lunes, 19 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Benjamín.

Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.



2009.
Las circunstancias alrededor de las cuales Benjamín de la Cueva adquirió el décimo par de zapatos, se escapan al entendimiento humano. Al menos, a su propio entendimiento, que en capacidad de ser humano, es incapaz de comprender.
Benjamín tenía sesenta y cinco años, y era de noche. Paseaba por una avenida, a horas en las que normalmente la gente duerme y descansa, ve la televisión en sus casas empotradas contra el sofá y roncando con suavidad (o violencia) cuando caía en los brazos de Morfeo delante de la parpadeante caja tonta. Así, paseaba en soledad. Y algo ocurrió.
De la nada, un joven apareció y tiró de él. No era un tirón violento, pero era firme y seguro. Benjamín no supo qué hacer, siendo todo tan repentino, y se dejó llevar. El joven lo guió hasta una furgoneta, de las que usan en las películas para secuestrar a la gente, y lo metió dentro. En su interior, dos jóvenes más esperaban sentados, vestidos con pasamontañas y unos uniformes de lana negra que parecían sacados de una peripecia hollywoodiense. Le gritaron que no gritase, le ordenaron que obedeciese y le pusieron una mordaza en la boca, y una cuerda alrededor de las muñecas. “Vas a ayudarnos a atracar un banco”, dijo el joven con la cara destapada, el que le había agarrado de la muñeca en medio de la calle. Tenía la piel tersa, blanca y rojiza en los pómulos; una barba incipiente, de no más de tres días, empezaba a poblar su cara y el pelo lo llevaba oculto por un gorro, pero se dejaba entrever puntas amarillas que indicaban, con un alto porcentaje de seguridad, que era rubio. Sus ojos, verdes a rabiar, tenían un tizne de tristeza que impedía que Benjamín sintiese miedo. Benjamín, que no era ajeno a la necesidad, entendió que se había metido en algo de lo que no sería fácil salir, pero, aunque el quería colaborar porque no tenía planeado morir hasta dentro de veinte años, si es que debía morir en algún momento, se encontró negando con la cabeza.
Alguien golpeó la pared delantera y una voz femenina recordó que tenían prisa. Y la furgoneta arrancó. Durante la media hora que duró el trayecto, los tres jóvenes intentaron convencer a Benjamín, entre amenazas, súplicas y quejidos, usando la táctica de poli bueno (súplicas), poli malo (amenazas) y poli patético (quejidos). Benjamín aceptó.
El golpe sería fácil, pero necesitaban a alguien que fingiese problemas médicos. Así que Benjamín procedió a fingir un ataque al corazón delante del empleado de seguridad que vigilaba el objetivo. El empleado fue raudo, profesional, por lo que la distracción sólo fue útil los dos minutos que tardó en llamar a una ambulancia y en asegurarse que vendría. El instinto de supervivencia de Benjamín entró en acción, se levantó y echó a correr como el diablo.
Se sorprendió a sí mismo de su capacidad atlética, ahora que estaba jubilado pensaba que no sería capaz de correr pero parecía que le quedaba al menos una carrera más en el cuerpo. Corrió hasta una pequeña calle a unos tres kilómetros del banco que seguramente acababa de apresar a los atracadores. Le dolían los pies.
Los pies le dolían porque había salido a pasear con las zapatillas de andar por casa y acababa de correr un buen trecho: estaban destrozadas y un par de heridas sangraban con calma desde sus pies semi-descalzos. Una puerta se abrió. “Pasa”, dijo una voz. Benajmín entró. El hombre sentó a Benjamín en un sillón, todo el recinto olía a artesanía. Benjamín vio que se encontraba en una pequeña zapatería artesana. El hombre tenía unos zapatos a medio arreglar encima de una mesa. Benjamín respiraba rápidamente, todavía recuperándose de la carrera.
El hombre le trajo un taburete con un cojín y le hizo poner los pies sobre él. Le curó las heridas de los pies y le tomó medidas; todo esto sin soltar una palabra por su boca. Benjamín habló gran parte del tiempo, comentando cómo había llegado hasta allí, por qué estaba así, y tal y cual. El hombre respondía con gruñidos amables. Cuando acabó de curarle, se puso a hacer unos zapatos. “¿Tienes prisa?”, le preguntó el hombre. Benjamín se encogió de hombros: “no, realmente”. El hombre le miró, le sonrió, asintió.
Benjamín salió de la zapatería a los tres días con su nuevo par de zapatos calzados. Parecía que los hubiese llevado toda su vida, le parecía estar flotando en una nube, en una colchoneta, sobre césped recién cortado. Benjamín moriría veinte años después, como tenía planeado, sin haberse quitado sus zapatos excepto para dormir.


1 comentario:

  1. De nuevo un relato muy bien estructurado y con una historia bien resuelta. Enhorabuena Miguel

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