lunes, 29 de febrero de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte VI

Parte VI.

La chica bajita salió la primera de la celda y lanzó un hechizo contra el techo bajo el que dos decenas de adultos caminaban hacia ellas. Mientras Veva y Lourdes salían y empezaban a correr hacia el lado contrario, Lourdes vio cómo el techo explotaba y llovían piedras sobre el profesorado. Los profesores se dispersaron y empezaron a correr hacia ellos, aunque tres dieron media vuelta y se alejaron.

La oscuridad de la noche, ennegrecida por las nubes de la tormenta amainada, penetraba las ventanas por las que pasaban corriendo Veva y Lourdes, seguidas de Mario, la chica bajita, Amatista y Deina. Detrás corrían mucho más despacio profesores y profesoras, claramente desacostumbrados a correr, que lanzaban haces de luz que fallaban y daban en las paredes. Las alumnas respondían con mucha más precisión, y en cinco ocasiones vio Lourdes que Amatista acertaba en dar en el pecho a dos profesores con un haz de luz rojo y dejarlos en el suelo, inconscientes.

Deina adelantó a Lourdes y Veva antes de girar al pasillo de la derecha. Justo a tiempo, pensó Lourdes, porque tres profesoras, que habían huido de la lluvia de rocas antes, estaban en el pasillo.

“¡Parad!”, dijo la de en medio, que Lourdes reconoció como la Profesora Ramírez.

Como respuesta, Veva lanzó por encima del hombro de Deina un rayo rojo que la Profesora Ramírez paró con un vago movimiento de varita. El resto llegó con ellas y formaron un círculo alrededor de Veva y Lourdes.

Llegaron el resto de profesores aún conscientes (seis) y los nueve rodeaban a Lourdes, Veva, 
Amatista, Deina, Mario y la chica bajita. Uno de los profesores, que tenía un corte en la cara muy feo, rió condescendientemente mientras se quitaba la sangre con la mano.

“Guardad las varitas ahora y no llamaremos a la magilicía”, dijo la Profesora Ramírez.

“¿Magilicía?”, susurró Lourdes a Veva, “policía mágica”, respondió esta.

Al momento, Lourdes oyó a Deina gritar “¡Incarcerus!” y el profesor sangriento cayó de espaldas al suelo enrollado en sogas gruesas. La respuesta fueron ocho haces rojos de luz que rebotaron contra el inmediato “¡Protego!” que habían rugido Amatista, Mario y Veva a la vez.

“¿Qué hacemos?”, susurró la chica bajita.

“Estaría bien que nos explotases fuera de aquí, la verdad”, dijo Deina.

“¿Cómo?”, dijo la chica nerviosa.

“El suelo”, dijo automáticamente Lourdes, “no es el último piso, ¿no? Caeremos y tendrán que seguirnos.”

La chica la miró con los ojos abiertos de par en par y luego miró a Veva, que sonreía a Lourdes. Veva asintió.

“¡Expelliarmus!”, gritó Veva hacia la Profesora Ramírez. Esta vez la pilló desprevenida y la varita le saltó de las manos.

“A la de tres, saltad para que no os pille la explosión”, dijo la chica mientras el resto se protegía de la respuesta en forma de haces rojos de los profesores y Amatista desarmaba a dos a la vez, “uno… dos… tres.”

Saltaron al tiempo que la chica musitaba “¡expulso!” y Lourdes vio cómo el suelo se hacía trizas a sus pies y comprendió cómo de mala había sido la idea porque ahora, en vez de caer los veinte centímetros que había saltado, iba a caer unos cuatro metros. Cayeron todas, Lourdes vio cómo incluso cayendo Amatista se las arregló para dejar inconscientes a otros dos profesores, y oyó gritar a Mario, “¡aresto momentum!”, y quedaron suspendidas a algo menos de medio metro del suelo durante unos segundos y luego cayeron más suavemente de lo que habrían caído en el mundo muggle.

Lourdes miró arriba y vio rayos y haces de luz caer hacia ellos. Se le heló la sangre cuando vio que un par de ellos, en vez de rojos, eran verdes. Amatista respondió a estos hechizos lanzando rayos de luz de colores diferentes, sin abrir la boca en ningún momento. El resto estaba más preocupado en rechazar los hechizos, produciendo escudos por doquier, teniendo Lourdes uno constante a su alrededor.

Echaron a correr sin oposición, después de conseguir deshacerse de un par de profesores más, y durante unos minutos tuvieron vía libre. Giraron al pasillo de la enfermería, el más largo de todo el castillo, y empezaron a correr hacia la puerta de entrada. A mitad de pasillo, salieron cinco personas de otro pasillo.

“Por qué”, dijo la Mario, “por qué lo único que saben mejor que nosotros son los atajos del castillo.”
Cinco haces rojos de luz salieron disparados hacia ellos. Tuvieron tiempo de sobra para pararlos, pero su potencia al impactar contra los escudos les hizo caer hacia atrás a los cuatro que habían parado los hechizos, Amatista, Mario, Deina y Veva, pero la chica había conjurado su hechizo para proteger a Lourdes y el hechizo le había dado de lleno en el estómago y había caído inconsciente. Amatista, que no había recibido ningún hechizo, había empezado a correr y lanzó cuatro maldiciones seguidas, que por lo que vio Lourdes, fueron petrificus totalus, expelliarmus, incarcerus e impedimenta. Y solo quedó una profesora de pie y armada, Ramírez.

Deina cogió a la chica y se la echó al hombro con una facilidad asombrosa y llevó las dos varitas, la suya y la de la chica, en la otra mano, “¡REDUCTO!”, rugió con ambas varitas blandidas. La Profesora Ramírez y el otro profesor desarmado esquivaron los rayos, el profesor aprovechando para lanzarse hacia su varita, que estaba en el suelo muy alejada de él, y la puerta de la entrada se hizo añicos ante el impacto de los dos hechizos.

Amatista volvió a blandir su varita y noqueó al profesor en el suelo y desarmó a Ramírez. Echaron a correr hacia el boquete en el que solía estar la puerta mientras Ramírez conjuró su varita con accio, asumió Lourdes, que a pesar de la adrenalina se seguía maravillando por estar viviendo lo que había leído en un libro. Mario, sin emitir ningún sonido, volvió a desarmar a la profesora justo cuando había recuperado la varita y oyó a Deina reírse por eso, esta vez estaban lo suficientemente cerca como para que la varita fuese hacia Mario así que la cogió al vuelo y siguieron corriendo. Oyeron a la profesora gritar y soltar tacos y seguirles corriendo mucho más despacio que ellos.

El frío del exterior les impactó casi como los hechizos habían hecho contra los escudos, pero siguieron corriendo. Amatista y Mario lideraban la carrera, seguidos de Lourdes, a quien todavía agarraba por el brazo Veva, y cerrando la carrera, Deina llevando a la chica. Corrieron en dirección contraria al bosque, a la playa, que parecía estar mucho más cerca de lo que en realidad estaba. 

Después de cinco minutos corriendo, Lourdes miró atrás y vio que la profesora todavía les seguía, a trompicones y muy despacio.

“Que alguien la deje inconsciente, que se va a hacer más daño corriendo”, dijo Deina, “es asmática.”

Pararon y Amatista lanzó el haz de luz rojo que Lourdes había esperado. Ramírez cayó inconsciente al suelo. Mario la lanzó con todas sus fuerzas la varita de la profesora hacia donde estaba. No vieron dónde había caído, pero decidieron que era mejor si tenía que buscarla.

Echaron a caminar hacia la playa, todavía en tensión, con las varitas en alto. Todos habían encendido sus varitas. Mario y Deina iban delante hablando mientras Mario inspeccionaba a la chica inconsciente. Veva, Lourdes y Amatista caminaban y Lourdes no pudo evitar darse cuenta de que poco a poco Amatista se acercaba más a ella. Veva cada poco miraba hacia atrás.

Cuando llegaron a la playa empezó a llover y, sin viento ni tormenta eléctrica, Lourdes lo encontró muy relajante. Dejó que la lluvia mojase su cara. Vio que en medio de la playa había una avioneta oxidada y que inspiraba poca confianza. Aunque tampoco pudo decir que le sorprendiese que fuesen hacia ella.

Cuando llegaron, Veva llamó a la puerta dos veces y se abrió. Veva reverenció a Lourdes y le indicó que pasase. Lourdes, que después de que le hubiesen salvado la vida varias veces (después de ponerla en peligro, todo sea dicho) ya confiaba más que de sobra en Veva, entró sin preguntar. En cuanto pisó el suelo de la avioneta, una voz le dio un susto de muerte, “¡Ah, una muggle! ¡Ah, maravilloso!”
Miró hacia la cabina y vio una fantasma, vestida de aviadora de los pies a la cabeza, con las gafas incluidas (aunque las llevaba en la frente y no en los ojos), a los mandos de la avioneta. La fantasma la sonreía, “¡pasa, cielo, pasa!, dijo estridentemente señalando a la puerta que sin duda la llevaría a las dos filas de asientos en los que sentarse.

Entró Veva y la empujó hacia la puerta, mientras saludaba alegremente a la fantasma, “¡qué tal, Doña Dolores!”

“¡Señorita Genoveva, qué agradable sorpresa, cielo! ¿Excursión escolar a estas horas y con una muggle a bordo, picarona?”

“Extraescolar, Doña Dolores, Iván nos necesita”, dijo Veva.

“Por supuesto, lo llevé a Madrid no hace más de dos días, pobre chico…”, dijo negando solemnemente con la cabeza, “¡a bordo, pichones, y nos iremos sin perder un minuto!”

Cuando entró Amatista ya había demasiada gente como para no pasar a la parte de los pasajeros. Una vez entró, Lourdes entendió perfectamente por qué había una puerta y no simplemente unas cortinas como en los aviones normales. Era una avioneta, sí, pero el largo del interior no se correspondía con el del exterior, de ancho Lourdes calculó que no debía ser mucho más grande, pero apenas veía dónde acababa el pasillo.

Entró el resto. Deina dejó con suavidad a la chica tumbada en dos asientos y Mario fue rápidamente a arrodillarse junto a ella. Veva se sentó en otro asiento y miró por la ventana pensativa. Amatista se quedó al lado de Lourdes, mirando el panorama como ella.

Rennervate”, dijo Mario al tiempo que la avioneta arrancaba. La chica volvió en sí, confusa.

“Vamos a sentarnos”, susurró Amatista en su oído, lo que provocó que se le erizaran todos los pelos de la espalda. Se sentaron detrás de Veva, Amatista en el lado de la ventana y Lourdes en el del pasillo.

“¿Por qué hay tan pocas ventanas?”, preguntó mientras miraba que debía haber solo tres o cuatro ventanas en cada lado de la avioneta.

“La avioneta está encantada para que sea más grande por dentro, pero por fuera es igual, y las ventanas son conexiones con el exterior, así que hay tantas dentro como fuera”, contestó Amatista.

“¿Y por qué están todas aquí delante y ninguna detrás?”, preguntó Lourdes, sintiendo que volvía a interrogar.

“No sé”, dijo Amatista, “supongo que para no complicar el encantamiento y que solo afecta al culo de la avioneta sin paradojas espaciales.”

“¡Atención, rescatadores, despegamos rumbo Madrid!”, dijo la voz de Doña Dolores por el megáfono.

Se empezaron a mover y, de repente, a Lourdes le entraron los nervios por empezar a volar. Idiota, has volado en escoba, esto es más seguro, pensó. Aunque recordó que la avioneta estaba oxidada y pilotada por una fantasma y se puso todavía más nerviosa.

“Dime que Doña Dolores era una gran piloto que no murió estrellada, por favor”, dijo Lourdes.

“Murió estrellada, y está loca”, dijo Amatista, “pero es la mejor piloto de la historia. Lleva y trae estudiantes todos los años y es la única fantasma que no expulsaron. Pero está como una puta cabra.”

Lourdes sintió cómo la avioneta se elevaba del suelo y agarró instintivamente la mano de Amatista, que estaba apoyada en el apoyabrazos, y no soltó hasta que se estabilizó el vuelo.

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