viernes, 16 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Alma.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1985.
El primer par de zapatos los regaló. Alma no tenía un nombre corriente, ni una cara común; tampoco su personalidad era adecuada para clasificarla. El zapatero tenía veinticuatro años, la misma edad que Alma, cuando prendó enamorado de ella.
Alma nació un 12 de enero, un día frío y seco. En cuanto aprendió a andar, encontró reconfortante pisotear las hojas resecas y petrificadas por el frío que encontraba todos los inviernos en la calle, muy similares a las hojas sobre las que resbaló su padre cuando corría al hospital para conocerla (no le pasó nada, sólo dolor donde la espalda pierde su nombre durante toda la tarde).
Alma dedicó su adolescencia a leer, salir con sus amigas y experimentar con chicos, como debía hacer cualquier chica respetable de edad doliente que quisiese encajar en la sociedad. En cuanto cumplió edad de decidir (esto es, decidir qué votar, qué estudiar y qué hacer con su vida), prefirió dedicarse a escribir, salir con sus amigos y experimentar con chicas, como debía hacer cualquier joven universitaria respetable de edad jovial que quisiese encajar en la sociedad. La graduación universitaria (estudió Literatura, aunque sabe dios qué aprendió) la convirtió en mujer y lo celebró saliendo de fiesta con amigos y con amigas, y experimentando con prácticas sexuales bondage.
Alma conoció a Alberto a la mañana siguiente, resacosa y dolorida (se descontroló) aunque perfectamente satisfecha. Era una mañana seca, como es normal en Madrid, soleada y fresca (para los estándares madrileños en junio). Alma caminaba de vuelta a su casa, vestido sucio al ojo observador, zapatos rotos en la mano y cara de no haber dormido en cinco años; y se cruzó con Alberto, absorto en sus pensamientos. Alma lo vio y presenció al mismísimo Apolo: era un joven con camiseta de manga corta, con gafas puestas de moda por Tom Cruise hacía un par de años en esa película que no le había gustado demasiado, y pantalones cortos, cortos, que dejaban aventurar algo entre las piernas que parecía no estar muy sujeto. Por supuesto, era mortal y se llamaba Alberto tal y como averiguó tres horas después, después de exhalar el último aliento sexual que le quedaba en el cuerpo.
Alberto fue la primera persona de la que Alma se enamoró, por breve que fuese la dicha. Pero los romances veraniegos están condenados a romperse en cuanto la primera hoja seca toca el asfalto todavía caliente del otoño. El último día que pasaron juntos, un 23 de noviembre, Alberto le dio una caja de zapatos, la miró a los ojos y le dijo lo que nadie le había dicho antes, o le diría después: “Ten, te he hecho unos zapatos”. Alberto, siendo el romántico que era, no era bueno con las palabras. Los zapatos eran hermosos, por supuesto, pero lo más importante es que eran cómodos, elegantes y encajaban como un guante. Alma se los probó y, mientras Alberto deslizaba su pie dentro del zapato, no pudo evitar sentirse como Cenicienta, aunque fuese por el instante más breve.
Partieron caminos y Alma sintió el peso en sus hombros. No porque tuviese el corazón roto, ni porque sintiese que había cometido el mayor error de su vida, sino porque tenía el mundo ante sí y las posibilidades eran infinitas... y tan pocas.
Alma escribió, no necesitaba trabajar. Su familia siempre había sido pudiente, así que vivió con sus padres hasta los veintinueve años, cuando publicó su primera novela, y tuvo éxito: Las cinco Muertes. Una siguió a otra, era una escritora de éxito.
Al final, se casó. Encontró en Fátima a su, ejem, alma gemela. Se rieron mucho a costa de eso en la boda. A Fátima la conoció una noche, en la gala de los Goya, los premios de cine de España, ya que una película basada en su cuarta novela (La casa) era una de las favoritas. Fátima era actriz y las sentaron al lado, ya que Fátima tenía todas las de ganar a pesar de ser la única nominación de su película y tenían que ponerla en un extremo del pasillo para que pudiese salir a recoger el cabezón. Al ganar, Fátima, que no iba acompañada, no sabía qué hacer así que abrazó a la persona que tenía al lado y, ya que el Pisuerga pasa por Valladolid, le plantó un beso en los labios. Cuando volvió a sentarse, Alma se inclinó y le preguntó por qué había hecho eso. Fátima le confesó que su cita la había dejado plantada (había roto con ella, de hecho) y se sentía demasiado sola en una noche tan feliz. Acabaron haciendo un 69 en la casa de Alma. Tras un largo noviazgo, se casaron a las tres semanas de legalizarlo.
Cada vez que Alma se calzaba los zapatos, Alma se sorprendía de su buen estado. No había nada mágico en ellos, se gastaban y la suela desaparecía, el color estaba ligeramente perdido pero no se habían dado de sí, y no estaban mínimamente rotos. A la vuelta de la luna de miel, Alma buscó a Alberto. Lo encontró en su pequeña zapatería y le preguntó que cómo es que si hacía zapatos tan buenos, no tenía más dinero. Alberto se limitó a señalar el cartel que había en la entrada: “8 de 12”. “Sólo voy a hacer doce zapatos”. Alma lo miró, desconcertada, con una leve sonrisa en su cara. Alberto la miraba desde detrás de unas gafas de media luna, que pegaban con su aspecto pero no su edad, y con un alfiler en la boca; no sonreía, pero sus ojos eran cálidos. Alma asintió y disponía a irse cuando Alberto carraspeó y le ofreció sentarse. Se contaron sus vidas como los viejos amigos que eran.
Alma y Fátima adoptaron un niño y una niña, eran huérfanos y quisieron darles un hogar. Fátima llegó a estar nominada al Oscar (Alma llevó sus zapatos a la gala). Y Alma se aventuró a escribir guiones (fue un fracaso). Alma escribió varios libros más, pero ninguno tuvo tanto éxito como Donde descansa el búho, un libro sobre un ermitaño que publicó al poco de reencontrarse con Alberto.

1 comentario:

  1. Como siempre , un texto bien construido y es un placer leerlo. Se va notando la solera del tiempo y siempre se queda uno con ganas de más. Enhorabuena Miguel

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