Una bocanada de aire no es suficiente. Está exhausta y
descentrada. Siente la sangre a través de todas sus venas y el corazón late a
gran velocidad. Los ojos enrojecidos y las pupilas muy contraídas, desenfoca.
Respira muy rápido, jadea e hiperventila. Un par de contusiones se observan en
sus desnudos brazos. La camiseta deportiva blanca está empapada de sudor. Tiene
una brecha en la ceja de la que cae un hilillo de sangre. Los nudillos están
magullados y manchados de la sangre de otra. Clava su mirada en una figura
desenfocada, tendida en el suelo. Escupe sangre y se da cuenta de que el labio
está partido. Su pelo, hacía una hora recogido en una coleta, está desparramado,
como si de una sinfonía arrítmica se tratase. Oye los quejidos de la figura
desenfocada. Mira a su alrededor y consigue
enfocar un muro. Y otro. Y otro. Está en un callejón y las sirenas de la
policía están cada vez más cerca. Trepa por la pared. Corre por el tejado.
No piensa, corre.
Instinto primario. Salta al suelo desde el tejado, suerte de edificio de piso
único. Al caer, sufren las rodillas y los tobillos. El alarido probablemente la
delata, así que debe seguir corriendo. La noche es oscura y la calle está
vacía. Avanza dos manzanas antes de que el antiguo asma le pase factura,
aminora el ritmo, intenta respirar. Respira… Tiene que detenerse. Para. Se
sienta en el bordillo de la acera. Ahora, piensa. Piensa en lo que ha ocurrido
y en lo que puede ocurrir. Silencio en la inmensidad, no hay sirenas de
policía, no hay viento, no hay ruido. No sabe si está acabado el trabajo, se
supone que sería fácil. Una ejecución, nada de carreras, puñetazos o patadas.
Ya no estaba para esos trotes. Se pregunta si cobrará el cheque, o si vivirá el
día siguiente. Echa un último vistazo, escucha el silencio. Se levanta y
camina. Se promete una vida mejor, como cada noche, como cada día. Se aleja. Se
va.
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