Observa minuciosamente ese trozo de papel. Poco a poco ve
más detalles. Las letras escritas dicen más que las palabras leídas.
Temblorosas. Hay tachones por doquier y desproporciones de tamaño. Estaba con
los nervios hasta las cejas mientras escribía, claramente. Pobre criatura,
tenía miedo de su reacción, y de la acción. Se da cuenta de que una lágrima
seca mora en el pie de la carta, y la firma está escrita con una fuerza
desmedida, desgarrando el papel. El propio arrancado de la hoja indica el nerviosismo.
Empieza a llorar, por el contenido de la carta. No para de llorar, y baña en
lágrimas el papel. La culpa empieza a invadir su mente, como una enfermedad. Al
final del escrito, la tristeza conquista poco a poco su corazón y purga el alma
de todo mal. La culpa continúa asentada en su cabeza, pero se debilita poco a
poco. Se engendra un nuevo pensamiento en su cerebro, el de imitar. La
imitación como solución a la culpabilidad, gana terreno a la culpabilidad en
sí. Aun así, el alma purificada se resiste a tan terrible final y la tristeza,
aun latente en su corazón, se torna enfermedad, tras cumplir su sagrado
cometido. Un rayo de luz de esperanza ilumina fugazmente su corazón, los
recuerdos. Esa chispa prende el fuego, y un incendio destructor da paso a la
resurrección de las cenizas. Coge aire y deja la hoja en la mesa. Se levanta y
grita libertad. Guarda los buenos recuerdos en la superficie y entierra los
malos en las profundidades. El fuego de la esperanza toma forma en su sonrisa y
arroja la culpa fuera, lejos.
A pesar
de todo, guarda la carta y acude al inevitable final.