Mi alma está rota. Se rompió por usarla súbitamente, tras
veinte años sin prestarle la más mínima atención.
Tengo un alma rota, un corazón helado y una mente que
carbura a más de mil revoluciones por minuto.
Esto no es una nota de voz de suicidio, ni una carta leída
de despedida. Esto es una advertencia. Os advierto a todos. Voy a visitaros, a
todos y cada uno de vosotros a los que hice daño. Y también a los demás, con
quienes no hice nada; a los que no hice nada.
Eso llenará el vacío que haya podido dejar en vuestros
corazones y eso arreglará mi alma. O, al
menos, eso creo.
Empezaré por ti, Lucas, amigo mío. Apareceré en tu casa,
intentaré llamar a la puerta. Hablaremos. Te preguntaré por tus sentimientos,
te preguntaré qué sentiste al saber de mi muerte.
Luego te hablaré de mis sentimientos, de mi leve sabiduría y
de cómo me sentí cuando peleamos aquél fatídico día. Recordaré cómo la lluvia
nos envolvía y nuestros húmedos puños cerrados encontraban la carne y el hueso
del otro provocando dolor en nuestros cuerpos. Recordarás cómo nuestras
lágrimas se camuflaban en ese diluvio bíblico y nuestros ecos luchaban por
quien nunca fue nuestra.
Pediré perdón por noquearte. Te noqueé al acertar en tu
cabeza con mi codo, impulsado por una rabia y una ira y un odio desatados; y lo
recordaré. Intentarás vengarte por eso abalanzándote sobre mí, enrojecido de
furia. Pero me atravesarás como quien pasa por el marco de una puerta. El frío
te inundará y te encogerás en la esquina de tu habitación.
Me arrodillaré y humillaré por lograr un resquicio de tu
misericordia por dejarte tendido en aquel embarrado césped, inconsciente y
magullado; acribillado por las finas balas que eran las gotas de lluvia.
¿Me perdonarás, amigo?
Luego acudiré a ti, Amelia, amiga mía. Apareceré en tu
ventana, intentaré golpearla con una piedra. Hablaremos. Te preguntaré por tus
sentimientos, te preguntaré qué sentiste al saber de mi muerte.
Y luego te cortejaré como debí haberlo hecho tiempo atrás.
Te llevaré un ramo de rosas negras, un poema y mil disculpas. Te daré la
declaración que mereciste tener.
Te asustarás y me rechazarás, como es debido esta vez.
Recordaré cómo te entregué la foto, esa en la que Lucas yacía tendido en el
suelo. Recordaré cómo te dije que lo había hecho por ti. Recordaré esa
expresión en tu cara, de dolor, miedo y asco; una imagen que valió más que mil
palabras. Te pediré perdón.
Me arrodillaré y humillaré por lograr un resquicio de tu
misericordia por haberte insultado y denigrado; por haberte hecho cargar con la
culpa de mis actos.
¿Me perdonarás, amiga?
Y acabaré contigo, Claudia. Ay, Claudia, a ti te vi llorar
en mi cremación. Me apareceré en tu visita mensual a mi epitafio. Aquél en el
que pone aquello de “llevaba muerto más de veinte años”. Hablaremos.
Lloraremos.
Te pediré perdón por nunca hablarte claro, por no haberme
atrevido a hablar de amor. Me arrepentiré de no haberte besado, ni de haberte
acariciado. Y no podré hacerlo nunca más. Negaré haberte amado, porque una
mentira piadosa puede ser mejor que una verdad irremediable.
Llorarás, pues ya lo haces ahora, y me insultarás. Desearás
que estuviese vivo, desearás estar muerta. Amenazarás con el suicidio. Y yo
reiré de desesperación y angustia; te pediré que vivas lo que yo no he podido.
Soltaré mil clichés. Acabaré pidiéndote que vengas conmigo.
Me arrodillaré y humillaré por lograr un resquicio de piedad
por mi alma corrompida, te pediré que arregles tu vida y que me olvides. Te
diré que no merecía la pena ni estando vivo, y tendré razón. Te pediré perdón
por joderte la vida y por ser tan irremediablemente atractivo. Sonreirás y con
eso me iré feliz.
Sonreirás y me iré feliz.
Sonreirás.
Reirás.
Reirás y te irás feliz.
Sonreirás y serás feliz.
No volverás a mi epitafio, no derramarás una lágrima más por
mí, porque he sido una mala persona. Te he hecho más daño del que puedo
imaginar. Nunca me lo perdonaré, nunca lograré arreglar mi alma.