sábado, 12 de octubre de 2013

Sebastián, el hipócrita

Una noche apacible, sin nada extraño, se cierne sobre Madrid. Poco a poco las luces se encienden en los edificios circundantes. El sol aún no se ha ido pero la oscuridad empieza a escarbar en la ciudad. Mi ordenador está encendido, para variar. Una red social tras otra aparece en la pantalla. Mi mente está absorbida por ellas, es una mala enfermedad. Me une a los antiguos amigos, me acerca a los actuales cuando están lejos. Me permite observarla a ella sin ser visto, y eso me aterra. Esta enfermedad nos convierte a todos en voyeurs de poca monta, inocentes; eso da miedo. Y entonces, el móvil vibra. Otro nexo más se abre. Nos comunicamos mucho, hablamos mucho. Decimos muy poco.

Tras un par de horas sentado frente al ordenador sin hacer nada, y haciendo de todo, me decido a cambiar de sitio. Me levanto y cojo el móvil. Al sofá. La televisión está encendida, pero no la veo ni la escucho. Mis padres hablan. Y yo, al móvil. Incluso cuando la marea está calma miro el móvil. Una necesidad insana, desesperada. Echo cuentas. Tantas horas, tantos minutos… Realmente estoy enfermo. Pero dentro de la enfermedad, soy de los sanos. A fin de cuentas hago otras cosas: leo, escribo, veo cosas.

Y me doy cuenta de que la televisión está ya apagada, mis padres roncando. Y yo, al móvil. Cuánta patraña. En un principio el móvil me pareció la salvación: hablaba con la gente (hasta les contaba mis problemas), ¡hablaba! Pero ahora me doy cuenta de que no decía nada. ¿De qué sirve escribir en un teclado mirando a una pantalla sentado si luego, a la hora de la verdad, soy incapaz de pronunciar palabra o actuar? ¿Sólo es mi forma de ser o es acaso un verdadero problema? ¿Acaso no nos acerca en la distancia y nos aleja en la cercanía?

Y entonces maldigo. No necesito un dios al que culpar, unos padres a los que regañar o un psicólogo al que  pagar: la culpa es de la red social, la maldita red social. Callada, servicial, diligente, traicionera, asesina de coraje y amansadora de temerarios. Quizá solo me pase a mí, pero bueno, será que soy un viejo en cuerpo de adolescente o niño en cuerpo de joven. Quizá sea todo mentira, ojalá fuese mentira.


Y así, pegado a la pantalla del ordenador con dos redes sociales abiertas y el móvil en vibración, acabo de escribir estas líneas acerca no de la maldad de las redes sociales, sino de mi hipocresía; porque sé que tras reflexionar esto seguiré haciendo uso de las redes. Acercándome a vosotros, observándote a ti, bella dama, aunque me duela en el alma.

martes, 1 de octubre de 2013

Fan fiction IV

Marco Antonio

-Entiendo perfectamente lo que me quiere decir, Mortimer, pero no puedo hacerlo.

Marco Antonio estaba sentado en un sillón de la sala de espera del hotel con las piernas cruzadas y con un vaso generoso de whisky. Frente a él estaba Mortimer de pie con su hija en brazos.

-No puedo llevarme a la pequeña sin el consentimiento de la madre, es algo… que no puedo, ¡narices! Por principios. O vienen todos o no viene ninguno, pero lo que no puedo hacer es separar una familia por un trabajo que perfectamente podría hacerlo aquí, señor.

-Yo… necesito el trabajo y aquí no manejo bien el idioma… me siento miserable por haber secuestrado a mi propia hija, pero tenía que hacerlo para que mi Lu viniese conmigo.

Unas lágrimas empezaron a caer por la cara de Mortimer. También reprimió el hipo de la llorera anterior inútilmente. Marco Antonio le tendió un pañuelo blanco y pulcro al tiempo que daba un trago al vaso.

-Esperemos que Atalaya encuentre a Lucinda y la traiga sana y salva –dijo tras tragar el sorbo de whisky–. Tranquilícese, seguro que todo está bien.  

Mientras Mortimer se secaba la cara, la puerta del hotel se abrió violentamente y entró Lucinda con la cara encendida, al rojo vivo, con claros signos de furia reprimida, señalando a Mortimer.

-¡Tú, hijo de un tren cargado con mil millones de putas! ¡Bastardo! ¡Cómo te atreves a quitarme a mi hija, sabandija asquerosa! ¡Devuélvemela!

Mortimer le ofreció a su hija con la cabeza baja. Por los gritos de Lucinda, la pequeña empezó a llorar.

-¡Eso es, dámela! Tranquila… mamá ya está aquí…

Mortimer empezó a disculparse, soltando mil y una explicaciones de por qué lo había hecho, de por qué debían irse a España y de por qué se arrepentía de todo.

Atalaya se sentó en el regazo de Marco Antonio y le besó.

-Creo que no deberíamos llevarnos a esta familia, Marco. No es nuestro empleado y ya hemos tenido que protegerle, es problemático.

-Venga, mujer, es un viejo que ha tenido la mala suerte de querer a su hija por encima de a su mujer y de no saber controlar sus impulsos antes las oportunidades.

-Si quisiese a su hija no la habría intentado separar de su madre.

-Touché. Al menos, se arrepintió en seguida. Les voy a decir que se queden aquí todos, que ya encontraremos a alguien.

Marco Antonio se levantó hacia la pareja que se estaba abrazando en clave de reconciliación unos metros más lejos. Marco Antonio se preguntó qué diablos había dicho Mortimer para conseguir calmar a una madre en cólera y entonces recordó cómo había conseguido hacerse amigo de los dos dragones el día anterior. 

Llegó al sitio donde estaban los elfos domésticos y empezó a hablar.

-Veré, Mortimer, hemos estado pensando y creo que será mejor que se quede a… -se paró en seco porque un resplandor verde entro en el hotel –…quí con su familia.

Inmediatamente después del relámpago la puerta de madera del hotel se rompió, junto con unos trozos de pared cercanos, debido a la colisión de un troll muerto. Mientras los pocos clientes y los empleados del hotel se hacían una idea de lo que estaba pasando, Marco Antonio puso a los elfos tras de sí y sacó su varita, por primera vez en las vacaciones. Entre el polvo que se había levantado, una figura humana entró caminando. Tenía la capucha echada, la varita en la mano izquierda y Marco Antonio lo reconoció inmediatamente. Aunque le reconoció no podía creer que fuese él. No podía ser.

-Joder.