Y de nuevo retumban los tambores. Una pequeña porción de
tierra vibra con poca emoción. Gotas agridulces resbalan y se sumergen en la
vanidad de la locura. La cordura se convierte en moneda de cambio, y yo soy
pobre. Alimento mis deseos de la única manera que hay: la febril y tenebrosa
delicia de vivir de los sueños. Porque los sueños me acogen y me cuidan, forman
parte de mí y nunca me traicionan; son la alegría suma condensada en un frasco
de aguardiente, una pequeña nota de música bajo el atronador rugir de las nubes. Y despierto del
coma, anclado en un pasado reciente; reticente a los cambios del futuro, amante
del tiempo de antaño.
Amartillo el fusil, lo
coloco sobre el hombro, marcho sin parar. Alcanzo la cima, conquisto la sima y
arranco de cuajo todo impulso de misericordia. Me respetan en todos los
rincones del mundo, me temen hasta los más valientes; esos pobres jinetes
apagan su música y dan media vuelta. Vuelo sin alas. Despierto.
La mañana es joven, queda mucho día por delante; pero todos
saben que morir es inevitable. Ese pensamiento los mantiene con vida, les hace
querer seguir adelante. Por lo menos, antes de que sea demasiado tarde. Cogen
el dinero y corren, la euforia los posee con furia. Abrazan la locura del
insensato, se abalanzan hacia su perdición. Cambian el aire por una par de
monedas más, disparan arrebatando todo al vecino, o vecina, y aun así, más.
Más rápido, más fuerte, más sucio, más caro, más barato,
mejor; se acabó la paciencia, ya no queremos hacer la cosas bien, sino antes
que el de al lado. Chapuzas con estudios, albañiles robóticos, lectores inútiles;
élites poderosas, pueblos desarmados por las mentes desalmadas, por la
avaricia. Poderosos corrompidos por Él, llevados por el diablo en un acto
radiante de misericordia, gracias, ¡oh Satán!, por llevártelos. Ansiaban el cielo despojando a
las almas puras de su dignidad; reciben el infierno donde sin alma moran hasta
el principio de los tiempos, hasta que todo vuelva a empezar y ocupar el lugar
que les corresponde. Desperdicios humanos, basura intergaláctica, alimañas de
clase alta. La Muerte es benévola y se los lleva, aunque se haga de rogar. Son
humanos, sí, pero no merecedores de tal título. Cónsules hartos de
cocaína, manchados de sangre por correspondencia, cobardes temerarios que
arriesgan todo un imperio en pos de un futuro peor, para vivir mejor hoy; y morir
bien sustentados de odio y papel verde, limpiándose el culo con el preciado
billete morado en una pequeña parte del Estado.
Descienden del Olimpo los dioses, incapaces ante tal
adversidad, qué fue del tiempo de honor. Antes no existía la paz, pero tampoco
la escoria. Se vuelven al Olimpo, incapaces de recuperar la dignidad,
derrotados por el intangible monstruo Cronos, reconvertido en mercados y
dinero. Siempre dinero.
No merecemos ser llamados humanos, ni siquiera seres. Nos hemos
convertido en nuestros verdugos, esos jinetes apocalípticos, y bailamos al son de las trompetas; cabalgamos
hacia la puesta del sol, hacia el fin, más rápido que nunca. Desenfrenados,
hemos dado rienda suelta a nuestra locura insana. Reímos mientras nos
desintegramos en un mar de lágrimas, sangre y vísceras. Somos seres retorcidos
que no conocemos el amor. Somos
caníbales, indudablemente. Nadie es mejor que el otro, somos insaciables. No
conocemos el perdón... Sin perdón. Sabemos muchas cosas, pero no sentimos nada más que odio.
Y no sabemos a los extremos que el odio nos pueda llevar.
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Querido lector (o lectora) que hasta aquí has llegado: no
pretendo ser tu profesor. Desóyeme pues realmente eres el bien, la amabilidad
de una sonrisa desinteresada, la generosidad de un hombro donde apoyarse. No
hagas caso a este insensato loco que desea ver desmoronarse a la humanidad para
tener razón. No quieras tener razón, es mucho mejor ser feliz. Pero, joder, hazme
caso en una cosa: nunca te maldigas, pues esa maldición es la más difícil de extirpar.
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