Lourdes tenía varias llamadas perdidas y mensajes de
whatsapp. Su padre había llamado diez veces (se había olvidado decirle que se
iba de ‘vacaciones’), seis de Jorge (otro al que se le había olvidado
decírselo) y dos de un número privado. En whatsapp, tenía 678 mensajes en 3
conversaciones diferentes: cinco mensajes de su padre, preguntando dónde estaba
y qué había hecho con el coche y que qué se supone que iba a comer, diez
mensajes de Jorge, diciendo que dónde estaba y que iba a tener que despedirla y
diciéndola que estaba despedida y que fuese a recoger su finiquito, y 663 en el
grupo que tenía con sus amigas y amigos del instituto. Ignoró los mensajes y
las llamadas. Volvió a apagar el móvil.
“¿Hay un baño?”, preguntó a Amatista, que seguía mirando con
curiosidad lo que seguramente para ella era un rectángulo extrañamente brillante,
“tengo que lavarme las manos.”
“Sí, al final del todo”, contestó abstraída, mirando la
mochila de Lourdes donde había guardado el móvil. Lourdes se dio cuenta y lo
sacó.
“Disfrútalo”, dijo sonriendo mientras se lo tiraba al
regazo, “simplemente no lo enciendas.”
“No sabría cómo”, se limitó a decir Amatista mirándolo de
cerca.
Lourdes caminó casi cinco minutos hasta que llegó a la
puerta que debía ser el baño. Era grande y con varios lavabos. Se limpió la
sangre lo mejor que pudo mientras se miraba en el espejo. Estaba más despeinada
de lo que había estado en su vida, con cuero y brillantitos en el pelo. Con
cuidado se sacudió el pelo, porque suponía que lo brillante sería cristal, y se
lo retocó como pudo. En un arrebato de dudas, se pellizco esperando que todo
fuese un sueño. Aprovechó a echarse un agua en la cara.
Salió del baño y volvió a su sitio. Amatista había dejado el
móvil en su asiento y lo guardó. Veva volvió a entrar y se sentó delante de
ellas. Lourdes se inclinó hacia ella.
“¿Falta mucho?”, preguntó.
“No, no mucho, pero vamos a tener que caminar hasta Iván.
Normalmente despega y aterriza desde la Casa de Campo, que tiene un descenso
directo a las Catacumbas. Pero seguramente nos estén esperando allí, así que
vamos a la entrada vieja.”
“¿Y dónde nos bajamos?”, preguntó Amatista.
“Barajas.”
“¿Podemos hacer eso?”, preguntó Lourdes.
“Legalmente no, pero no hay otra. La avioneta no se registra
en los radiadores de los aeropuertos muggles y le acabamos de poner un
Encantamiento Desilusionador”, dijo Veva.
"Radares", musitó Lourdes sin que la oyesen corregir a Veva.
“¿A toda la avioneta?”, preguntó Amatista, “¿quién lo ha
hecho?”
“Yo”, dijo Veva.
“¿Cuántos años decías que tenías?”, dijo Amatista
boquiabierta.
“No importa, el caso es que simplemente se oirá el motor y
en un aeropuerto no es raro.”
“Empezando a bajar, cielos”, dijo Doña Dolores por el
megáfono.
Y efectivamente, la avioneta empezó a descender. Lourdes agarró
los apoyabrazos de su asiento y contuvo la respiración. Una mano le cogió la
suya y vio que Amatista la sonreía. Entrelazaron los dedos y Lourdes respiró
hondo.
No tardaron más de cinco minutos en aterrizar, pero esta vez
no soltó la mano de Amatista, intentó prologarlo lo más que pudo. Cuando paró
el motor, sin embargo, se levantaron y soltaron sus manos, sobre todo para que
Lourdes pudiese coger su mochila y echársela al hombro.
Bajaron de la avioneta después de despedirse de Doña Dolores
y darle las gracias. Lourdes bajó la última y Doña Dolores la retuvo un
momento.
“Escucha, cielo”, dijo dulcemente, “muggle o no muggle, lo
importante para mantenerse volando es no querer creer que te vas a caer, ¡que
se os dé bien!”
La puerta se cerró sola detrás de ella y se reunió con el
resto. La pista estaba vacía y empezaron a caminar hacia la verja más cercana.
Era de madrugada y las luces del aeropuerto proyectaban sombras alargadas
delante de ellas.
“Vuelvo a no poder hacer magia”, dijo Veva amargamente.
“Ni tú ni nadie”, dijo Amatista dándole un par de palmaditas
en el hombro.
“Pero tú tienes diecisiete años, ¿no?”, dijo Lourdes.
“Sí, pero estoy rodeada de cuatro menores de edad y una
muggle, si uso magia sabrán dónde estamos, te lo aseguro”, contestó Amatista.
Llegaron a la verja. Deina se arrodilló y entrelazó sus
manos para impulsar a Veva, mientras Mario hacía lo mismo para su hermana
Sabrina. Veva se quedó sentada en mitad de la verja mirando al resto y Sabrina
saltó hacia el otro lado. Lourdes fue hacia Deina mientras Amatista iba a que
le ayudase Mario. Sin embargo, al ver la cara de conflicto que puso Deina
cuando la vio acercarse, decidió correr y saltar. Llegó hasta la mitad de la
verja y se agarró como pudo con las manos. Veva le tendió su mano y la cogió,
Veva tiró de ella y Lourdes aprovechó el tirón de Veva para impulsarse también
con los pies. Tanto impulso hizo que no tocase la cima de la verja, sino que
cayese directamente al otro lado.
Cayó de costado, sin haber reaccionado a tiempo porque esperaba
haberse quedado encima de la verja, y durante unos segundos se le cortó la
respiración, como si sus pulmones se hubiesen olvidado de cómo inspirar y
expirar. Inmediatamente oyó a Veva aterrizar de pie a su lado y le volvió la
respiración. Se levantó dolorosa, ayudada por Veva.
“¿Estás bien?”, preguntó Veva, “siento mucho haberte lanzado
tan fuerte, no sabía que te ibas a impulsar.”
“No pasa nada”, contestó Lourdes, haciendo una mueca de
dolor mientras se tocaba el costado, “culpa mía.”
El resto ya había pasado, así que Lourdes se obligó a
recomponerse y empezó a andar mientras las demás la miraban quietas. Lourdes se
dio cuenta de que no sabía a dónde tenía que ir, así que dio media vuelta y las
miró.
“¿Por dónde?”, preguntó, camuflando el dolor que todavía
tenía.
Veva señaló hacia un lado mientras la miraba preocupada. Su
orgullo había sido estúpido, eso lo sabía, pero no quería incomodar a Deina aún
más. Claramente Deina había bebido de la cultura odia-muggles y no había
luchado contra ella como el resto, y que una muggle tuviese una varita cuando
ella había perdido la suya no debió ayudar. Estúpida, se dijo a sí misma
Lourdes mientras caminaba entre los pequeños matorrales.
La luz del aeropuerto se fue perdiendo hasta que solo quedó
una lejana luz en el horizonte y la reemplazó la luz de las farolas de la
carretera. De vez en cuando oían pasar un coche, acompañado de la luz de sus
faros, y con menos frecuencia oían aviones llegar o irse. Al cabo de un minuto,
Mario y Veva la habían adelantado y lideraban la marcha, discutiendo el mejor
camino para llegar a las Catacumbas. Amatista iba a su lado, con las manos en
los bolsillos de la túnica y dando pataditas a cosas que se encontraba en el
suelo. Deina y Sabrina cerraban la marcha, ligeramente atrasadas, comentando la
varita que le había dado Lourdes. De vez en cuando, Lourdes oía alguna frase
suelta de lo que hablaban, porque estaban muy cerca, pero intentaba hacer oídos
sordos para no oír algo que confirmase sus sospechas. Sus sospechas eran, por
supuesto, que Deina la odiaba.
Miró su reloj y vio que eran las dos de la madrugada y pensó
en que esa misma mañana se había despertado en una posada de Cantabria y había
robado una varita. Qué largo había sido el día. También se dio cuenta, al
remangarse para ver el reloj, que todavía llevaba la túnica que se había puesto
para entrar al colegio. Miró al resto y todas llevaban túnicas, lógicamente, y
la imagen de seis adolescentes caminando en medio de Madrid vistiendo túnicas
se cruzó en su mente. Podría colar que eran seis matadas cosplayeando Harry Potter, pero era una cosplay muy atrevido porque
las túnicas no eran negras como las que llevaban en Hogwarts, sino rojas y
amarillas, como la bandera de España, y no creía que fuesen a pasar
desapercibidas.
“Estaría bien llegar a la ciudad de noche”, dijo bien alto,
para que todas oyesen.
Mario giró su cabeza confuso y Veva dio la vuelta
completamente, mirándola y caminando hacia atrás.
“Vamos en túnicas”, dijo con obviedad, “ningún muggle lleva
túnicas.”
“Mierda, se me había olvidado”, dijo Veva volviendo a mirar
al frente, “pues rápido.”
Aceleraron y a los veinte minutos habían entrado en los
suburbios madrileños. Dieron un par de vueltas a las mismas tres manzanas,
Mario y Veva discutiendo en susurros, y cada vez que pasaba un coche, todas
se achandaban y lo miraban fijamente. Al final, se quedaron quietas en una
rotonda.
“Esto sería mucho más fácil si pudiese usar un hechizo para
orientarnos”, dijo Mario.
“Espera”, dijo Lourdes mientras abría la mochila y sacaba el
móvil, “tengo un mapa.”
Amatista, Sabrina, Deina, Veva y Mario la rodearon mientras
encendía el móvil. Conectó los datos de internet y se metió en Google Maps,
activó la ubicación del móvil, que normalmente tenía desactivada, y apareció la
flecha que indicaba dónde estaban.
“Estamos aquí”, dijo Lourdes señalando la flecha, “si me
decís en qué calle está la entrada, sabremos por dónde ir.”
Estaban perplejas. A penas parpadeaban, mirando fijamente la
pantalla del móvil o la cara de Lourdes.
“¿Y bien?”, insistió Lourdes, escondiendo el móvil detrás de
la espalda. Mario sacudió la cabeza y asintió. Le dijo la calle (que censuraré
para evitar curiosos que intenten encontrar las Catacumbas) y ella la apuntó.
Especificó que querían ir andando y calculó la distancia y el recorrido.
“Vale”, dijo Lourdes, “está a hora y media andando.”
Todas soltaron sonidos de impaciencia y casi dolor, aunque
la expresión de sus caras seguía siendo de perplejidad y sus ojos no se
apartaban de la brillante y colorida pantalla.
Volvieron a caminar, con Lourdes a la cabeza. Esta
vez estaban apelotonadas alrededor de Lourdes, Veva y Amatista cada una a un
lado de ella y Mario, Deina y Sabrina inmediatamente detrás. Lourdes se sentía
líder de un pequeño equipo de rescate, o la integrante de un grupo de música
adolescente con demasiados miembros.
“Tienes que enseñarme a usar uno de estos cachivaches,
Lourdes”, dijo Amatista todavía mirando el móvil, que se balanceaba con la mano
según andaba Lourdes, “son muy útiles si no puedes usar magia.”
“Y puedes mandar y recibir mensajes mucho más rápido que por
lechuza, te lo aseguro”, dijo Lourdes.
“Yo creo que es un objeto maligno”, dijo Deina, aún flipando
pero ya de vuelta a su desconfianza habitual.
“Muchos muggles piensan lo mismo”, dijo Lourdes sonriendo.
“Los muggles sois muy imaginativos, y os defendéis muy bien
en el mundo para no saber usar la magia”, afirmó Mario con una pizca de
condescendencia en su voz.
“Tengo que haceros una pregunta”, dijo Lourdes después de un
pequeño silencio, “¿qué ha hecho mi hermano para merecer que cinco de sus
amigos se jueguen el cuello para salvarle?”
“Yo no soy su amiga, me he apuntado para escapar del
castigo”, dijo Amatista.
“Bueno, cuatro”, rectificó Lourdes.
Un silencio siguió. Lourdes miró hacia atrás para ver las
caras de las amigas de su hermano. Deina parecía dolorosamente pensativa, como
si no supiese una buena razón para estar salvándolo. Mario también pensaba,
claramente buscando una razón lógica como motivo por el que merecía la pena el
sacrificio. Sabrina, sin embargo, sonreía a Lourdes.
“Es el mejor amigo de mi hermano”, dijo Sabrina, “es
suficiente para mí.”
“Sí”, dijo Mario, que concluyó que la racionalidad estaba
fuera de la ecuación, “es mi mejor amigo.”
Lourdes se volvió hacia Veva y vio que había lágrimas en sus
ojos. No sabía si consolarla o cómo, hizo un ademán de ir a pasarle el brazo
por el hombro pero rectificó. Oyó a Deina decir, “¡Claro, joder, porque está en
mi equipo de Quidditch, se me había olvidado!”. Finalmente decidió acariciarle
el pelo a Veva, algo que quería hacer desde que vio el rojo del mismo, ayer en
el supermercado, y Veva sorbió. Lourdes sacó un paquete de pañuelos de la
mochila y le dio uno. Veva se secó las lágrimas y se sonó los mocos.
“Gracias”, dijo Veva, “le salvo porque le debo una, me salvó
hace dos años de un hipogrifo en celo.”
No la razón que esperaba de ti, pensó Lourdes, pero no lo
dijo en alto. Después de estas palabras siguieron caminando en silencio,
habiendo entrado cada cual en una crisis por la pregunta de Lourdes, ya que
claramente no se lo habían pensado dos veces en cuando vieron que cabía la
posibilidad de que su amigo no muriese. Lourdes se arrepintió de preguntar,
porque debería haber sabido que no había nada de racional en que adolescentes intentasen
salvar la vida a un amigo que no tenía por qué ser excepcional.
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