Tras una semana profundamente
agotadora nada le apetece. Un sigiloso pero firme paso le pone frente al
abismo. Irónicamente cree que la tranquilidad y la indiferencia con la que ha
vivido eran virtudes, pero ahora sabe que no. Una gota de sudor resbala por su
cuello. ¿Realmente desea eso? Un sonido suave y crujiente pasa por detrás. Da
media vuelta, pero no hay nada. Vuelve a girar de cara al abismo. Recuerda
fugazmente una película en que el malo preguntaba si temían al abismo a todos
los moribundos. Una media sonrisa se dibuja en su cara. Pero, sin desearlo, ese
recuerdo le lleva a su infancia. Y empieza a recordar con una claridad
deslumbrante y detallada su época preferida: la de la ignorancia y felicidad.
Cuando era un niño de media altura, ni alto ni bajo y apenas sabía nada más
allá de escribir y leer aunque cometía ciertamente unas faltas de ortografía
bastante graves. Pero era lo normal a su edad. Su cara era delgada pero no
flacucha, se podían contar sus costillas por la delgadez de su cuerpo, pero no
le faltaba comida. Reía bastante, a veces por las cosas más absurdas. Nadie daba
un duro por él, nadie creía que pudiese convertirse en el intelectual (según
otros era pseudo-intelectual) que es. Hacía deporte, aunque era mediocre, quizá
por ello era tan flaco. Era la época de los pokémon y a él le gustaban. También había visto una
película llamada Harry Potter. Qué tiempos aquellos en los que no pensaba, se
dice frente al abismo. Toda su preocupación, allá por el año 2001, era jugar
debidamente a Harry Potter, Star Wars, o a cualquier superhéroe en el recreo,
formando parte de la élite de niños que no jugaban al fútbol. Mas hacía deporte:
el hockey era algo que le venía de familia -sus primos jugaban-. Efectivamente
él también lo hacía, pero lamentablemente su talento no era el deporte. Frente
al abismo intenta seleccionar una historia de su infancia que merezca la pena
contar, o recordar. Una historia que conjugue inteligencia y aventura; comedia
y drama. Pero por más que busca solo puede encontrar historietas graciosillas,
dramas de niño burgués, aventuras de parques y con la inteligencia de un
mosquito. Y se sorprende pensando en lo que menos esperaba pensar. Una pequeña
libélula pasa por su lado, y le recuerda que amó durante un período de tiempo.
Una etapa tan cruel como la adolescencia se le implantó en el cerebro y no
hacía más que pensar en lo mísera que era su existencia. Eso le hace dar un
paso hacia adelante. Pero mira hacia abajo y observa el hermoso contraste que
ofrecen sus pies enfundados en zapatillas de deporte con el fin del barranco,
del color verde intenso del césped gracias a las lluvias otoñales, y el oscuro
final de su vida, del abismo. Esta visión produce en él un hermoso recuerdo. Un
parque en el que corre en su post-adolescencia, la oscuridad de un amor
frustrado y no bien revelado, la civilización que apresa al ser humano. Y
entonces empieza a recordar esa etapa en la que pasó de ser una ignorante feliz
a un pobremente cultivado infeliz. Esa etapa que la mayoría dice que es la mejor
pero que para él no fue así. Una lástima que no se hubiese convertido en
víctima del suicidio en aquel entonces, piensa ante estos recuerdos. Un
torrente de vida le inunda y se echa cuatro pasos hacia atrás. Si no lo hice
entonces, ¿por qué ahora?, se pregunta con un tono de reproche en su
pensamiento. Su adolescencia fue convencional, pero él insiste en creer que no
fue así. Quiere creer que la vida, el karma o que Dios lo han tratado mal, que
es un pobre mártir a quien nadie quiere. Y puede que sea verdad, pero eso en
realidad no es culpa de Dios, del karma o de la vida. La culpa siempre fue,
era, es, será y sería suya. Nadie ha tenido tanto poder sobre él que él mismo.
Pudo besar, acariciar, alabar, querer bien, amar mejor; pudo follar, hacer el
amor, practicar el coito; pero prefirió ser la oveja negra, el bicho raro.
Nadie lo trataba como tal, pero él quería verse así. Deseaba con todas sus
fuerzas ser autista, tener algún síndrome, ser mudo. Pero no tenía más problema
que la cobardía y la pereza a superar la cobardía. Se hacía la víctima siempre
que podía. Odiaba bailar, o eso decía; amaba el cine, o eso decía. Poco de
verdad había en sus palabras que realmente estaban vacías de mentiras. Mucha ironía
en lo que dices encierra una verdad como un templo, eso todo el mundo ha de
saberlo pero él se empeñaba en ignorarlo y en no creerlo. Poco a poco se
descubrió a sí mismo tal y como era: pero era muy tarde y decidió olvidarlo. Ni
qué decir tiene que un hombre que se ama a sí mismo y se odia a sí mismo con
tanto fervor será virgen muchas primaveras. Y quizá sea por eso por lo que el
suicidio cruzó su mente a los diecisiete años, dieciséis años. Pero los años
pasaron y la adolescencia ha dado paso a la juventud. Una juventud infantil, en
la que está pasando la edad del pavo. Por ello, en realidad no es joven, sino
post-adolescente. Y la cabeza deja de lado el instituto y abraza la
universidad. Esa etapa en la que aún está. Pues nuestro protagonista, el que
está al borde del abismo, no tiene más de dieciocho años. Empieza a pensar en
lo que aún le queda por aprender, y la pereza se apodera de él. Un paso hacia
adelante. Piensa en lo que dirán de él por no tirarse al vacío, por ser cobarde
una vez más en su vida. Un paso hacia adelante. Observa sus manos, temblorosas
y sudorosas, y piensa en a quién pudo tocar con ellas. Un paso hacia adelante.
Pero ahora piensa en a quién puede tocar, a quién todavía puede tocar con ellas
y el nerviosismo le hace pensar al revés. Y da el último paso hacia adelante.
De nuevo está al borde del abismo. Se agacha, y acaba en posición de cuclillas.
Tapa la cara con sus manos. Resopla. Una lágrima cae por su mejilla. Y piensa
profundamente. Recuerda a sus amistades, sus familiares. Abraza la idea de
morir con todas sus fuerzas. Pero no quiere ver la caída, por lo que se da
media vuelta y mira al interior. Ve el campo verde, las montañas con una
alfombra también verde, salpicadas de motas marrones y negras-las rocas-, una
carretera que no afea el paisaje, simplemente lo actualiza. Un coche fuera de
lugar, el cual robó a sus padres. Un chófer que le trajo hasta aquí, un amigo,
bajo el pretexto de salir de fiesta. La botella de alcohol que convención al
amigo. El amigo, aún borracho, meando. Y como un fantasma, aparece un segundo
coche. En el vienen otros amigos suyos. Y viene esa chica que tanto le gusta.
Ve a su gran amigo Guni, ve cómo gesticula. Ya no oye nada, pero en los labios
lee las palabras, ‘no lo hagas’. Presupone que su amigo Bacho, el borracho, ha informado
a su más cercano amigo de sus intenciones. De alguna manera, esos amigos han
encontrado la manera de entrar en contacto con su familia. Y presupone que Guni
ha hablado con la chica que le gusta, la misma que viene en el coche con él, y
con su padre. Empieza a llorar desconsoladamente. Hay gente que le quiere, hay
gente a quien le importa, hay gente humana. El miedo se apodera de él al ver a
la mujer más hermosa espiritual y físicamente que jamás ha visto, y siente la
necesidad de dejarse caer hacia atrás. Pero entonces siente como varias manos
le cogen y lo tiran al suelo. Y oye un susurro al oído que le llena de alegría.
Es su amigo el borracho que le dice: ’No hay huevos a vivir’. Y toma el reto,
lo acepta. Se zafa de los demás y echa a correr monte arriba. Mira hacia atrás
y ve que solamente le siguen dos personas, Guni y Ella. Se tira al suelo y
empieza a reír de la felicidad. La vida ha llamado a su puerta y la ha dejado
entrar. Su amigo le dice que está loco y se va. Se queda a solas con Ella. Este
es el momento más difícil de su vida, y ella a quien conoce hace cinco meses
está allí, sonriendo. Dejan de sonreír y se miran a los ojos. Una nueva vida
empieza y quiere hacerlo a su lado le susurra él. Ella sonríe. Y esa sonrisa le
devuelve la esperanza, la alegría.