Y así, dejó de escribir. Porque escribía en la
tristeza y la agonía, y ya no sufría. Susurraba sus palabras a una hoja de
papel manchado y quedaban plasmadas en tinta roja. Su habilidad y talento eran
enterrados por la felicidad de ese puntual momento, que recordaba a cada
instante; no era más un alma en pena, sino un recuerdo viviente. Sabía que no
toda alegría es infinita, pero no le importaba. Sabía que pendía de un hilo,
pero quería ser capaz de arriesgarse. ¡Ay, la cantidad de cosas que haría si tuviese
el valor! Cuán feliz sería si al menos sus recuerdos no fuesen dos luces en la
oscuridad, sino miles de fracasos a sus espaldas. Y tras esos pobres
pensamientos, cogió de nuevo su pluma y comenzó a escribir. Siempre
escribiendo, en vez de viviendo.
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