Una
noche apacible, sin nada extraño, se cierne sobre Madrid. Poco a poco las luces
se encienden en los edificios circundantes. El sol aún no se ha ido pero la
oscuridad empieza a escarbar en la ciudad. Mi ordenador está encendido, para
variar. Una red social tras otra aparece en la pantalla. Mi mente está
absorbida por ellas, es una mala enfermedad. Me une a los antiguos amigos, me
acerca a los actuales cuando están lejos. Me permite observarla a ella sin ser
visto, y eso me aterra. Esta enfermedad nos convierte a todos en voyeurs de
poca monta, inocentes; eso da miedo. Y entonces, el móvil vibra. Otro nexo más
se abre. Nos comunicamos mucho, hablamos mucho. Decimos muy poco.
Tras un
par de horas sentado frente al ordenador sin hacer nada, y haciendo de todo, me
decido a cambiar de sitio. Me levanto y cojo el móvil. Al sofá. La televisión
está encendida, pero no la veo ni la escucho. Mis padres hablan. Y yo, al
móvil. Incluso cuando la marea está calma miro el móvil. Una necesidad insana,
desesperada. Echo cuentas. Tantas horas, tantos minutos… Realmente estoy
enfermo. Pero dentro de la enfermedad, soy de los sanos. A fin de cuentas hago
otras cosas: leo, escribo, veo cosas.
Y me doy
cuenta de que la televisión está ya apagada, mis padres roncando. Y yo, al
móvil. Cuánta patraña. En un principio el móvil me pareció la salvación:
hablaba con la gente (hasta les contaba mis problemas), ¡hablaba! Pero ahora me
doy cuenta de que no decía nada. ¿De qué sirve escribir en un teclado mirando a
una pantalla sentado si luego, a la hora de la verdad, soy incapaz de
pronunciar palabra o actuar? ¿Sólo es mi forma de ser o es acaso un verdadero
problema? ¿Acaso no nos acerca en la distancia y nos aleja en la cercanía?
Y
entonces maldigo. No necesito un dios al que culpar, unos padres a los que
regañar o un psicólogo al que pagar: la
culpa es de la red social, la maldita red social. Callada, servicial,
diligente, traicionera, asesina de coraje y amansadora de temerarios. Quizá
solo me pase a mí, pero bueno, será que soy un viejo en cuerpo de adolescente o
niño en cuerpo de joven. Quizá sea todo mentira, ojalá fuese mentira.
Y así,
pegado a la pantalla del ordenador con dos redes sociales abiertas y el móvil
en vibración, acabo de escribir estas líneas acerca no de la maldad de las
redes sociales, sino de mi hipocresía; porque sé que tras reflexionar esto
seguiré haciendo uso de las redes. Acercándome a vosotros, observándote a ti,
bella dama, aunque me duela en el alma.
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