lunes, 21 de marzo de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte VIII


Lourdes tenía varias llamadas perdidas y mensajes de whatsapp. Su padre había llamado diez veces (se había olvidado decirle que se iba de ‘vacaciones’), seis de Jorge (otro al que se le había olvidado decírselo) y dos de un número privado. En whatsapp, tenía 678 mensajes en 3 conversaciones diferentes: cinco mensajes de su padre, preguntando dónde estaba y qué había hecho con el coche y que qué se supone que iba a comer, diez mensajes de Jorge, diciendo que dónde estaba y que iba a tener que despedirla y diciéndola que estaba despedida y que fuese a recoger su finiquito, y 663 en el grupo que tenía con sus amigas y amigos del instituto. Ignoró los mensajes y las llamadas. Volvió a apagar el móvil.

“¿Hay un baño?”, preguntó a Amatista, que seguía mirando con curiosidad lo que seguramente para ella era un rectángulo extrañamente brillante, “tengo que lavarme las manos.”

“Sí, al final del todo”, contestó abstraída, mirando la mochila de Lourdes donde había guardado el móvil. Lourdes se dio cuenta y lo sacó.

“Disfrútalo”, dijo sonriendo mientras se lo tiraba al regazo, “simplemente no lo enciendas.”

“No sabría cómo”, se limitó a decir Amatista mirándolo de cerca.

Lourdes caminó casi cinco minutos hasta que llegó a la puerta que debía ser el baño. Era grande y con varios lavabos. Se limpió la sangre lo mejor que pudo mientras se miraba en el espejo. Estaba más despeinada de lo que había estado en su vida, con cuero y brillantitos en el pelo. Con cuidado se sacudió el pelo, porque suponía que lo brillante sería cristal, y se lo retocó como pudo. En un arrebato de dudas, se pellizco esperando que todo fuese un sueño. Aprovechó a echarse un agua en la cara.

Salió del baño y volvió a su sitio. Amatista había dejado el móvil en su asiento y lo guardó. Veva volvió a entrar y se sentó delante de ellas. Lourdes se inclinó hacia ella.

“¿Falta mucho?”, preguntó.

“No, no mucho, pero vamos a tener que caminar hasta Iván. Normalmente despega y aterriza desde la Casa de Campo, que tiene un descenso directo a las Catacumbas. Pero seguramente nos estén esperando allí, así que vamos a la entrada vieja.”

“¿Y dónde nos bajamos?”, preguntó Amatista.

“Barajas.”

“¿Podemos hacer eso?”, preguntó Lourdes.

“Legalmente no, pero no hay otra. La avioneta no se registra en los radiadores de los aeropuertos muggles y le acabamos de poner un Encantamiento Desilusionador”, dijo Veva.

"Radares", musitó Lourdes sin que la oyesen corregir a Veva.

“¿A toda la avioneta?”, preguntó Amatista, “¿quién lo ha hecho?”

“Yo”, dijo Veva.

“¿Cuántos años decías que tenías?”, dijo Amatista boquiabierta.

“No importa, el caso es que simplemente se oirá el motor y en un aeropuerto no es raro.”

“Empezando a bajar, cielos”, dijo Doña Dolores por el megáfono.

Y efectivamente, la avioneta empezó a descender. Lourdes agarró los apoyabrazos de su asiento y contuvo la respiración. Una mano le cogió la suya y vio que Amatista la sonreía. Entrelazaron los dedos y Lourdes respiró hondo.

No tardaron más de cinco minutos en aterrizar, pero esta vez no soltó la mano de Amatista, intentó prologarlo lo más que pudo. Cuando paró el motor, sin embargo, se levantaron y soltaron sus manos, sobre todo para que Lourdes pudiese coger su mochila y echársela al hombro.

Bajaron de la avioneta después de despedirse de Doña Dolores y darle las gracias. Lourdes bajó la última y Doña Dolores la retuvo un momento.

“Escucha, cielo”, dijo dulcemente, “muggle o no muggle, lo importante para mantenerse volando es no querer creer que te vas a caer, ¡que se os dé bien!”

La puerta se cerró sola detrás de ella y se reunió con el resto. La pista estaba vacía y empezaron a caminar hacia la verja más cercana. Era de madrugada y las luces del aeropuerto proyectaban sombras alargadas delante de ellas.

“Vuelvo a no poder hacer magia”, dijo Veva amargamente.

“Ni tú ni nadie”, dijo Amatista dándole un par de palmaditas en el hombro.

“Pero tú tienes diecisiete años, ¿no?”, dijo Lourdes.

“Sí, pero estoy rodeada de cuatro menores de edad y una muggle, si uso magia sabrán dónde estamos, te lo aseguro”, contestó Amatista.

Llegaron a la verja. Deina se arrodilló y entrelazó sus manos para impulsar a Veva, mientras Mario hacía lo mismo para su hermana Sabrina. Veva se quedó sentada en mitad de la verja mirando al resto y Sabrina saltó hacia el otro lado. Lourdes fue hacia Deina mientras Amatista iba a que le ayudase Mario. Sin embargo, al ver la cara de conflicto que puso Deina cuando la vio acercarse, decidió correr y saltar. Llegó hasta la mitad de la verja y se agarró como pudo con las manos. Veva le tendió su mano y la cogió, Veva tiró de ella y Lourdes aprovechó el tirón de Veva para impulsarse también con los pies. Tanto impulso hizo que no tocase la cima de la verja, sino que cayese directamente al otro lado.

Cayó de costado, sin haber reaccionado a tiempo porque esperaba haberse quedado encima de la verja, y durante unos segundos se le cortó la respiración, como si sus pulmones se hubiesen olvidado de cómo inspirar y expirar. Inmediatamente oyó a Veva aterrizar de pie a su lado y le volvió la respiración. Se levantó dolorosa, ayudada por Veva.

“¿Estás bien?”, preguntó Veva, “siento mucho haberte lanzado tan fuerte, no sabía que te ibas a impulsar.”

“No pasa nada”, contestó Lourdes, haciendo una mueca de dolor mientras se tocaba el costado, “culpa mía.”

El resto ya había pasado, así que Lourdes se obligó a recomponerse y empezó a andar mientras las demás la miraban quietas. Lourdes se dio cuenta de que no sabía a dónde tenía que ir, así que dio media vuelta y las miró.

“¿Por dónde?”, preguntó, camuflando el dolor que todavía tenía.

Veva señaló hacia un lado mientras la miraba preocupada. Su orgullo había sido estúpido, eso lo sabía, pero no quería incomodar a Deina aún más. Claramente Deina había bebido de la cultura odia-muggles y no había luchado contra ella como el resto, y que una muggle tuviese una varita cuando ella había perdido la suya no debió ayudar. Estúpida, se dijo a sí misma Lourdes mientras caminaba entre los pequeños matorrales.

La luz del aeropuerto se fue perdiendo hasta que solo quedó una lejana luz en el horizonte y la reemplazó la luz de las farolas de la carretera. De vez en cuando oían pasar un coche, acompañado de la luz de sus faros, y con menos frecuencia oían aviones llegar o irse. Al cabo de un minuto, Mario y Veva la habían adelantado y lideraban la marcha, discutiendo el mejor camino para llegar a las Catacumbas. Amatista iba a su lado, con las manos en los bolsillos de la túnica y dando pataditas a cosas que se encontraba en el suelo. Deina y Sabrina cerraban la marcha, ligeramente atrasadas, comentando la varita que le había dado Lourdes. De vez en cuando, Lourdes oía alguna frase suelta de lo que hablaban, porque estaban muy cerca, pero intentaba hacer oídos sordos para no oír algo que confirmase sus sospechas. Sus sospechas eran, por supuesto, que Deina la odiaba.

Miró su reloj y vio que eran las dos de la madrugada y pensó en que esa misma mañana se había despertado en una posada de Cantabria y había robado una varita. Qué largo había sido el día. También se dio cuenta, al remangarse para ver el reloj, que todavía llevaba la túnica que se había puesto para entrar al colegio. Miró al resto y todas llevaban túnicas, lógicamente, y la imagen de seis adolescentes caminando en medio de Madrid vistiendo túnicas se cruzó en su mente. Podría colar que eran seis matadas cosplayeando Harry Potter, pero era una cosplay muy atrevido porque las túnicas no eran negras como las que llevaban en Hogwarts, sino rojas y amarillas, como la bandera de España, y no creía que fuesen a pasar desapercibidas.

“Estaría bien llegar a la ciudad de noche”, dijo bien alto, para que todas oyesen.

Mario giró su cabeza confuso y Veva dio la vuelta completamente, mirándola y caminando hacia atrás.

“Vamos en túnicas”, dijo con obviedad, “ningún muggle lleva túnicas.”

“Mierda, se me había olvidado”, dijo Veva volviendo a mirar al frente, “pues rápido.”

Aceleraron y a los veinte minutos habían entrado en los suburbios madrileños. Dieron un par de vueltas a las mismas tres manzanas, Mario y Veva discutiendo en susurros, y cada vez que pasaba un coche, todas se achandaban y lo miraban fijamente. Al final, se quedaron quietas en una rotonda.

“Esto sería mucho más fácil si pudiese usar un hechizo para orientarnos”, dijo Mario.

“Espera”, dijo Lourdes mientras abría la mochila y sacaba el móvil, “tengo un mapa.”

Amatista, Sabrina, Deina, Veva y Mario la rodearon mientras encendía el móvil. Conectó los datos de internet y se metió en Google Maps, activó la ubicación del móvil, que normalmente tenía desactivada, y apareció la flecha que indicaba dónde estaban.

“Estamos aquí”, dijo Lourdes señalando la flecha, “si me decís en qué calle está la entrada, sabremos por dónde ir.”

Estaban perplejas. A penas parpadeaban, mirando fijamente la pantalla del móvil o la cara de Lourdes.

“¿Y bien?”, insistió Lourdes, escondiendo el móvil detrás de la espalda. Mario sacudió la cabeza y asintió. Le dijo la calle (que censuraré para evitar curiosos que intenten encontrar las Catacumbas) y ella la apuntó. Especificó que querían ir andando y calculó la distancia y el recorrido.

“Vale”, dijo Lourdes, “está a hora y media andando.”

Todas soltaron sonidos de impaciencia y casi dolor, aunque la expresión de sus caras seguía siendo de perplejidad y sus ojos no se apartaban de la brillante y colorida pantalla.

Volvieron a caminar, con Lourdes a la cabeza. Esta vez estaban apelotonadas alrededor de Lourdes, Veva y Amatista cada una a un lado de ella y Mario, Deina y Sabrina inmediatamente detrás. Lourdes se sentía líder de un pequeño equipo de rescate, o la integrante de un grupo de música adolescente con demasiados miembros.

“Tienes que enseñarme a usar uno de estos cachivaches, Lourdes”, dijo Amatista todavía mirando el móvil, que se balanceaba con la mano según andaba Lourdes, “son muy útiles si no puedes usar magia.”

“Y puedes mandar y recibir mensajes mucho más rápido que por lechuza, te lo aseguro”, dijo Lourdes.

“Yo creo que es un objeto maligno”, dijo Deina, aún flipando pero ya de vuelta a su desconfianza habitual.

“Muchos muggles piensan lo mismo”, dijo Lourdes sonriendo.

“Los muggles sois muy imaginativos, y os defendéis muy bien en el mundo para no saber usar la magia”, afirmó Mario con una pizca de condescendencia en su voz.

“Tengo que haceros una pregunta”, dijo Lourdes después de un pequeño silencio, “¿qué ha hecho mi hermano para merecer que cinco de sus amigos se jueguen el cuello para salvarle?”

“Yo no soy su amiga, me he apuntado para escapar del castigo”, dijo Amatista.

“Bueno, cuatro”, rectificó Lourdes.

Un silencio siguió. Lourdes miró hacia atrás para ver las caras de las amigas de su hermano. Deina parecía dolorosamente pensativa, como si no supiese una buena razón para estar salvándolo. Mario también pensaba, claramente buscando una razón lógica como motivo por el que merecía la pena el sacrificio. Sabrina, sin embargo, sonreía a Lourdes.

“Es el mejor amigo de mi hermano”, dijo Sabrina, “es suficiente para mí.”

“Sí”, dijo Mario, que concluyó que la racionalidad estaba fuera de la ecuación, “es mi mejor amigo.”

Lourdes se volvió hacia Veva y vio que había lágrimas en sus ojos. No sabía si consolarla o cómo, hizo un ademán de ir a pasarle el brazo por el hombro pero rectificó. Oyó a Deina decir, “¡Claro, joder, porque está en mi equipo de Quidditch, se me había olvidado!”. Finalmente decidió acariciarle el pelo a Veva, algo que quería hacer desde que vio el rojo del mismo, ayer en el supermercado, y Veva sorbió. Lourdes sacó un paquete de pañuelos de la mochila y le dio uno. Veva se secó las lágrimas y se sonó los mocos.

“Gracias”, dijo Veva, “le salvo porque le debo una, me salvó hace dos años de un hipogrifo en celo.”

No la razón que esperaba de ti, pensó Lourdes, pero no lo dijo en alto. Después de estas palabras siguieron caminando en silencio, habiendo entrado cada cual en una crisis por la pregunta de Lourdes, ya que claramente no se lo habían pensado dos veces en cuando vieron que cabía la posibilidad de que su amigo no muriese. Lourdes se arrepintió de preguntar, porque debería haber sabido que no había nada de racional en que adolescentes intentasen salvar la vida a un amigo que no tenía por qué ser excepcional.

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