domingo, 11 de marzo de 2018

Doce pares de zapatos. Inés.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.





1988.
Pongamos que una joven de quince años (que dejó de ser una niña hace poco) se comporta como creen que se comportan los escritores de mediana edad (incluso los tirando a jóvenes adultos) que escriben sobre Lolitas que van buscando pollas viejas por el mundo como quien busca un restaurante en el que comer en una ciudad extranjera, que seducen a hombres al menos cinco años mayores, aunque normalmente ya han superado los treinta y cinco, y que después juegan a romperles el corazón como si fuesen ellos, y no ellas, los inexpertos en las materias de la vida y el amor. Supongamos, durante unos minutos, que esto fuese cierto.
Esta historia iría así. Inés, de quince años de edad, tierna y todavía por madurar, habría entrado deliberadamente en una zapatería en plena inauguración. Se habría maravillado, desde un cínico escepticismo, por supuesto, con el pequeño nicho artístico, con aires de bohemia y de ilusión; con aspiraciones milenarias y rezumando betún, que ese joven de no más de veintisiete años acababa de abrir. Entonces, habría coqueteado con hombres casados, canos o, simplemente, mayores de edad y se habría abierto paso hasta el mostrador, tras el cual ese joven adulto, terso y limpio de arrugas, pero con ojos llenos de experiencia, bebía de una copa de vino y conversaba con una mujer que, a ojos de esta joven adolescente, sería una furcia malnacida, con tetas flácidas y culo caído a pesar de su juventud.
Inés la habría mandado a la mierda, y habría sonreído al joven con picardía (pero ternura), con una lascivia latente (pero aires virginales) y con una cara casi infantil, pero con rasgos femeninos, medio adulta pero no, con unas tetas respingonas pero todavía por formarse del todo, con un cuerpo en proceso de formación (caderas ensanchadas, pero no anchas) y, por supuesto, no habría ni el más mínimo ápice de acné en la cara.
Esto, por algún motivo, habría atraído al joven zapatero, que se habría sentido contrariado y confuso por sus sentimientos, pero, aun así, habría optado por acercarse a ella, y se habría dejado caer en la tentación, habría cogido la manzana que esta Eva tan pueril (pero tan mujer) le ofrecía, a pesar de saberse más sabio, de ser más ético y de querer ser buena persona.
Ahora, variando según el hombre que lo escribiese, dependiendo de si querría ser casto o sexual, el joven (pero experimentado) zapatero acabaría sellando su destino no violando (“porque, uh, la edad de consentimiento en realidad es...”, cállate, Nabokov, a nadie le interesa la legalidad del asunto), pero sí abusando de la inocencia juvenil de la adolescente pícara, ese ángel demoníaco que convirtió la vida del zapatero en una tragedia de envergadura bíblica o, como mínimo, griega. Porque la otra opción, la casta, acabaría con la defunción de él, o de ella, justo antes de sellar el trato, de hacer lo que iban a hacer, de besarse o, por qué no decirlo, antes de follar. Y entonces, si hubiese sido ella la que acabase muerta, el joven zapatero habría hecho un par de zapatos que habría dejado en los pies de la lápida. Y, si hubiese sido él el muerto, ella habría encontrado, de alguna manera, una nota con su nombre y las indicaciones para encontrar un par de zapatos que él le habría hecho antes de fenecer.

Pero esta no es esa historia. Sí, Inés tenía quince años cuando pisó por primera vez la zapatería de ese joven (y sí, ella lo creía apuesto y guapo, pero lo miraba como quien admira una escultura) zapatero. Era el día de la inauguración, un caluroso día de verano de 1986, pero entró en ella por accidente. No había maldad. Inés se enamoró de inmediato de la tienda, no del zapatero. No había cinismo, todavía no le había pasado nada en su vida para tenerlo (su vida era cómoda, agradable, sus padres a veces discutían, pero todavía no se habían divorciado), y la zapatería era cuca, mona, bonita y acogedora.
Inés no había coqueteado con nadie, a penas era capaz de mirar a la cara a la gente. Y el motivo por el que se acercó al joven zapatero era porque quería saber de quién era la tienda, nada más. El joven hablaba con una joven mujer, que debía rondar la edad del zapatero, e Inés en ningún momento pensó una mala palabra de ella, aunque cierto pinchazo de celos la picó el primer segundo que la vio sonreír. Pero no porque hablase con él, sino porque su sonrisa era la más bonita que había visto en su vida.
Inés y el zapatero tuvieron una conversación agradable, él agradeció las buenas palabras de Inés y ella le felicitó por la tienda. Inés le preguntó cuánto costaba un par de zapatos a medida, y él se limitó a decirle que no podía, porque todavía estaba creciendo y quería que sus zapatos durasen toda una vida. Inés le prometió ahorrar hasta poder pagar un par de zapatos, y que le daba igual que acabase teniendo que tirarlos porque se le quedarían pequeños.
Tardó en ahorrar dos años, durante los cuales Inés pasó mucho tiempo en la zapatería. Iba allí a estudiar y a pasar el rato, siempre que sus amigas no pudiesen (algo que no pasaba tanto como para que preocupase a nadie). El zapatero insistió en conocer a sus padres, en caso de que le pasase algo mientras estudiaba allí, y se llevaba muy bien con ellos. En ningún momento se les pasó por la cabeza la idea del sexo (quiero decir entre sí; Inés perdió la virginidad con su amiga Celia y el zapatero tenía relaciones estables con su pareja). Inés acabó llevándose muy bien con la joven de la sonrisa bonita, que era la pareja del zapatero.
Con diecisiete años, compró el par de zapatos que había prometido, el segundo par de zapatos que el zapatero había hecho jamás. Cuando se enteró de esto, Inés se sonrojó. El zapatero le guiño un ojo y le aseguró que le durarían toda su vida.
Inés y el zapatero continuaron siendo amigos todas sus vidas, y nunca tuvo que pedirle otro par de zapatos (aunque, a comienzos de los noventa, le tuvo que pedir unos ajustes porque le habían crecido un poco los pies).

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