Parte VII.
Lourdes no fue consciente de que había agarrado la mano de
Amatista hasta que la soltó, y sintió
cómo la cara se le ponía roja. Carraspeó y se recolocó en su asiento incómoda,
y miró a todas partes menos a Amatista.
Mario le había puesto un trapo mojado en la cabeza a la
chica, pero ella lo había tirado disimuladamente al suelo. Mario y Deina
hablaban y Veva seguía mirando por la ventana. Lourdes se levantó y fue a sentarse
junto a la chica.
“Hola”, dijo mientras se sentaba, “gracias por…”
“No pasa nada”, le interrumpió la chica sonriendo, “Iván es
un buen amigo.”
“Me llamo Lourdes”, dijo tendiendo la mano.
“Sabrina”, contestó la chica mientras le estrechaba la mano.
“¿Te llamas Sabrina?”, dijo Lourdes intentando reprimir la
sonrisa divertida que se le había dibujado en la cara, “¿y eres una bruja
adolescente?”
“Sí, ¿por?”, preguntó Sabrina confusa.
“Nada, nada… cosas muggles”, dijo Lourdes, “¿de qué conoces
a mi hermano?”
“Es el mejor amigo de mi hermano”, respondió señalando a
Mario por encima de su hombro, “voy un curso por detrás.”
“¿Y estás mejor del golpe o lo que haya sido?”, preguntó
Lourdes.
“Sí, sí.”
“¡Estimadas pasajeras, no me complace informaros de que hay cerca
de diez magilicías acercándose hacia la avioneta!”, dijo Doña Dolores por la
megafonía.
Amatista, Veva y Mario saltaron como resortes, sacando sus
varitas al instante. Deina y Sabrina, las únicas que no estaban al lado de una
ventana, también sacaron sus varitas, pero tardaron unos segundos más y
tuvieron que correr hacia las ventanas libres. Lourdes, que se había levantado
sin saber qué hacer, estaba en medio del pasillo.
“¡No os rindáis sin luchar, cielos!”, dijo Doña Dolores por
megafonía.
“Vamos a necesitar ojos en la cabina”, dijo Mario mientras
se recolocaba las gafas después de que al abrir la ventana el viento las
hubiese descolocado.
“Voy yo”, dijo Deina alejándose de su ventana.
“No, tú puedes hacer magia”, dijo Lourdes, “ya voy yo.”
Lourdes no esperó a que respondiese nadie, cogió su mochila
y salió por la puerta. En la cabina había más ectoplasma que al entrar, pero
Lourdes saltó el charquito que había en el suelo y se sentó en el asiento del
copiloto.
“¡Muggle!, ¿qué haces aquí delante?”, preguntó Doña Dolores
mientras apartaba la vista del frente para mirarla.
“Mario necesitaba ojos aquí”, dijo Lourdes mientras se
abrochaba el cinturón, “y tú tienes suficiente con pilotar la avioneta.”
“¡Qué cielo eres!”, dijo Dolores. A Lourdes le sorprendió
que la fantasma fuese capaz de agarrar los mandos de la avioneta, pero claro,
pensó en que quién era ella para cuestionar las reglas de la vida fantasmal.
Así que se limitó a coger el micrófono y miró a su frente.
Vio que había diez figuras en escobas que se acercaban desde
el frente de la avioneta. Volaban a mucha velocidad, varitas encendidas y en
alto, y en línea recta hacia ellas. Cuando estaban lo suficientemente cerca
como para distinguir de las figuras algo más que las luces de las varitas,
Lourdes vio que estaban encapuchadas. Las tres de la izquierda y las tres de la
derecha viraron ligeramente y aceleraron hacia los lados de la avioneta,
mientras que cuatro de las figuras seguían volando hacia el frente.
“¡Os van tres por cada lado!”, gritó Lourdes por el
micrófono. Inmediatamente se tuvo que agachar porque vio cómo las cuatro
figuras que quedaban en frente lanzaban rayos azules hacia la avioneta. No vio
lo que hicieron los rayos, pero oyó que el cristal de la cabina se rompía y le
cayeron unos cuantos trozos encima.
Echó un vistazo y vio que se estaban acercando de nuevo las
figuras y, de reojo, vio destellos de luz tanto a la derecha como a la
izquierda de ella, asumiendo que la batalla detrás había empezado. El viento
hacía que el pelo le tapase la cara. Volvió a agacharse inmediatamente y abrió
su mochila. Buscó los cuchillos entre la ropa, pero le temblaban las manos de
nervios y frío. Consiguió coger un cuchillo por el mango y lo sacó.
“No sé de qué te va a servir, cielo”, le dijo Doña Dolores
mientras la miraba de reojo, “di a los de atrás que se agarren bien que voy a
hacer maniobras.”
Lourdes repitió las órdenes y se agarró ella misma al panel
de control, todavía agarrando el cuchillo. Sujetó con las piernas la mochila y
cerró los ojos. Sintió las maniobras de la avioneta, subiendo y bajando y
poniéndose boca abajo durante un par de segundos.
“Ya está, creo que nos hemos desecho de unos pocos”, dijo
Doña Dolores con dulzura. Lourdes lo repitió por el micrófono pero en seguida
los hechizos de los magilicías empezaron a impactar en la avioneta, haciéndola
retumbar.
Una figura encapuchada apareció enfrente de Doña Dolores y
Lourdes. La cara, visible a la luz de su propia varita, era la de un hombre
serio y concentrado. Alzó la varita hacia Lourdes y un chorro de luz roja
empezó a emanar de ella a gran velocidad. Lourdes, con reflejos casi felinos,
alzó el cuchillo de su mano e, inexplicablemente para ella, el hechizo no le
dio. Rebotó en la superficie del filo del cuchillo y se perdió entre las nubes.
El hombre, claramente sorprendido, tardó unos segundos en reaccionar, lo que
dio una ligera ventaja a Lourdes, que le lanzó el cuchillo con todas sus
fuerzas y se agachó a su mochila, buscando el otro.
Lo encontró rápidamente, a la vez que un hechizo impactaba
en el respaldo de su asiento y le echaba un poco de cuero y relleno por la
espalda y el pelo, y lo lanzó también hacia el hombre. Se agachó de nuevo sin
tener tiempo para ver si había acertado y esperó muy quieta hasta que otro
hechizo impactó en el asiento. Empezó a buscar un objeto arrojadizo en la
mochila y encontró la varita.
Durante una fracción de segundo pareció como si el tiempo se
hubiese parado, y un torrente de imágenes arrasó en su cabeza, imágenes de
muchos resultados posibles según la decisión que tomase y las consecuencias que
la siguiesen. ¿Intentaba usarla? ¿Se la tiraba al hombre pudiendo darle dos
armas? No tuvo que pensarlo dos veces y agarró bien fuerte la varita. Se alzó y
apuntó al hombre.
“¡CONFRINGO!”,
bramó Lourdes. El hombre se sorprendió, pero reaccionó como si fuese una bruja
quien hubiese bramado el hechizo. La sorpresa hizo que su reacción no fuese muy
mañosa, y cayó de su escoba. Pero de la punta de la varita no surgió más que un
poco de humo y un sonido de motor roto.
Doña Dolores rugió riendo, “¡qué maravilla, muggle!”, Doña
Dolores la miraba con una sonrisa triunfal, “¡chica, has derribado a un mago!
¡Sin magia!”
Pero Lourdes, aunque satisfecha con que la escabechina
hubiese sido útil, no pudo evitar pensar que la varita no le había hecho caso y
que no era una bruja. Pero no era momento para lamentarse. Cogió el micrófono y
habló, “me he deshecho de uno aquí, ¿necesitáis algo? No hay nadie más aquí
delante.”
Durante unos segundos no pasó nada. La batalla detrás
seguía, había flashes de luz y temblores en la avioneta, pero había silencio en
la cabina roto por el silbar del viento contra los cristales rotos.
Entonces
oyó un grito y la puerta se abrió. Deina apareció, horrorizada.
“Veva dice que tienes una varita de sobra”, dijo sin
aliento.
Lourdes, sin mediar palabra, le lanzó la varita con
suavidad. Deina la cogió al vuelo y la miró durante un segundo, “gracias, me
has salvado la vida”, y volvió a meterse en la batalla.
“¿Por dónde vamos?”, preguntó Lourdes.
“Sobrevolando Castilla y León, creo”, respondió Doña
Dolores, según decía esto, la avioneta salió de las nubes y surcaron el cielo
despejado, “sí, Castilla y León.”
“Estamos sobrevolando Castilla y León”, dijo al micrófono
Lourdes, “¿cuántos quedan?”
Nadie contestó, pero los flashes de luz que antes provenían
de ambos lados de la avioneta ahora solo venían desde la derecha y la avioneta
se ladeaba a la izquierda cada vez que un hechizo impactaba, así que sumió que
todos los que quedaban debían estar a la derecha. Después de unos minutos sin
poder hacer nada, se sintió más inútil de lo que ya se sentía sin poder usar
magia y decidió desabrocharse y salir de la cabina.
En el pasillo vio que Amatista, Mario y Deina luchaban desde
las ventanas contra dos encapuchados, creyó contar Lourdes, y Sabrina atendía a
Veva, que parecía estar inconsciente. Lourdes corrió hacia ellas.
“¿Qué le ha pasado?”, preguntó a Sabrina.
“Nada grave”, dijo Sabrina rápidamente, “un Expelliarmus mal
apuntado le dio y rompió con la cabeza la ventana abierta, tiene un cristal
clavado pero no creo que la herida sea profunda.”
“Ve a ayudar, me quedo con ella”, le dijo mientras ponía sus
manos bajo las de Sabrina para que pudiese soltar la cabeza sin que cayese
contra el suelo y se clavase más el cristal.
“No me he atrevido a sacarlo por las turbulencias”, dijo
Sabrina avergonzada mientras liberaba sus manos.
“No pasa nada, ahora lo intento yo.”
Sabrina asintió y se fue a la ventana de Mario a ayudarlo.
Lourdes giró un poco la cabeza de Veva y, con toda la calma que pudo, soltó su
mano derecha de la cabeza, dejando la izquierda sujetándola, y la llevó hacia
el cristal. Le temblaba un poco, pero expiró todo lo que pudo y agarró el
cristal. A penas tiró de él, ya había salido y empezó a salir un hilo de sangré
de la herida. La tapó con su mano izquierda al tiempo que tiraba el cristal al
suelo. Acarició un poco la cara inconsciente de Veva y apretó la herida para
parar la sangre.
Miró hacia las combatientes. Amatista no parecía estar
sufriendo mucho, moviéndose con agilidad cada vez que tenía que evitar un
hechizo (o creía que tenía que hacerlo), pero Deina parecía estar esforzándose
por encima de sus posibilidades, sudando mucho, pero luchando con firmeza.
Mario y Sabrina estaban holgadísimos, Mario era el encargado de tener el
escucho activo mientras que Sabrina lanzaba hechizos. A los cinco minutos, las
turbulencias pararon y estallaron de alegría.
Todas se pusieron alrededor de Veva y Lourdes. Sabrina
volvía a estar preocupada, pero el resto estaba relajado. Mario se agachó y
miró la herida. Sonrió y con un murmuro suyo se cerró la herida y no quedó nada
más que una pequeña costra, al tiempo que el resto de pequeñas heridas
desaparecían del todo. También la reanimó y todas respiraron aliviadas, ella la
primera.
Sabrina se relajó y se sentó a descansar. Deina directamente
se tumbó en el suelo bocabajo. Amatista se acercó a Lourdes, que había dejado a
Veva recuperarse en otro asiento, y le señaló a Deina.
“Se le cayó su varita”, dijo, “bueno, la dieron y en vez de caer
sin sentido simplemente soltó la varita. Alucinante lo que aguanta esta chica.”
“Me alegro de haberme quedado esa varita, entonces”, dijo
Lourdes, “me sentía mal por darle la razón a Umbridge.”
Se sentaron en los asientos en los que estaban antes.
Amatista cerró todas las ventanas con un movimiento de su varita.
“¿Dijiste que te deshiciste de uno?”, preguntó Amatista.
“Sí”, respondió Lourdes.
“¿Cómo?”, preguntó Amatista levantando las cejas.
“Intenté usar la varita”, dijo Lourdes viendo que Amatista
se quedaba con la boca abierta, “y el hombre se cayó de la escoba. Pero el
hechizo que intenté no funcionó, sólo salió un poco de humo de la punta de la
varita.”
“Guau”, dijo Amatista después de unos segundos en silencio,
“¿conseguiste que saliese humo de la varita siendo muggle?”
Lourdes asintió, dándose cuenta de que tenía las manos
ensangrentadas.
“Estamos entrando en Madrid, cielos”, dijo por el megáfono
Doña Dolores, “pero no os voy a dejar en el punto habitual, seguramente os
estén esperando allí.”
Veva se levantó y se dirigió hacia la puerta, “voy a decirle dónde nos puede dejar.”
De repente, Lourdes se acordó de que su coche, o del coche
de su padre más bien, estaba en Cantabria. Esto le hizo acordarse de su padre,
y sacó su móvil de la mochila. Lo había apagado para entrar a trabajar el otro
día y no lo había encendido desde entonces. Lo encendió y sonó la musiquita de
inicio.
Amatista se quedó mirando el móvil extrañada y el resto
habían girado sus cabezas hacia ella, “¿qué es eso?”, preguntó Amatista.
“Mi móvil”, respondió Lourdes con obviedad, olvidándose de
que era brujas, “una cosa que utilizamos los muggles para hablar y enviarnos
mensajes”, aclaró inmediatamente, al ver las caras de póker que tenían. Y jugar
y usar internet y hacer fotos, pensó para sí misma, decidiendo que esa
información la dejaría para otro momento.