rayo rojo pasó rozándole la cabeza.
“Lourdes, tírate en el suelo y no te muevas; Veva, tú ayuda
a Mario y Deina, yo ayudo a Sabrina”, dijo Amatista resolutiva. Lourdes no
quiso protestar porque era consciente de que era inútil en la batalla, pero no
le gustaba la idea de tumbarse a la bartola mientras el resto peleaba. Se tumbó
al tiempo que Amatista y Veva se alejaban.
Se tumbó bocabajo, con la cabeza orientada a la acción para
ver bien qué pasaba. Primero vio cómo Amatista lanzó un rayo de luz de color
naranja y violeta que usó a modo de látigo contra un total de tres magilicías,
de los cuales sólo uno bloqueó el ataque a tiempo, pero esto lo distrajo y le
impactó en la nuca el rayo rojo de Sabrina. Mario parecía defenderse a duras
penas, porque vio que había dos boquetes en la pared de su edificio que
llegaban al techo. Pero Veva debió llegar porque dos rayos rojos muy seguidos
impactaron en dos de los magilicías que estaban de espaldas a ella. No le dio
tiempo a ver qué pasaría con el magilicía que quedaba luchando con Mario porque
una explosión donde debería estar Deina hizo que el tiempo se parase. Miró
inmediatamente quién había hecho el hechizo, pero solo vio mucho humo y ninguna
luz encendida.
Nadie luchaba de repente. Miraban la humareda con un par de
fuegos encendidos en la maleza y vieron que una figura emergía. El magilicía
que todavía luchaba contra Mario fue el primero en volver a la carga, lanzando
un rayo verde hacia la figura que había emergido de entre la humareda. Falló
por el ímpetu con el que había lanzado la maldición, pero el resplandor verde
fue suficiente para que Deina cayese al suelo en un intento tardío de
protección. Veva dejó inconsciente al magilicía que había lanzado el rayo verde
y se dirigió a ayudar a Amatista y Sabrina, que ahora estaban en verdaderos
apuros porque los cinco magilicías que quedaban habían empezado a lanzar rayos
verdes por doquier.
La batalla de tres estudiantes de colegio contra cinco
magilicías entrenados duró menos que lo que Lourdes tardó en decidir si ir a
ayudar a Deina o no. Amatista y Sabrina estaban defendiéndose a base de
esquivar y esconderse los rayos verdes cuando Veva llegó y lanzó un rayo rojo a
uno de los magilicías que estaba acribillando a Sabrina, que estaba escondida
detrás de una chimenea cada vez más descompuesta. Esto hizo que uno de los tres
que estaba arrinconando a Amatista detrás del coche destrozado se diese la
vuelta, lo que dio ventaja a Amatista que lanzó un rayo añil contra el
magilicía más cercano a ella y lo partió por la mitad. Lourdes no pudo ahogar un
grito. Un rayo verde y otro rojo salieron de las varitas del otro magilicía y
de Amatista respectivamente y chocaron. En lugar de seguir conectados los
rayos, inmediatamente el rayo verde se desvaneció y el rojo siguió su camino
hasta que desarmó al magilicía. Amatista cogió la varita al vuelo y, girando
sobre sí misma para evitar caer, lanzó el mismo hechizo hacia dos magilicías
diferentes, el que seguía contra Sabrina y el que había empezado a atacar a
Veva. Solo quedaba uno en pie, y desarmado, que había alzado los brazos.
Amatista estaba jadeando y apuntando con ambas varitas al
magilicía. Veva estaba mirando a Amatista, aunque Lourdes no podía ver con qué
cara, y Sabrina había desaparecido del tejado. Lourdes se acordó de Deina y
miró hacia donde estaba y vio que Mario ya estaba con ella.
Sabrina salió del edificio y fue corriendo hacia el
magilicía y le dio un puñetazo en la cara que lo tiró al suelo y lo dejó
inconsciente. Lourdes se levantó. Todas fueron hacia ella y, sudorosas y
cansadas, pasaron por delante de ella entrando al solar.
“Buen plan”, dijo Deina tocándose el brazo según pasaba.
Veva pasó sin mirarla y Amatista, que pasó la última, la cogió y le hizo
entrar. Lourdes no sabía qué había hecho mal o qué había pasado que fuese tan
horrible como para que todas estuviesen enfadas con ella. Pero no tuvo mucho
tiempo para pensar en eso, porque en cuanto bajaron a las Catacumbas, a través de
una trampilla en el suelo, se olvidó de todo.
Las Catacumbas era lo más parecido al infierno que había
visto en toda su vida. Era una gran cueva, con unos techos que debían llegar a
los diez metros de altura, cuya roca era de color rojo cobrizo. Había muchas
camillas y camas, llenas de personas agonizando o desangrándose. De vez en
cuando veía a una persona que andaba como ellas, vestida con unos extraños
ropajes blancos y negros, e iba atendiendo a los moribundos. También veía de
vez en cuando a visitantes que lloraban sobre los cuerpos de sus seres amados o
que les cogían la mano en silencio. Era un lugar deprimente y olía a
podredumbre. No corría ni una pizca de viento y el aire estaba viciado.
“¿Qué es este lugar?”, preguntó Lourdes a Amatista.
“Las Catacumbas”, respondió lúgubremente, “donde enviamos a
los enfermos sin remedio a que mueran en paz.”
“¿En paz?”
“Eso dicen sí, pero no creo que traigan aquí a los enfermos
a que mueran, sino que mueren porque los traen aquí”, dijo Amatista.
“¿Qué he hecho mal para que no me hablen?”, preguntó Lourdes
cambiando de tema después de que Amatista se quedase mirando fijamente a un
hombre que lloraba desconsoladamente porque no tenía ni brazos ni piernas y no
podía moverse.
“Nada”, dijo Amatista, “uno de los magilicías nos lanzó un
encantamiento muy extraño, no sé cuál es, y creo que provoca que queramos matar
a los muggles.”
“¿Cómo los sabes?”, preguntó Lourdes.
“Porque de repente quiero matarte”, respondió Amatista sin
dar gravedad a las palabras, “pero la mayoría de estos encantamientos se basan
en los deseos del subconsciente, y no creo que ningún subconsciente vaya a
querer matarte, al menos hasta que salves a Iván.”
“Sabes mucho del encantamiento para no saber cuál es”, dijo
Lourdes intentando sonreír.
“No, es solo especulación.”