Érase una vez un zapatero. Era extraño
y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a
caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con
quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el
último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su
ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su
objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no
quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino
de aquellas personas que recibieron sus zapatos.
1991.
Clara se sentía poderosa cuando
caminaba con sus zapatos de tacones. El sonido que hacían al chocar
contra el suelo la embriagaba, era un placer, casi una filia.
Clara era ejecutiva, de las que
parecían no tener alma porque jugaban con los sueldos de sus
empleados menos privilegiados y coqueteaban con la idea de destruir
el medio ambiente por un porcentaje ligeramente más elevado. Vestía
trajes a medida, grises, marrones o negros; todavía con hombreras y
esos peinados noventeros que, años después, al mirar las fotos,
producirían cierta vergüenza y provocarían que intentase
justificarse como quien se defiende de una acusación de asesinato.
Tras un lustro en su puesto, Clara
estaba triste. Su trabajo era exigente y agotador, desprendía un
hedor a escoria humana y las pesetas que ganaba no parecían llenar
su desazón. Tenía ahorrado bastante dinero, llevaba una vida
austera, casi espartana: su piso era pequeño (un salón-comedor, una
habitación, un baño, una cocina y una pequeña terraza donde dejar
un par de plantas), la decoración era práctica (muebles y lámparas,
poco más) y sus posesiones materiales, más allá de los trajes para
el trabajo, superaban en número a los necesarios, pero no llegaban a
cantidades exorbitantes. Tenía una amplia colección de libros y
películas (en formato VHS), amén de un potro con varios lienzos y
pinturas por estrenar. Porque, veréis, Clara era una artista.
Clara había comenzado su carrera de
ejecutiva por la seguridad salarial, pensando en que ganaría dinero
para vivir sin miedo y tendría tiempo para pintar. Pero, oh, estaba
equivocada. No había tenido ni un mísero segundo que perder, y si
lo tenía, estaba demasiado cansada para crear y sólo quería
consumir (leer era más exigente que ver películas, por lo que la
mayoría de las veces se limitaba a quedarse dormida delante de la
televisión).
Una mañana, llegaba tarde al trabajo.
No era un día importante, aunque su jefe (porque siempre hay un
jefe) decía que todos los días eran importantes (pero si todos los
días eran importantes, en realidad, ninguno lo era). Sin embargo, la
sensación de llegar tarde al trabajo nunca era de agrado para Clara.
Como todo el mundo sabe, correr con
tacones es un deporte de alto riesgo, por lo que Clara nunca lo hacía
(además, correr hacía que sus pasos fuesen ligeros y, por ello, el
sonido del tacón al tocar el suelo fuese menos reconfortante). Pero
ahora correteaba, iba rápido, no quería llegar tarde por primera
vez en su vida. La fortuna, el destino, o Dios, dependiendo de las
creencias de cada cual, optó por decidir que debía llegar tarde.
Se le rompió un tacón: era de aguja y
era cuestión de tiempo. Paró en seco sin saber qué hacer. No podía
descalzarse, estaba a más de cinco manzanas del metro y la calle
estaba sucia, y el metro estaba sucio. No podía romper el otro
tacón, porque los zapatos no funcionan así. Miró a su alrededor:
una zapatería. No era muy grande, pero era una zapatería. Tendría
que cruzar la calle a la pata coja, pero era realizable.
Al entrar en la zapatería, el mundo
paró. Parecía que había entrado en otra dimensión, como si el
tiempo se ralentizase, una quietud estable la envolviese. Se oía un
ligero martilleo lejano, no había nadie atendiendo. Clara pensó que
para ser una zapatería tenía muy pocos zapatos a la venta (es
decir, ninguno). Carraspeó con la exasperación con la que estaba
acostumbrada a tratar a la gente en su trabajo. El zapatero apareció.
Era joven, limpio y parecía tener un halo de conformismo a su
alrededor que calmó a Clara con la misma rapidez que un rayo cae
sobre la tierra. El zapatero sonrió y preguntó en qué podía
ayudarla. Clara pidió, con sus mejores y más sinceros modales,
comprar un par de zapatos cuanto antes, pero el zapatero lamentó el
hecho de que esta fuese una zapatería dedicada en exclusiva a la
reparación y restauración y, en menor medida, a la confección de
calzado. Le explicó que sólo iba a hacer doce zapatos en toda su
vida y quería que éstos fuesen a parar en personas realmente
importantes, interesantes o que lo mereciesen realmente.
Clara preguntó, entonces, cuánto
tardaría en arreglar sus zapatos. El zapatero los inspeccionó, negó
con la cabeza: “No merece la pena”. “¿Entonces?”, preguntó
Clara. El zapatero se limitó a guardar el par de zapatos de Clara en
una caja y la metió en la trastienda, salió con otra caja, de la
que sacó unas manoletinas claramente usadas. “Vuelve en dos días”,
dijo mientras le tendía el calzado. Clara llegó tarde a trabajar,
pero llegó.
A los dos días, Clara volvió a la
zapatería, calzada con otro par de zapatos y con las manoletinas en
una bolsa. El zapatero no estaba por ningún lado, aunque intuyó que
debía estar por la trastienda amartillando, por el sonido que venía
de dentro. En el mostrador, dos pares de zapatos la esperaban. Uno de
los pares era el suyo, arreglado, con una tarjeta con el precio. El
otro era un par de zapatos de terciopelo verde oscuro con tacones
gruesos y elegantes, con motivos de plata que los adornaban con
modestia. Su tarjeta ponía un precio con la explicación de que si
los compraba, se llevaba su par de zapatos arreglado gratis.
Clara llamó al zapatero, pero el
martilleo nunca cejó, y el zapatero nunca salió. Dejó el dinero en
el lugar en el que estaban los zapatos nuevos y se llevó los dos
pares de zapatos. El primer día que se puso su nuevo par, dejó
su trabajo y dedicó sus ahorros a mantenerse viva mientras se
convertía en una de las mejores pintoras de fin de milenio (y
principios del siguiente).
Que interesante, el giro en este texto que hace mas importante el resultado final que la idea general. Me gusta
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