El viento azotaba con furia desmedida sus pantorrillas,
desprotegidas por la ausencia de pantalones. De nuevo estaba al borde del
acantilado a donde once meses exactos antes había ido para poner fin a su llana
y triste existencia. Desde luego mucho había llovido, muchas cosas habían
cambiado… y tantas cosas seguían igual. Daba igual todo lo que pudiese haber
pasado, la cantidad de cosas que pudiese haber hecho. Seguía perdido, totalmente
vulnerable a los avatares de la vida y, con total seguridad, seguía deseando
entender todo. Ahora comprendía, sin embargo, que nunca se encontraría a sí
mismo ni el sentido de ser, eso era todo lo que jamás alcanzaría a saber y no
le resultaba suficiente… por eso estaba allí de nuevo, no para saltar, sino
para clarificar sus ideas, sus pensamientos. Ya no estaba allí en señal de
abatimiento, pesimismo o desesperación; ahora tenía aspiraciones poéticas y
filosóficas. Se sentó tranquilamente en el borde, en el abismo. Ya por fin
podía contestar a la gran pregunta: sí, temía al abismo. Por eso no se sentía
incómodo o maltrecho en él, porque sabía que no podía confiar en él, y eso
significaba que no le sorprendería que se derrumbase y le dejase caer al vacío
extraño. Eso es lo que le gustaba de esa rutina macabra, cualquier día podría
caer pero nunca lo hacía. Ya no necesitaba pensar en el pasado, ahora lo que le
preocupaba era el futuro. Le preocupaba por no saber qué quería de él, por no
saber si sería tan excitante como él creía que sería o si sería otra etapa más de
su inexplicablemente soporífera vida llena de picos de alegría y pozos de
tristeza. Ese pensar, ese pesar no le dejaba vivir el presente, un presente tan
extraño como la palma de su mano, cambiante. Temía el abismo como temía el
futuro como temía el abismo como temía el futuro, le inquietaba. Quizá fuese
mejor que saltase de una vez por todas, para dejar de temer, o que se alejase de
él, para poder ser feliz… pero miró a su lado, a los dos lados. Y vio una hilera
interminable de gente hacia la derecha y otra hilera gigantesca a su izquierda.
Y decidió que tendría que convivir con esa incertidumbre de no saber queriendo
saber, el peor tipo de ignorancia, y se quedó allí: respirando, vibrando,
cantando, bailando, llorando ríos de celuloide y oteando la niebla en frente,
allí, allá. Lejos, en lontananza, donde había formas difusas. Lejos, en el horizonte,
ahí es donde quería estar.
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