lunes, 23 de septiembre de 2013

Fan Fiction II

Atalaya

Atalaya se desperezó con un bostezo amplio y se estiró de piernas y brazos mientras hacía ruidos extraños. Se incorporó lentamente, sin dejar de bostezar, y se dirigió al baño. Allí, mientras orinaba en silencio, pensó, como cada vez que se despertaba, en el estúpido nombre que sus padres la habían puesto. También se preguntó por qué diablos Marco Antonio estaba en la terraza y, sobre todo, cómo cojones había conseguido acariciar a una cría de dragón. Esto, si lo hubiese visto teniendo todas sus funciones vitales despiertas y al cien por cien la habría hecho que se aterrorizara y se excitase a la vez. Pero antes de desayunar no era persona y simplemente admiró el logro encogiéndose de hombros.

Volvió a la habitación y se tumbó de nuevo en la cama, esta vez en el lado en el que había estado Marco Antonio, y cogió el libro que había en la mesilla. Siempre sería un misterio para ella por qué le hacía tanta gracia, sobre todo teniendo en cuenta que esta es la decimocuarta vez que se lo lee, el muy pesado. Devolvió el libro a la mesilla con un resoplo de asco y resignación tan alto que Marco Antonio giró la cabeza y la vio. La sonrió y saludó con la mano. Ella devolvió el saludo con una sonrisa algo sarcástica porque antes de desayunar no era persona.

Aburrida tras un par de minutos rodando por la cama sin nada que hacer, se levantó y fue de nuevo al baño, donde vistió su cuerpo con algo de ropa (nótese que había estado desnuda todo el tiempo) y empezó a peinar su negro y largo cabello a conciencia. También decidió que era un buen día para no llevar maquillaje hasta que se hartó de peinarse, comprobó que el otro seguía con el dragoncito y se maquilló por puro aburrimiento.

Cuando acabó oyó la puerta de la terraza cerrarse y salió del baño a trompicones. Vio que Marco Antonio había entrado y que se había tumbado mirando al techo muy fijamente, quizá demasiado. Decidió que era hora de hablar:

-¿Bajamos a desayunar?

-Vale.

-¿Qué hacías ahí fuera?

-Quería morir asesinado por la dragona, pero les he caído bien y ahora son mis amigos.

-Muy gracioso.

-Lo digo en serio.

-Ah… ¿Y por qué querías morir?

-No sé, me aburría.

-¿Te aburro?

-No, es que estabas dormida.

-¿Bajamos a desayunar?

-Sí, vale.

Marco Antonio se levantó y echó a andar. Llegó al pasillo que unía la habitación con el baño y la puerta de salida, donde estaba Atalaya y la dio un beso.

-Vamos, que nos cierran el buffet libre.

Nada más salir se les cruzó un elfo doméstico viejo y cojo con una jarra. Vestía un trapo en el que estaban escritas las iniciales P.E.D.D.O. Pedía bajito a los cuatro vientos limosna en albano y de vez en cuando maldecía por su suerte en castellano. Atalaya echó una par de monedas y se arrodillo ante él.

-Caballero, yo podría ofrecerle trabajo remunerado y con contrato si así lo desea. Necesitamos a alguien que se haga cargo de los papeles del negocio, obviamente sería en calidad de empleado y no de esclavo.

-Bendita sea, señora, bendita sea. Pero no creo que sea el elfo adecuado ya que estoy viejo y lisiado.

-No se preocupe, caballero, sería un trabajo de despacho, ¿sabe leer y escribir?-intervino Marco Antonio.

-Así es, señor, así es. El problema es que tengo familia, ¿sabe? Una mujer y un hijo, no puedo dejarles aquí.

Atalaya dijo algo al oído que el elfo no pudo escuchar, pero que en sus años mozos habría sido capaz de entender a la perfección.

-Tráigalos, señor, tráigalos. No podemos permitirnos contratar a su mujer también, pero seguro que algunos de nuestros amigos sí. Si pudiesen estar listos para partir dentro de tres días, se lo agradeceríamos.

-Gracias, señores, gracias… Mi nombre es Mortimer.

-Encantado de conocerle, Mortimer. Soy Marco Antonio y tenga seguro que le trataré como a un igual, empezando por investigar en su pasado como hago con cualquier empleado mío. Ella es Atalaya y debe disculparnos porque íbamos a desayunar.


Marco Antonio y Atalaya dejaron a Mortimer con una sonrisa de oreja a oreja y con esperanzas de futuro. Mientras, ellos se iban rogando a Gumersinda La grandiosa que este, su primer empleado, fuese trigo limpio y desgranado. 

jueves, 19 de septiembre de 2013

Encuentro en la tercera fase, tía

Me encontraba yo en una cómoda posición alargándome en el sofá, con mis pies bien apretados contra la pared, y escuchando música recién descubierta cuando vi aquel pequeño y minúsculo problema que intentaba entrar por la ventana. Se trataba de un pequeño y singular artefacto del tamaño de una nuez que chocaba una y otra vez contra la ventana. A primera vista parecía bastante estúpido.

Aun con el cristal entre nosotros, me di cuenta de que me estaba mirando con una mirada velada de la que se podrían deducir muchas posibilidades: o bien quería arrancarme la piel a tiras pequeñitas para después ir desmantelando mi esqueleto y bebiendo el zumo que haría con mis sesos, ojos y demás órganos esponjosos, mientras estaba vivo; o bien quería follarme con ternura y dulzura. O quizá ambas cosas.

Dejé el libro que estaba leyendo, La conjura de los necios, en la mesa próxima al sofá y me incorporé experimentando lo que podría considerar miedo y excitación: un leve bulto se había asomado tímidamente en mi entrepierna. En fin, cagado de miedo abrí la ventana. Nótese que el bulto al que me refería no era una mierda literal, sino mi pene en estado de erección y que el “cagado de miedo” era una expresión figurada para expresar cuán acojonado estaba. Esto, en aquel momento, hizo cuestionarme mi sexualidad hasta extremos insospechados.

Al abrir la ventana ese pequeño y endiablado objeto rojo óxido entró disparado en el salón de mi casa estrellándose contra la nuca de mi padre, quien se encontraba en esos momentos preparando la cena. Cayó hacia delante de forma que su cabeza se metió en la olla hirviendo. Lamento decir que aquello provocó una sonora carcajada en mí, seguida de un raudo movimiento hacia aquella escena. Saqué a mi padre de allí (él estaba bastante inconsciente, pero respiraba) y, sin saber por qué, empecé a echar una bronca de tres pares de narices a ese artilugio volador carente de alas.

– ¡¿Pero qué cojones te crees que haces, bola metálica?! Ese era mi padre, estúpida esfera marciana. Y tal y tal –realmente lancé una parrafada llena de improperios y menosprecios que más tarde comprobaría que eran ciertos.

Después de ponerme rojo como un tomate o, mejor dicho, del mismo tono que la pelotita asesina, me calmé (no sin antes soltar un manotazo a dicho objeto, el cual estaba flotando clavando sus ojos inexistentes en mí). Se dio contra la pared y rebotó muy despacio, demasiado despacio.

Entonces es cuando ocurrió todo esto, Agente Especial Adams: el artilugio metálico y rojizo que flotaba sin alas a mi alrededor y que me miraba sin ojos de manera confusa pero que comprobé que sus intenciones eran casi asesinas habló con una voz chillona y muy, muy similar a la de una adolescente de 13 años con un pavo descomunal:

–Holi, vengo en son de paaaaaaaaaaaaaaaz, tía. ¿Amigas para siempre?


Ahí, confirmé su estupidez. Y que la vida extraterrestre no estaba en sus mejores años de inteligencia.