No hace mucho tenía una cantimplora. No contenía agua, ni
vino, ni nada. Estaba vacía, inerte. Rodeada por un halo de misterio, la
cantimplora no se abría. Brillaba en la oscuridad, ennegrecía en la luminosidad.
Y era, por otro lado, una cantimplora solitaria. Incapaz de llenarse como es
debido, la cantimplora transpiraba. Era de tela, para nada un recipiente
impermeable. Pero era opaca. Las manos que intentaban agarrarla rebotaban y
resbalaban, nadie la asía con éxito. Pobre cantimplora, condenada a la nada…
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