Poandoso es un hombre inquieto, elegante. Marcha de vez en
cuando a la ciudad en busca de algo que robar, algo que comprar. Aunque él
siempre lo toma todo prestado. Se engalana con las mejores ropas de su armario:
pantalón negro ajustado, camisa de rayas, chaqueta negra de traje, corbata azul
oscuro. Toda es barata, pero da el pego. Solo un poco.
Sale de su humilde choza en medio de la montaña silvestre
para embutirse con sumo cuidado en su coche. Destartalado, sucio y antiguo, es
su coche de viaje oficial. A penas arranca como es debido y muy de vez en
cuando el limpiaparabrisas quita la roña de la luna. Aun así, gracias a que le
falta la ventana de la puerta del conductor, puede conducir sacando la cabeza
por la misma. Un show digno de ver.
Ya en la ciudad aparca con cuidado, deja la llave puesta y
coloca un cartel en el que puede leerse:
Róbeme, por favor
Y así, se aleja
alegremente hacia el salvaje interior de la ciudad. La rutina habitual se basa
en un paseo por una calle ancha, repleta de tiendas que conquistan la calle con
sus escaparates flotantes, abusivos y completamente agresivos. De la misma
tienda roba cada día un bastón, cada día un modelo, altura y color diferente.
Como es habitual, antes del robo saluda al pobre tendero –quién tras tantos
años ya se lo sabe de memoria–, coge el bastón en cuestión y se la a la fuga a
un ritmo trepidante. El resignado tendero se despide con el habitual gesto de
paciencia y el movimiento de mano pausado.
Tras este
irresistible momento de adrenalina pura y dura, Poandoso se dirige a su
habitual puesto de observación. Con esa ropa falsamente elegante (y realmente
sucia) se adentra en uno de los mejores barrios de la ciudad para ir a parar a
un gran parque, reconocido pulmón de la ciudad. Aquí trepa al único árbol lo
suficientemente grande como para ser trepado, se sienta y saca otro cartel.
Este reza lo siguiente:
Aquí estoy yo,
Barón rampante
Durante dos
horas está sentado, inmóvil, observando a los viandantes, los peatones y
corredores amateurs. Su mirada fija y
penetrante inquieta a todos; de hecho, de tan penetrante que es su mirada dejó
a una mujer embarazada tiempo atrás.
Y de esta guisa
llega la hora de la comida. Rica, rica comida le espera. Recoge el chiringuito
montado en el árbol y desciende al mundo de los mortales. Trota hasta salir del
parque dando empujones a la gente, gritando como un animal. Si tiene mucha
hambre, irá a un césped y empezará a degustar la exquisita hierba que le brinda
la alcaldía: corta, fresca y limpia.
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