lunes, 27 de enero de 2014

Por la gracia de dios, por designio del diablo


-No quiero vivir acorde a un plan, esclavo de mis metas o aferrado a un futuro fantasioso. No puedo soportar la idea de estar con nadie más que vosotros, pero me da miedo estar únicamente con vosotros. [Y donde digo vosotros también digo vosotras, y maldigo este lenguaje sexista.] Quiero improvisar y no tener planes; pero por las noches, mientras espero a que mis párpados se caigan y Morfeo me salpique con su arena, pienso. Y esos pensamientos son demasiado pretenciosos, ambiciosos, irreales, surreales, maravillosos, perfectos como para que se hagan realidad. Me deprime soñar después estas cosas tan dulces, simples y espectaculares porque estáis en estos sueños. Y, al despertar, me doy cuenta de que no estáis tan cerca, algunos ni tan siquiera están. Cuando estoy solo en casa, pensando para variar, sois lo más importante de mi vida; pero cuando estamos juntos, mi soledad se torna preciosa y apetecible, mi área de confort e impermeabilidad constante. Es como mi guarda protector, unos padres súper-protectores, como Rapunzel (la de Disney) en su torre: con miedo al exterior por las ideas tenebrosas y falsas que la soledad me ha inculcado a lo largo de estos pocos pero muy latentes años. A veces me aterroriza la sola idea de amistad, concilio o cualquier leve contacto superficial; es como una quimera inalcanzable que cuando la toco, quema; cuando la acaricio, raspa; cuando la agarro, arde; cuando la abrazo, pincha; y cuando la saboreo, escuece. Tengo que soltarla como si fuese veneno que supura, como si por mis poros fuese a entrar una sustancia letal y cancerígena. Creo que voy a morir cuando lo único que hace es darme vida. Me dais vida. Os necesito, y eso es algo malo, no hagáis caso de las historias de amor: la necesidad no es bella, es arenosa, estresante, adictiva, aditiva, malversa, tenebrosa y carente de pasión. Es una enfermedad, sois mi enfermedad. Necesito que estéis a mi lado para mí, por mí y únicamente a mi lado; pero también necesito que le contéis vuestra vida a otro, porque pienso que bastante tengo con mis problemas. Luego escucho vuestros problemas de refilón y me doy cuenta de lo estúpido que soy por creer que tengo problemas. Pero entonces es tarde y os habéis ido, u os habéis dado cuenta de mi indiferencia y ya no me contáis esas cosas. No soy cotilla, pero maldición, debería ayudaros si es que somos amigos. Y siempre me cierro a eso, a todo. Soy una cerradura echada sin llave que la abra. Soy un cofre del tesoro vacío. Un baúl de recuerdos por rellenar. Una vasija a la que miras a los ojos y no ves más que ojos de vidrio deshumanizado, sin brillo o resplandor que valga. Soy misántropo por la gracia de dios y filántropo por designio del diablo... 
Bueno, ya me he desahogado por el momento, gracias por escucharme.

-Perdone, esto es una guardería.

-Lo sé, pero los niños y los psicólogos son los únicos que no se ríen de mis problemas. Y estamos en crisis.




jueves, 23 de enero de 2014

Síndrome posfelicidad

Y así, dejó de escribir. Porque escribía en la tristeza y la agonía, y ya no sufría. Susurraba sus palabras a una hoja de papel manchado y quedaban plasmadas en tinta roja. Su habilidad y talento eran enterrados por la felicidad de ese puntual momento, que recordaba a cada instante; no era más un alma en pena, sino un recuerdo viviente. Sabía que no toda alegría es infinita, pero no le importaba. Sabía que pendía de un hilo, pero quería ser capaz de arriesgarse. ¡Ay, la cantidad de cosas que haría si tuviese el valor! Cuán feliz sería si al menos sus recuerdos no fuesen dos luces en la oscuridad, sino miles de fracasos a sus espaldas. Y tras esos pobres pensamientos, cogió de nuevo su pluma y comenzó a escribir. Siempre escribiendo, en vez de viviendo.

viernes, 17 de enero de 2014

Apéndice I de A picotazos

A menudo, Guillermo era un capullo. De hecho, Guillermo solía ser un capullo 60 minutos a la hora, 24 horas al día, 365 días al año, 5 años al lustro y dos lustros a la década. Es decir, había sido un capullo desde que nació. Fue un capullo. 16 años, un día y una hora. Eso es lo que había vivido.

Desafortunadamente para él y afortunadamente para el resto de la humanidad, ahora estaba muerto. Yacía en la acera de la calle Bravo Murillo, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, a las puertas de un 100 montaditos.

Su cuerpo estaba desparramado y ocupaba casi toda la calle, pero eran las cuatro de la madrugada de un miércoles laborable y nadie pasaba por ahí. Tenía una fuerte contusión en la cabeza, pero la clara causa de su muerte eran un corte de navaja en el cuello y una puñalada de cuchillo en el pecho. Sus ojos estaban entreabiertos y sus manos ensangrentadas.

Un río de sangre había bajado por su cuerpo hasta la acera, donde había formado un charco. De ese charco había surgido un hilillo de sangre que había descendido hasta la carretera donde se perdía bajo una alcantarilla.

A pesar de estos hechos, Guillermo se incorporó. Se encontraba perfectamente, estaba ágil y no sentía el más mínimo dolor. No tenía resaca ni el más mínimo sentimiento de culpa por los hechos sucedidos. Miró abajo y se vio a sí mismo tirado en el suelo.

Soltó un resoplo de duda. No era muy inteligente y le costaba trabajo procesar la información. Se quedó mirando su propio cuerpo inquisitivamente durante lo que le parecieron eones. Finalmente decidió irse a su casa pensando en que su madre podría estar preocupada.

“¿A dónde vas, chavalín?” inquirió una voz profunda, rasgada, cascada y grave.

“Eh…pues… ¿a ti qué te importa?”

“Mucho.”

“Pues vete a la mierda.”

“La estoy tocando.”

Una mano negra se apoyó en su hombro. Guillermo dio un respingo y dejó escapar un sonido miedoso. Siguió la estela del dedo corazón de la mano azabache con la mirada hasta una manga igual de negra y muy ancha. A la manga le siguió un hombro fuerte y una cabeza encapuchada.

Guillermo se apartó torpemente y tropezó con su propio cuerpo. Cayó al suelo y la figura encapuchada rio a mandíbula batiente. La figura sostenía con la otra mano una gigantesca azada. Se quitó la capucha y dejo ver su robusta y oscura cabeza.

La figura le tendió la mano y él la cogió para incorporarse.

“Creo que no me he presentado,” dijo amablemente el hombre de la azada. “Soy el agente Conco y me han asignado tu caso.”

“¿Mi caso, señor…Conco?,” Guillermo reprimió su risa, pero no pudo evitar la sonrisa malévola. Era un adolescente y eso es lo que hacen los adolescentes: emborracharse, follar, colocarse y, lo más común de todo, reírse por cualquier cosa.

“Así es.”

“¿Qué caso?”

“Señor Guillermo Fernández Laporta, debo informarle de que ha fallecido,” dijo solemnemente Conco. “Como puede ver, aquí está su cuerpo inerte así como mi mera presencia como prueba.”

“Claro, Su Señoría,” contestó burlonamente, al tiempo que realizaba una exagerada reverencia.

“Muy bien, ya te he informado de todo de manera pacífica y civilizada. Ahora pongámonos a bailar.”

“¿Qué?”

“Que nos vamos de aquí. Sígueme, púber.”

“¿A dónde vamos?”

“A vivir millones de aventuras, matar dragones, rescatar princesas y, por qué no, follárnoslas.”

“¿Qué?”

Conco lo miró muy fijamente con el rostro completamente serio.

“¿Tú eres tonto o algo? Si lo eres no viene en el informe, tendré que comentárselo a San Pedro.

“No, no soy tonto.”

“Entonces eres más lento de lo que creía. A ver, lumbreras, yo soy…eh…,” se quedó pensativo un momento, se aclaró la garganta y prosiguió. “YO SOY LA MUERTE, ¿VALE?, Y VENGO A LLEVARTE AL MÁS ALLÁ.”

“Hey, Hey…relaja, tronco.”

“Conco.”

“Lo que sea.”

“¿Vas a venir o te tengo que arrastrar?”

“¿Pero vamos de aventuras o no?”

“NO. No, no…, ay, Señor, dame paciencia. No, vamos al Más Allá donde San Pedro te dirá a dónde ir: al complejo estándar, donde va la mayoría de la gente, o al Infierno o al Cielo.”

“Vale…O sea, Dios existe.”

“No exactamente. Pero según tu informe…,” dijo mirando un cuaderno que se sacó de la manga, literalmente. “Según tu informe calculo que irás al Cielo.”

“¿Al Cielo? ¿En serio?  ¡Toma ya!”

“Sí, pero no es como tú te lo imaginas, créeme. Cuando morí yo hace ya…puf, mucho, me llevé una terrible decepción. Es más, es probablemente el peor castigo que te puedas encontrar, peor que el Infierno. En fin, sígueme.”

“Vale, nigger.”

“¿Qué?”

“Que vale, tigre.”


Y Guillermo siguió a aquella figura des encapuchada, que llevaba una azada y un cuaderno, que iba vestida con una larga túnica negra y que iba silbando el Para Elisa de Beethoven. Pensó que podría ser una experiencia interesante la de estar muerto. Y en efecto, la fue.

lunes, 6 de enero de 2014

El rugir del cordero

Atrapados bajo muros azulados,
Noqueados por la ese atravesada,
Desolados ante la tesitura hechizada,
Los corderos nos alzaremos atemorizados.

Rugiendo y abucheando embestiremos
Los cimientos del ultrajado arrumaco;
Abasteciendo con calumnias y tacos,
A aquellos embaucadores embaucaremos.

Reíd, oradores mudos, reíd,
Que quien ríe último ríe mejor.
Mugid, rumiantes falaces, mugid.

Porque, al fin y al cabo, vuestra labia;
Resquebrajada, maltratada y apagada;

No evitará el dictamen de la sabia.

domingo, 5 de enero de 2014

Poandoso

Poandoso es un hombre inquieto, elegante. Marcha de vez en cuando a la ciudad en busca de algo que robar, algo que comprar. Aunque él siempre lo toma todo prestado. Se engalana con las mejores ropas de su armario: pantalón negro ajustado, camisa de rayas, chaqueta negra de traje, corbata azul oscuro. Toda es barata, pero da el pego. Solo un poco.

Sale de su humilde choza en medio de la montaña silvestre para embutirse con sumo cuidado en su coche. Destartalado, sucio y antiguo, es su coche de viaje oficial. A penas arranca como es debido y muy de vez en cuando el limpiaparabrisas quita la roña de la luna. Aun así, gracias a que le falta la ventana de la puerta del conductor, puede conducir sacando la cabeza por la misma. Un show digno de ver.
Ya en la ciudad aparca con cuidado, deja la llave puesta y coloca un cartel en el que puede leerse:

Róbeme, por favor

Y así, se aleja alegremente hacia el salvaje interior de la ciudad. La rutina habitual se basa en un paseo por una calle ancha, repleta de tiendas que conquistan la calle con sus escaparates flotantes, abusivos y completamente agresivos. De la misma tienda roba cada día un bastón, cada día un modelo, altura y color diferente. Como es habitual, antes del robo saluda al pobre tendero –quién tras tantos años ya se lo sabe de memoria–, coge el bastón en cuestión y se la a la fuga a un ritmo trepidante. El resignado tendero se despide con el habitual gesto de paciencia y el movimiento de mano pausado.

Tras este irresistible momento de adrenalina pura y dura, Poandoso se dirige a su habitual puesto de observación. Con esa ropa falsamente elegante (y realmente sucia) se adentra en uno de los mejores barrios de la ciudad para ir a parar a un gran parque, reconocido pulmón de la ciudad. Aquí trepa al único árbol lo suficientemente grande como para ser trepado, se sienta y saca otro cartel. Este reza lo siguiente:

Aquí estoy yo,
Barón rampante

Durante dos horas está sentado, inmóvil, observando a los viandantes, los peatones y corredores amateurs. Su mirada fija y penetrante inquieta a todos; de hecho, de tan penetrante que es su mirada dejó a una mujer embarazada tiempo atrás.

Y de esta guisa llega la hora de la comida. Rica, rica comida le espera. Recoge el chiringuito montado en el árbol y desciende al mundo de los mortales. Trota hasta salir del parque dando empujones a la gente, gritando como un animal. Si tiene mucha hambre, irá a un césped y empezará a degustar la exquisita hierba que le brinda la alcaldía: corta, fresca y limpia.


Tras la comida, la siesta llega y se va a su verdadero hogar.