2009.
Las circunstancias alrededor de las
cuales Benjamín de la Cueva adquirió el décimo par de zapatos, se
escapan al entendimiento humano. Al menos, a su propio entendimiento,
que en capacidad de ser humano, es incapaz de comprender.
Benjamín tenía sesenta y cinco años,
y era de noche. Paseaba por una avenida, a horas en las que
normalmente la gente duerme y descansa, ve la televisión en sus
casas empotradas contra el sofá y roncando con suavidad (o
violencia) cuando caía en los brazos de Morfeo delante de la
parpadeante caja tonta. Así, paseaba en soledad. Y algo ocurrió.
De la nada, un joven apareció y tiró
de él. No era un tirón violento, pero era firme y seguro. Benjamín
no supo qué hacer, siendo todo tan repentino, y se dejó llevar. El
joven lo guió hasta una furgoneta, de las que usan en las películas
para secuestrar a la gente, y lo metió dentro. En su interior, dos
jóvenes más esperaban sentados, vestidos con pasamontañas y unos
uniformes de lana negra que parecían sacados de una peripecia
hollywoodiense. Le gritaron que no gritase, le ordenaron que
obedeciese y le pusieron una mordaza en la boca, y una cuerda
alrededor de las muñecas. “Vas a ayudarnos a atracar un banco”,
dijo el joven con la cara destapada, el que le había agarrado de la
muñeca en medio de la calle. Tenía la piel tersa, blanca y rojiza
en los pómulos; una barba incipiente, de no más de tres días,
empezaba a poblar su cara y el pelo lo llevaba oculto por un gorro,
pero se dejaba entrever puntas amarillas que indicaban, con un alto
porcentaje de seguridad, que era rubio. Sus ojos, verdes a rabiar,
tenían un tizne de tristeza que impedía que Benjamín sintiese
miedo. Benjamín, que no era ajeno a la necesidad, entendió que se
había metido en algo de lo que no sería fácil salir, pero, aunque
el quería colaborar porque no tenía planeado morir hasta dentro de
veinte años, si es que debía morir en algún momento, se encontró
negando con la cabeza.
Alguien golpeó la pared delantera y
una voz femenina recordó que tenían prisa. Y la furgoneta arrancó.
Durante la media hora que duró el trayecto, los tres jóvenes
intentaron convencer a Benjamín, entre amenazas, súplicas y
quejidos, usando la táctica de poli bueno (súplicas), poli malo
(amenazas) y poli patético (quejidos). Benjamín aceptó.
El golpe sería fácil, pero
necesitaban a alguien que fingiese problemas médicos. Así que
Benjamín procedió a fingir un ataque al corazón delante del
empleado de seguridad que vigilaba el objetivo. El empleado fue
raudo, profesional, por lo que la distracción sólo fue útil los
dos minutos que tardó en llamar a una ambulancia y en asegurarse que
vendría. El instinto de supervivencia de Benjamín entró en acción,
se levantó y echó a correr como el diablo.
Se sorprendió a sí mismo de su
capacidad atlética, ahora que estaba jubilado pensaba que no sería
capaz de correr pero parecía que le quedaba al menos una carrera más
en el cuerpo. Corrió hasta una pequeña calle a unos tres kilómetros
del banco que seguramente acababa de apresar a los atracadores. Le
dolían los pies.
Los pies le dolían porque había
salido a pasear con las zapatillas de andar por casa y acababa de
correr un buen trecho: estaban destrozadas y un par de heridas
sangraban con calma desde sus pies semi-descalzos. Una puerta se
abrió. “Pasa”, dijo una voz. Benajmín entró. El hombre sentó
a Benjamín en un sillón, todo el recinto olía a artesanía.
Benjamín vio que se encontraba en una pequeña zapatería artesana.
El hombre tenía unos zapatos a medio arreglar encima de una mesa.
Benjamín respiraba rápidamente, todavía recuperándose de la
carrera.
El hombre le trajo un taburete con un
cojín y le hizo poner los pies sobre él. Le curó las heridas de
los pies y le tomó medidas; todo esto sin soltar una palabra por su
boca. Benjamín habló gran parte del tiempo, comentando cómo había
llegado hasta allí, por qué estaba así, y tal y cual. El hombre
respondía con gruñidos amables. Cuando acabó de curarle, se puso a
hacer unos zapatos. “¿Tienes prisa?”, le preguntó el hombre.
Benjamín se encogió de hombros: “no, realmente”. El hombre le
miró, le sonrió, asintió.
Benjamín salió de la zapatería a los
tres días con su nuevo par de zapatos calzados. Parecía que los
hubiese llevado toda su vida, le parecía estar flotando en una nube,
en una colchoneta, sobre césped recién cortado. Benjamín moriría
veinte años después, como tenía planeado, sin haberse quitado sus
zapatos excepto para dormir.
De nuevo un relato muy bien estructurado y con una historia bien resuelta. Enhorabuena Miguel
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