Comprendió todo cuanto habían dicho aquellos delincuentes
vociferantes que a gritos clamaban por algo llamado libertad, comprendió que no
todo es blanco o negro… comprendió que nadie era imperfecto. Alumbró un pequeño
papel con forma de gabardina en el que letras casi transparentes reclamaban su
atención. Decían “no pienses en un elefante amarillo haciendo malabares sobre
un tren en marcha y cantando flamenco”. Ya no podía pensar en otra cosa. Apagó
la vela y encendió la luz del techo y una figura humana entró en la habitación.
Se trataba de un hombre muy desnudo, con todo al aire (sí, todo), no mucho más
mayor que ella. Se le cayó la bien apagada vela y soltó un gritito extraño. El
hombre puso los brazos en jarra y sonrió con media boca mientras asentía con la
cabeza. Ella, por su parte, abrochó el último de los botones de su rebeca, por
si acaso. El hombre avanzó muy decidido hacia ella sin decir nada, ella balbuceaba
torpemente cosas como “No… aparta… aquí no…. pene… asco… cerdo… elefante
amarillo haciendo malabares sobre un tren en marcha y cantando flamenco…
virginidad… rastafari…”. Él, sin quitar su pose de superman, frunció el ceño
adoptando una cara similar a la que había puesto minutos antes en el baño al
intentar en vano evacuar aguas mayores debido a que llevaba tres días estreñido
y, por lo tanto, sin poder cagar. Claramente estaba confuso. Ella se abalanzó
sobre él, de improviso, arrancando su propia blusa dando un alarido de
satisfacción y furia y rabia, dejando al descubierto su sujetador; mientras, la
cara de él cambió radicalmente pareciendo la cara había puesto en un universo
paralelo al conseguir unos minutos antes evacuar todas las heces y demás
desechos que por su interior circulaban. En otras palabras: se había quedado
muy a gusto. Renglón seguido ella olfateó un poco el aire, dándose cuenta del
que anteriormente violador y actual violado había adelgazado en cuestión de
segundos tres o cuatro kilos de su peso. Huelga decir que aquello no olía a
rosas. Entonces ella se levantó y bufó en señal de reproche. Le dio una patada
en el estómago y después se agachó para darle un beso en los labios y de paso
morderle el labio inferior haciéndole sangre. Ipso facto él se levantó, con las
manos en la boca y muy enfadado. Se lanzó sobre ella, que estaba de espaldas,
de un salto y la bajó la falda según caía. Ella llevaba unas bragas de cuello
vuelto monísimas. Ella giró la cabeza dramáticamente y sus ojos se clavaron en
el hombre. Él susurró un insulto (“zorra esperpéntica”) y empezó a masturbarse
con rabia. Ella se mordió el labio inferior sensualmente y sacó de su bolso (de
repente tenía uno), lo cargó y disparó sobre el valiente gilipollas que la
estaba molestando aunque ella no sabía qué la molestaba tanto de aquel tipo si
tan solo quería satisfacer sus instintos animales mediante su vagina y debía
sentirse alagada. En medio de estos pensamientos se alzó el hombre, en modo
zombie, y corrió hacia ella. Ella con la pistola transformada en bate
espachurró la cabeza del malhechor por siempre jamás.
Además, ya estaba sonando el despertador.