lunes, 17 de febrero de 2014

Apéndice III de A picotazos

Mi alma está rota. Se rompió por usarla súbitamente, tras veinte años sin prestarle la más mínima atención.

Tengo un alma rota, un corazón helado y una mente que carbura a más de mil revoluciones por minuto.

Esto no es una nota de voz de suicidio, ni una carta leída de despedida. Esto es una advertencia. Os advierto a todos. Voy a visitaros, a todos y cada uno de vosotros a los que hice daño. Y también a los demás, con quienes no hice nada; a los que no hice nada.

Eso llenará el vacío que haya podido dejar en vuestros corazones  y eso arreglará mi alma. O, al menos, eso creo.


Empezaré por ti, Lucas, amigo mío. Apareceré en tu casa, intentaré llamar a la puerta. Hablaremos. Te preguntaré por tus sentimientos, te preguntaré qué sentiste al saber de mi muerte.

Luego te hablaré de mis sentimientos, de mi leve sabiduría y de cómo me sentí cuando peleamos aquél fatídico día. Recordaré cómo la lluvia nos envolvía y nuestros húmedos puños cerrados encontraban la carne y el hueso del otro provocando dolor en nuestros cuerpos. Recordarás cómo nuestras lágrimas se camuflaban en ese diluvio bíblico y nuestros ecos luchaban por quien nunca fue nuestra.

Pediré perdón por noquearte. Te noqueé al acertar en tu cabeza con mi codo, impulsado por una rabia y una ira y un odio desatados; y lo recordaré. Intentarás vengarte por eso abalanzándote sobre mí, enrojecido de furia. Pero me atravesarás como quien pasa por el marco de una puerta. El frío te inundará y te encogerás en la esquina de tu habitación.

Me arrodillaré y humillaré por lograr un resquicio de tu misericordia por dejarte tendido en aquel embarrado césped, inconsciente y magullado; acribillado por las finas balas que eran las gotas de lluvia.

¿Me perdonarás, amigo?


Luego acudiré a ti, Amelia, amiga mía. Apareceré en tu ventana, intentaré golpearla con una piedra. Hablaremos. Te preguntaré por tus sentimientos, te preguntaré qué sentiste al saber de mi muerte.

Y luego te cortejaré como debí haberlo hecho tiempo atrás. Te llevaré un ramo de rosas negras, un poema y mil disculpas. Te daré la declaración que mereciste tener.

Te asustarás y me rechazarás, como es debido esta vez. Recordaré cómo te entregué la foto, esa en la que Lucas yacía tendido en el suelo. Recordaré cómo te dije que lo había hecho por ti. Recordaré esa expresión en tu cara, de dolor, miedo y asco; una imagen que valió más que mil palabras. Te pediré perdón.

Me arrodillaré y humillaré por lograr un resquicio de tu misericordia por haberte insultado y denigrado; por haberte hecho cargar con la culpa de mis actos.

¿Me perdonarás, amiga?


Y acabaré contigo, Claudia. Ay, Claudia, a ti te vi llorar en mi cremación. Me apareceré en tu visita mensual a mi epitafio. Aquél en el que pone aquello de “llevaba muerto más de veinte años”. Hablaremos. Lloraremos.

Te pediré perdón por nunca hablarte claro, por no haberme atrevido a hablar de amor. Me arrepentiré de no haberte besado, ni de haberte acariciado. Y no podré hacerlo nunca más. Negaré haberte amado, porque una mentira piadosa puede ser mejor que una verdad irremediable.

Llorarás, pues ya lo haces ahora, y me insultarás. Desearás que estuviese vivo, desearás estar muerta. Amenazarás con el suicidio. Y yo reiré de desesperación y angustia; te pediré que vivas lo que yo no he podido. Soltaré mil clichés. Acabaré pidiéndote que vengas conmigo.

Me arrodillaré y humillaré por lograr un resquicio de piedad por mi alma corrompida, te pediré que arregles tu vida y que me olvides. Te diré que no merecía la pena ni estando vivo, y tendré razón. Te pediré perdón por joderte la vida y por ser tan irremediablemente atractivo. Sonreirás y con eso me iré feliz.

Sonreirás y me iré feliz.

Sonreirás.

Reirás.

Reirás y te irás feliz.

Sonreirás y serás feliz.

No volverás a mi epitafio, no derramarás una lágrima más por mí, porque he sido una mala persona. Te he hecho más daño del que puedo imaginar. Nunca me lo perdonaré, nunca lograré arreglar mi alma.


Pero, al menos, conseguiré derretir mi corazón.

sábado, 15 de febrero de 2014

¿Amor?, mis cojones.

Antes de empezar he de avisaros de que no estoy ni medio de acuerdo con nadie, ni tan siquiera conmigo mismo. Por eso, en el futuro es muy probable que piense de manera distinta con respecto a este tema, o cualquier otro. Debéis ser pacientes y comprensibles. Puede que en un futuro me debáis llamar “Benedick, the married man”. Por favor, que nadie se sienta ofendido porque esa no es mi intención.

Whatever.

La gente romántica que hace actos estúpidos para demostrar su amor es, a falta de una palabra mejor, más concreta y menos permisiva, imbécil. Es cierto que estar enamorado te puede llevar a realizar actos de dudosa cordura; pero llenar de pétalos la cama de tu amado o amada, dejarles una ristra de los mismos que les lleven al mejor desayuno de sus vidas, para después proceder a pasar un día agarrados de la mano, abrazados y viendo (diciendo, oyendo y haciendo) pasteladas que harían vomitar al mismísimo Cupido no es amor. Eso es probarse a uno o una mismo o misma que sí está enamorado o enamorada de la persona con la que comparte saliva y otros líquidos fluidos de mayor o menor importancia. Además, desde mi punto de vista masculino, el hombre tendrá una perpetua erección por muy romántico que sea [en ese sentido no puedo hablar en nombre de la mujer].

El amor es estar confuso, y no pasa nada por admitirlo. No hay seguridades porque el 100% de algo puede convertirse en el 0% de lo mismo en cuestión de segundos. Creo que también es importante hacer el amor (follar, speaking in silver), y no desplegar un abanico de sonetos, versos y florituras artísticas del tres al cuarto. Los que hacemos eso [sí, escribo mierdas de esas], y los que se comportan de manera extremadamente romántica (aplíquese cualquier género humano), o bien estamos más solos que la una y nos desahogamos escribiendo nuestras pajas mentales o, en una vertiente más común y muy deshonrosa, queremos llevar a alguien al huerto [juro solemnemente que mis intenciones no son buenas]. Y que no me vengan con gilipolleces porque es lo que pasa. Ni el romanticismo está muerto, ni el amor de verdad extinto: nunca ha existido.


Se puede hablar del amor de forma inteligente o de forma estúpida; y el 90% de la gente que habla de él lo hace de forma estúpida y empalagosa. Creo. Ya me diréis en qué grupo estoy.

lunes, 10 de febrero de 2014

Mardaëk

Él era aire y ceniza.
También era un ser apagado.
Pero volaba y reía.
Tenía al viento de su lado.

Se refugió bajo mármol.
Él era tierra y ceniza.
Nadie encontró su árbol.
Y cavaba y reía.

Rompió su cáscara de cieno.
Él era agua y ceniza.
Todos cayeron del cielo.
Pero nadaba y reía.

Ahuyentó los fantasmas del pasado.
Él era fuego y ceniza.
Cualquiera se convertía en barro.
Y él ardía y reía.

Él era aire.
Él era tierra.
Él era agua.
Él era fuego.

Pero, sobre todo, él era ceniza.

lunes, 3 de febrero de 2014

Apéndice II de A picotazos

Los ojos de Manuel estaban inyectados en sangre y su piel estaba sudorosa. La respiración era ruidosa, mientras que su torso bailaba al son de la música propulsada por sus fosas nasales.

Amelia estaba asustada, por supuesto. Manuel la había llamado para encontrarse con ella, pero no había dicho la razón. Su corazón latía con rapidez moderada y sus manos temblaban un poco.

“Hola, Amelia, pasa” dijo Manuel con una voz intensa y un aliento ajado. “¿Qué tal?”

Amelia se obligó a tranquilizarse, y tardó unos segundos en contestar. No quería sonar asustada o nerviosa. Mientras pensaba se adentró en la casa y se dirigió al salón, siguiendo las indicaciones de la mano de Manuel.

“Bien, Manuel, bien.”

“Así que sales con mi hija, ¿eh?,” su voz era neutra, pero su cara se tornaba cada vez más y más expresiva. Y la expresión de su cara era de cólera, perversión y sadismo.

“Así es. Ya llevamos saliendo un tiempo.”

“Y eres tú el hombre de la pareja, ¿no?” Manuel parecía tranquilizarse poco a poco, pero sus ojos seguían igual de rojos y abiertos y desorbitados que antes.

Amelia se sorprendió ante la pregunta, no la veía venir. Creía que había superado esa fase tanto a nivel social como personal. Intentó disimular la sorpresa esbozando una leve sonrisa. Pero como tardaba en contestar, Manuel empezó a ponerse nervioso.

Pensó rápidamente en cuál podría ser la mejor respuesta de todas, pero ninguna le pareció idónea ya que o bien se denigraba a sí misma, o bien a María. En cualquier caso, responder supondría dar por supuesto que en cualquier pareja debía un hombre y una mujer. Y estaba demostrado que el hombre en la pareja puede ser muy prescindible.

“No creo que ninguna de las dos seamos el hombre de la pareja” respondió al fin, ofendida.

Manuel dejó de moverse intranquilo y fijó sus ojos en ella. Lentamente se frotó los ojos y siguió mirándola.

Amelia estaba sentada en el sofá principal y él estaba sentado en el sillón y había cruzado las piernas. El silencio se apoderó de la habitación y eso incomodó a Amelia.

Entonces, súbitamente, Manuel se levantó y empezó a desabrocharse en cinturón del pantalón vaquero.

“Vamos a llegar a un acuerdo,” dijo tranquila y psicóticamente. “Me puedes hacer el favor que te voy a proponer…”

Se bajó la bragueta y sacó al aire su pene, de momento flácido, pero inmediatamente lo tapó con su camisa.

“…o no hacerlo,” concluyó susurrando.

Amelia se quedó paralizada. No sabía bien qué hacer. Lo primero que hizo fue apartar la mirada, mirando al techo, a la pared y al suelo alternativamente. Intentó no pensar en que su suegro se había sacado su cosa delante de ella mientras decía palabras que no sonaban muy bien fuera de contexto, y mucho menos en un contexto como ese. Cuando iba a pedir al hombre que volviese a vestirse entero, Manuel habló.

“Y este es el trato. Si me la chupas, prometo dar mi beneplácito y mi bendición a esta relación tan pecaminosa y asquerosa que te traes con mi hija; pero si, por el contrario, decides no hacerlo, haré de tu vida un infierno,” Sus ojos volvían a estar inyectados en sangre y su pene al aire, casi erecto esta vez, y su camisa estaba en el suelo. “Y créeme que cuando digo infierno, digo que te estaré torturando incluso aunque rompas con mi hija.”

Amelia no daba crédito, Manuel había sido un suegro bastante normal. La última vez que lo vio era un ser humano perfectamente emocional muy conmocionado por la muerte de su esposa. La muerte de su esposa. Eso debía ser.

Intentó pensar qué hacer, cómo salir de allí. El tiempo se ralentizó. No quería hacer nada con ese hombre. Con ningún hombre, de hecho. No es que le diesen asco los penes o los cuerpos de los hombres, simplemente no la gustaban. No la atraían. Primero pensó que de ninguna manera iba a arrodillarse para complacer físicamente a su suegro. Luego pensó que de ninguna manera iba a engañar a María con su propio padre. Después pensó que quizá fuese una oportunidad para probar algo nuevo, al fin y al cabo tenía veintinueve años y nunca había probado un pene. Finalmente decidió que iba a hacerle daño, pero sin querer.

Se dispuso a morderle con fuerza, así que se arrodilló. Cuando iba a llevar a cabo su inocente pero dañino plan, Manuel gritó.

“¡Manolo! ¿Se puede saber qué haces?”

Imposible. Era imposible. Hacía tan solo una semana de su muerte, pero había visto su cuerpo frío y azul en la morgue. Era físicamente imposible.

“¡Niña! ¿Por qué dejas que este salido te manipule de esta manera? ¿Es que no eres lesbiana? O más importante, ¿es que no quieres a mi hija?”

Amelia estaba paralizada, aterrorizada y arrodillada. No se atrevía a volver la cabeza. Manuel se había desmayado y había caído con buena fortuna en el sillón. Amelia no quería darse la vuelta. Estuvo así más de cinco minutos, no podía ni quería moverse. Tenía los ojos cerrados y temblaban todos los músculos de su cuerpo.

Por fin se dispuso a mirar. Respiró hondo y giró la cabeza. Nada ni nadie. No podía ser que hubiesen tenido los dos la misma alucinación.

Sin pensárselo dos veces cogió su abrigo, salió de la casa, subió en su coche y condujo hasta su piso. Allí comió techo toda la noche, sin atreverse a llorar o dormir.

Con los meses, Amelia fue olvidando el incidente hasta borrarlo completamente de su mente. Manuel pareció seguir igual de radiante y alegre que cuando su mujer vivía, hasta que dos años después apareció ahorcado. Su última voluntad fue que Amelia lo perdonase.