Érase una vez un zapatero. Era extraño
y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a
caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con
quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el
último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su
ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su
objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no
quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino
de aquellas personas que recibieron sus zapatos.
2006.
El reputado y conocido amante del arte
del calzado, el mayor experto en suelas y lengüetas, en cordones y
tacones del mundo, George Adelaine Andersen, el quinto hijo de un
lord inglés, que renunció a los títulos nobiliarios (las sobras
que le dejasen sus hermanos) por amor al zapato, se enteró de la
existencia de un zapatero español a principios del nuevo milenio, y
se prometió a sí mismo conseguir un par de zapatos de tan selecto
artesano.
G. A. Andersen, más conocido como
Andy, era un hombre sabio criado con ternura por su madre, Adelaine
Andersen (nacida como Crawford). Su condición de último hijo le
brindó la oportunidad de ser criado a placer por la madre, sin
ningún tipo de intervención paterna, ninguna intención oculta para
llevarlo al Parlamento, a las Olimpiadas o a Buckingham Palace.
Su padre nunca le prestó demasiada
atención, sus hermanos y hermanas se llevaban muy bien con él, y
era el confidente de la familia: su madre le decía todo lo que se le
pasaba por la cabeza, sus hermanos se quejaban de la exigencia de su
padre, sus hermanas de lo encerradas que estaban con su padre como
patriarca familiar. Pero había algo para lo que su padre siempre
pensaba en él: limpiar sus zapatos.
Andy heredó de su padre un buen
pellizco de dinero y se mudó a Escocia, donde viviría hasta el
final de sus días, una vida tranquila. Andy se despojó de sus
títulos y encontró trabajo en la tienda de lujo más reputada de
Glasgow como vendedor de zapatos y rápidamente se convirtió en el
mayor connaisseur, y tras años de estudio, directamente en el
mayor experto del mundo.
Andy era un venerable jubilado (y rico
porque supo mantener su fortuna con inteligentes inversiones y un
espíritu emprender -invirtió en cine y televisión con gran éxito-)
de setenta y siete años cuando, al comienzo del nuevo siglo, llegó
a sus oídos rumores sobre un zapatero artesano tan íntimo y
perfeccionista que se negaba a hacer zapatos salvo e contadas
excepciones y que se jactaba del hecho con un cartel fuera de su
tienda especificando el número de zapatos que llevaba hechos y el
número en el que dejaría de hacer zapatos. Y una chispa se encendió
en su interior.
Una chispa no es todo lo que se
encendió en su interior. Un cáncer creció y provocó que su viaje
a España se tuviese que retrasar. Combatió su cáncer con una
fiereza inusual para su carácter, siempre tierno y amable. En sus
ojos, el fuego interno del deseo por un par de zapatos tan exclusivo
como esos. Cinco años de lucha, y Andy venció.
Andy bajó a España acompañado de
Ronald, un sobrino de su misma condición (en todo salvo lo relativo
a los zapatos). Encontraron la tienda con gran dificultad,
reconociéndola únicamente por el cartel que indicaba un “8 de 12”
en la puerta.
La conversación con el zapatero fue
espléndida, aunque tuvo que convencerlo para que le hiciese el par
de zapatos. Finalmente, el zapatero aceptó sabiéndose en la
presencia de G. A. Andersen, el mayor experto en calzado del mundo.
El zapatero les pidió que le diesen una semana, que aprovecharon
para hacer turismo por esa ciudad tan apagada, tan vibrante.
A la semana, el zapatero les recibió
con un par de zapatillas deportivas. No eran nada parecido a la alta
costura a la que Andy estaba acostumbrado, pero tampoco eran como
esos productos de fábrica hechos por explotados que las grandes
marcas intentan exprimir con el mayor margen, esas zapatillas que
parecen confeccionadas a latigazos, y seguramente lo sean. No, eran
zapatillas deportivas artesanas. Andy puso el grito en el cielo,
exigió zapatos de verdad.
El zapatero sonrió y se encogió de
hombros. Y en un perfecto inglés dijo: “Tienes que ampliar tus
horizontes. Serán 798 euros, déjelos en el mostrador”. Y se dio
la vuelta y se fue. Ronald instó a Andy que al menos probase a ver
cómo le quedaban. A regañadientes, Andy lo hizo y sintió una
comodidad que no había conocido ni con sus mejores pantuflas.
Andy lloró de felicidad.
Con cada relato , me interesa cada vez mas la trayectoria del zapatero. También me interesa cada vez mas tu trayectoria como escritor. Me gusta
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