Los
ojos de Manuel estaban inyectados en sangre y su piel estaba sudorosa. La
respiración era ruidosa, mientras que su torso bailaba al son de la música
propulsada por sus fosas nasales.
Amelia
estaba asustada, por supuesto. Manuel la había llamado para encontrarse con
ella, pero no había dicho la razón. Su corazón latía con rapidez moderada y sus
manos temblaban un poco.
“Hola,
Amelia, pasa” dijo Manuel con una voz intensa y un aliento ajado. “¿Qué tal?”
Amelia
se obligó a tranquilizarse, y tardó unos segundos en contestar. No quería sonar
asustada o nerviosa. Mientras pensaba se adentró en la casa y se dirigió al
salón, siguiendo las indicaciones de la mano de Manuel.
“Bien,
Manuel, bien.”
“Así
que sales con mi hija, ¿eh?,” su voz era neutra, pero su cara se tornaba cada
vez más y más expresiva. Y la expresión de su cara era de cólera, perversión y
sadismo.
“Así
es. Ya llevamos saliendo un tiempo.”
“Y
eres tú el hombre de la pareja, ¿no?” Manuel parecía tranquilizarse poco a
poco, pero sus ojos seguían igual de rojos y abiertos y desorbitados que antes.
Amelia
se sorprendió ante la pregunta, no la veía venir. Creía que había superado esa
fase tanto a nivel social como personal. Intentó disimular la sorpresa
esbozando una leve sonrisa. Pero como tardaba en contestar, Manuel empezó a
ponerse nervioso.
Pensó
rápidamente en cuál podría ser la mejor respuesta de todas, pero ninguna le
pareció idónea ya que o bien se denigraba a sí misma, o bien a María. En
cualquier caso, responder supondría dar por supuesto que en cualquier pareja
debía un hombre y una mujer. Y estaba demostrado que el hombre en la pareja
puede ser muy prescindible.
“No
creo que ninguna de las dos seamos el hombre de la pareja” respondió al fin,
ofendida.
Manuel
dejó de moverse intranquilo y fijó sus ojos en ella. Lentamente se frotó los
ojos y siguió mirándola.
Amelia
estaba sentada en el sofá principal y él estaba sentado en el sillón y había
cruzado las piernas. El silencio se apoderó de la habitación y eso incomodó a
Amelia.
Entonces,
súbitamente, Manuel se levantó y empezó a desabrocharse en cinturón del
pantalón vaquero.
“Vamos
a llegar a un acuerdo,” dijo tranquila y psicóticamente. “Me puedes hacer el
favor que te voy a proponer…”
Se
bajó la bragueta y sacó al aire su pene, de momento flácido, pero
inmediatamente lo tapó con su camisa.
“…o
no hacerlo,” concluyó susurrando.
Amelia
se quedó paralizada. No sabía bien qué hacer. Lo primero que hizo fue apartar
la mirada, mirando al techo, a la pared y al suelo alternativamente. Intentó no
pensar en que su suegro se había sacado su cosa delante de ella mientras decía
palabras que no sonaban muy bien fuera de contexto, y mucho menos en un
contexto como ese. Cuando iba a pedir al hombre que volviese a vestirse entero,
Manuel habló.
“Y
este es el trato. Si me la chupas, prometo dar mi beneplácito y mi bendición a
esta relación tan pecaminosa y asquerosa que te traes con mi hija; pero si, por
el contrario, decides no hacerlo, haré de tu vida un infierno,” Sus ojos
volvían a estar inyectados en sangre y su pene al aire, casi erecto esta vez, y
su camisa estaba en el suelo. “Y créeme que cuando digo infierno, digo que te
estaré torturando incluso aunque rompas con mi hija.”
Amelia
no daba crédito, Manuel había sido un suegro bastante normal. La última vez que
lo vio era un ser humano perfectamente emocional muy conmocionado por la muerte
de su esposa. La muerte de su esposa. Eso debía ser.
Intentó
pensar qué hacer, cómo salir de allí. El tiempo se ralentizó. No quería hacer
nada con ese hombre. Con ningún hombre, de hecho. No es que le diesen asco los
penes o los cuerpos de los hombres, simplemente no la gustaban. No la atraían. Primero
pensó que de ninguna manera iba a arrodillarse para complacer físicamente a su
suegro. Luego pensó que de ninguna manera iba a engañar a María con su propio
padre. Después pensó que quizá fuese una oportunidad para probar algo nuevo, al
fin y al cabo tenía veintinueve años y nunca había probado un pene. Finalmente
decidió que iba a hacerle daño, pero sin querer.
Se
dispuso a morderle con fuerza, así que se arrodilló. Cuando iba a llevar a cabo
su inocente pero dañino plan, Manuel gritó.
“¡Manolo!
¿Se puede saber qué haces?”
Imposible.
Era imposible. Hacía tan solo una semana de su muerte, pero había visto su cuerpo
frío y azul en la morgue. Era físicamente imposible.
“¡Niña!
¿Por qué dejas que este salido te manipule de esta manera? ¿Es que no eres
lesbiana? O más importante, ¿es que no quieres a mi hija?”
Amelia
estaba paralizada, aterrorizada y arrodillada. No se atrevía a volver la
cabeza. Manuel se había desmayado y había caído con buena fortuna en el sillón.
Amelia no quería darse la vuelta. Estuvo así más de cinco minutos, no podía ni
quería moverse. Tenía los ojos cerrados y temblaban todos los músculos de su cuerpo.
Por
fin se dispuso a mirar. Respiró hondo y giró la cabeza. Nada ni nadie. No podía
ser que hubiesen tenido los dos la misma alucinación.
Sin
pensárselo dos veces cogió su abrigo, salió de la casa, subió en su coche y
condujo hasta su piso. Allí comió techo toda la noche, sin atreverse a llorar o
dormir.
Con
los meses, Amelia fue olvidando el incidente hasta borrarlo completamente de su
mente. Manuel pareció seguir igual de radiante y alegre que cuando su mujer
vivía, hasta que dos años después apareció ahorcado. Su
última voluntad fue que Amelia lo perdonase.
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