Érase una vez un zapatero. Era extraño
y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a
caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con
quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el
último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su
ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su
objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no
quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino
de aquellas personas que recibieron sus zapatos.
1985.
El primer par de zapatos los regaló.
Alma no tenía un nombre corriente, ni una cara común; tampoco su
personalidad era adecuada para clasificarla. El zapatero tenía
veinticuatro años, la misma edad que Alma, cuando prendó enamorado
de ella.
Alma nació un 12 de enero, un día
frío y seco. En cuanto aprendió a andar, encontró reconfortante
pisotear las hojas resecas y petrificadas por el frío que encontraba
todos los inviernos en la calle, muy similares a las hojas sobre las
que resbaló su padre cuando corría al hospital para conocerla (no
le pasó nada, sólo dolor donde la espalda pierde su nombre durante
toda la tarde).
Alma dedicó su adolescencia a leer,
salir con sus amigas y experimentar con chicos, como debía hacer
cualquier chica respetable de edad doliente que quisiese encajar en
la sociedad. En cuanto cumplió edad de decidir (esto es, decidir qué
votar, qué estudiar y qué hacer con su vida), prefirió dedicarse a
escribir, salir con sus amigos y experimentar con chicas, como debía
hacer cualquier joven universitaria respetable de edad jovial que
quisiese encajar en la sociedad. La graduación universitaria
(estudió Literatura, aunque sabe dios qué aprendió) la convirtió
en mujer y lo celebró saliendo de fiesta con amigos y con amigas, y
experimentando con prácticas sexuales bondage.
Alma conoció a Alberto a la mañana
siguiente, resacosa y dolorida (se descontroló) aunque perfectamente
satisfecha. Era una mañana seca, como es normal en Madrid, soleada y
fresca (para los estándares madrileños en junio). Alma caminaba de
vuelta a su casa, vestido sucio al ojo observador, zapatos rotos en
la mano y cara de no haber dormido en cinco años; y se cruzó con
Alberto, absorto en sus pensamientos. Alma lo vio y presenció al
mismísimo Apolo: era un joven con camiseta de manga corta, con gafas
puestas de moda por Tom Cruise hacía un par de años en esa película
que no le había gustado demasiado, y pantalones cortos, cortos,
que dejaban aventurar algo entre las piernas que parecía no estar
muy sujeto. Por supuesto, era mortal y se llamaba Alberto tal y como
averiguó tres horas después, después de exhalar el último aliento
sexual que le quedaba en el cuerpo.
Alberto fue la primera persona de la
que Alma se enamoró, por breve que fuese la dicha. Pero los romances
veraniegos están condenados a romperse en cuanto la primera hoja
seca toca el asfalto todavía caliente del otoño. El último día
que pasaron juntos, un 23 de noviembre, Alberto le dio una caja de
zapatos, la miró a los ojos y le dijo lo que nadie le había dicho
antes, o le diría después: “Ten, te he hecho unos zapatos”.
Alberto, siendo el romántico que era, no era bueno con las palabras.
Los zapatos eran hermosos, por supuesto, pero lo más importante es
que eran cómodos, elegantes y encajaban como un guante. Alma se los
probó y, mientras Alberto deslizaba su pie dentro del zapato, no
pudo evitar sentirse como Cenicienta, aunque fuese por el instante
más breve.
Partieron caminos y Alma sintió el
peso en sus hombros. No porque tuviese el corazón roto, ni porque
sintiese que había cometido el mayor error de su vida, sino porque
tenía el mundo ante sí y las posibilidades eran infinitas... y tan
pocas.
Alma escribió, no necesitaba trabajar.
Su familia siempre había sido pudiente, así que vivió con sus
padres hasta los veintinueve años, cuando publicó su primera
novela, y tuvo éxito: Las cinco Muertes. Una siguió a otra,
era una escritora de éxito.
Al final, se casó. Encontró en Fátima
a su, ejem, alma gemela. Se rieron mucho a costa de eso en la boda. A
Fátima la conoció una noche, en la gala de los Goya, los premios de
cine de España, ya que una película basada en su cuarta novela (La
casa) era una de las favoritas.
Fátima era actriz y las sentaron al lado, ya que Fátima tenía
todas las de ganar a pesar de ser la única nominación de su
película y tenían que ponerla en un extremo del pasillo para que
pudiese salir a recoger el cabezón. Al ganar, Fátima, que no iba
acompañada, no sabía qué hacer así que abrazó a la persona que
tenía al lado y, ya que el Pisuerga pasa por Valladolid, le plantó
un beso en los labios. Cuando volvió a sentarse, Alma se inclinó y
le preguntó por qué había hecho eso. Fátima le confesó que su
cita la había dejado plantada (había roto con ella, de hecho) y se
sentía demasiado sola en una noche tan feliz. Acabaron haciendo un
69 en la casa de Alma. Tras un largo noviazgo, se casaron a las tres
semanas de legalizarlo.
Cada
vez que Alma se calzaba los zapatos, Alma se sorprendía de su buen
estado. No había nada mágico en ellos, se gastaban y la suela
desaparecía, el color estaba ligeramente perdido pero no se habían
dado de sí, y no estaban mínimamente rotos. A la vuelta de la luna
de miel, Alma buscó a Alberto. Lo encontró en su pequeña zapatería
y le preguntó que cómo es que si hacía zapatos tan buenos, no
tenía más dinero. Alberto se limitó a señalar el cartel que había
en la entrada: “8 de 12”. “Sólo voy a hacer doce zapatos”.
Alma lo miró, desconcertada, con una leve sonrisa en su cara.
Alberto la miraba desde detrás de unas gafas de media luna, que
pegaban con su aspecto pero no su edad, y con un alfiler en la boca;
no sonreía, pero sus ojos eran cálidos. Alma asintió y disponía a
irse cuando Alberto carraspeó y le ofreció sentarse. Se contaron
sus vidas como los viejos amigos que eran.
Alma y
Fátima adoptaron un niño y una niña, eran huérfanos y quisieron
darles un hogar. Fátima llegó a estar nominada al Oscar (Alma llevó
sus zapatos a la gala). Y Alma se aventuró a escribir guiones (fue
un fracaso). Alma escribió varios libros más, pero ninguno tuvo
tanto éxito como Donde descansa el búho,
un libro sobre un ermitaño que publicó al poco de reencontrarse con
Alberto.
Como siempre , un texto bien construido y es un placer leerlo. Se va notando la solera del tiempo y siempre se queda uno con ganas de más. Enhorabuena Miguel
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