Me encontraba yo en una cómoda posición alargándome en el sofá, con mis pies bien apretados contra la pared, y escuchando música recién descubierta cuando vi aquel pequeño y minúsculo problema que intentaba entrar por la ventana. Se trataba de un pequeño y singular artefacto del tamaño de una nuez que chocaba una y otra vez contra la ventana. A primera vista parecía bastante estúpido.
Aun con el cristal entre nosotros, me di cuenta de que me estaba mirando con una mirada velada de la que se podrían deducir muchas posibilidades: o bien quería arrancarme la piel a tiras pequeñitas para después ir desmantelando mi esqueleto y bebiendo el zumo que haría con mis sesos, ojos y demás órganos esponjosos, mientras estaba vivo; o bien quería follarme con ternura y dulzura. O quizá ambas cosas.
Dejé el libro que estaba leyendo, La conjura de los necios, en la mesa próxima al sofá y me incorporé experimentando lo que podría considerar miedo y excitación: un leve bulto se había asomado tímidamente en mi entrepierna. En fin, cagado de miedo abrí la ventana. Nótese que el bulto al que me refería no era una mierda literal, sino mi pene en estado de erección y que el “cagado de miedo” era una expresión figurada para expresar cuán acojonado estaba. Esto, en aquel momento, hizo cuestionarme mi sexualidad hasta extremos insospechados.
Al abrir la ventana ese pequeño y endiablado objeto rojo óxido entró disparado en el salón de mi casa estrellándose contra la nuca de mi padre, quien se encontraba en esos momentos preparando la cena. Cayó hacia delante de forma que su cabeza se metió en la olla hirviendo. Lamento decir que aquello provocó una sonora carcajada en mí, seguida de un raudo movimiento hacia aquella escena. Saqué a mi padre de allí (él estaba bastante inconsciente, pero respiraba) y, sin saber por qué, empecé a echar una bronca de tres pares de narices a ese artilugio volador carente de alas.
– ¡¿Pero qué cojones te crees que haces, bola metálica?! Ese era mi padre, estúpida esfera marciana. Y tal y tal –realmente lancé una parrafada llena de improperios y menosprecios que más tarde comprobaría que eran ciertos.
Después de ponerme rojo como un tomate o, mejor dicho, del mismo tono que la pelotita asesina, me calmé (no sin antes soltar un manotazo a dicho objeto, el cual estaba flotando clavando sus ojos inexistentes en mí). Se dio contra la pared y rebotó muy despacio, demasiado despacio.
Entonces es cuando ocurrió todo esto, Agente Especial Adams: el artilugio metálico y rojizo que flotaba sin alas a mi alrededor y que me miraba sin ojos de manera confusa pero que comprobé que sus intenciones eran casi asesinas habló con una voz chillona y muy, muy similar a la de una adolescente de 13 años con un pavo descomunal:
–Holi, vengo en son de paaaaaaaaaaaaaaaz, tía. ¿Amigas para siempre?
Ahí, confirmé su estupidez. Y que la vida extraterrestre no estaba en sus mejores años de inteligencia.
Yo... esto... en fin... me da miedo.
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