As She Lay Dying.
Una figura encapuchada en
una túnica negro azabache la soltó en el campo.
Corría y corría y corría
y corría. Sólo corría. Eso es todo lo que podía recordar antes de que la
oscuridad envolviese su tosco cuerpo. Era raro que estuviese corriendo porque
su orondo cuerpo no estaba preparado para esos esfuerzos.
Quizá por eso el negro recubrió sus ojos y abrumó su pobre mente entreabierta.
Jadeaba y jadeaba y
jadeaba y jadeaba. Sólo jadeaba. Era todo lo que podía escuchar en esa
oscuridad impenetrable en la que estaba sumergida desde hacía ya un tiempo.
Jadeaba porque antes había estado corriendo, eso sí era algo normal.
La oscuridad empezó a
clarear según su respiración se normalizaba y ralentizaba. Empezaba a ser capaz
de distinguir formas geométricas difusas. A veces creía ver caras de gente
conocida y su corazón latía con intensidad al tiempo que empezaba a jadear de
nuevo y un escalofrío recorría todo su cuerpo; todo en menos de una décima de
segundo.
Entonces recordó que
tenía un cuerpo que podía mover, pero no lo sentía. No era capaz de distinguir
si estaba tumbada, sentada o de pie; no sentía ni siquiera los ojos. No
parpadeaba y, en cuanto se dio cuenta, tampoco respiraba. Ya no respiraba,
tampoco era capaz de jadear más. Y ahora el corazón no latía. Ya no latía.
Se puso nerviosa porque
las figuras geométricas que distinguía empezaron a cambiar y deformarse y la
agonía de la impotencia se aferraba a ella como una enfermedad crónica. Empezó
a distinguir colores, pero no reconocía ninguno; era incapaz de llamarlos por
sus nombres.
Ya no había geometría,
solo caos y colores inconcretos; ya no sabía quién era. No sabía qué era, dónde
era, cómo era, cuándo era o por qué era; su identidad se había diluido en el
caos y al tiempo que los cuadrados y círculos habían dejado de ser. Ya no era
una ella ni un él ni un ello; no era nunca más. Pero seguía siendo.
Vio entonces unas
imágenes, a tiempo real vio su vida desde fuera; ya no era la protagonista sino
una mera espectadora. Vio a sus padres gestarla y la repugnó, ya no era ella.
Vio su nacimiento, su infancia, su pubertad, su adolescencia, su juventud y los
años de su maduración. Quiso hacer comentarios hirientes, pegarse a sí misma
sin saber que era ella; se pareció una persona despreciable la mayor parte del
tiempo. Vio sus años de madurez hasta el momento de su muerte. Pero no sabía
que era ella, por eso no sintió pena por su muerte. Olvidó todo y luego su
propia vida se lo recordó.
Se juzgó con dureza y,
cuando hubieron acabado las imágenes indelebles y permanentes, vio de nuevo el
caos y los colores sin concreción, innombrables. Del caos surgió una identidad,
era ella que intentaba agarrarse a su ser. El caos se organizó poco a poco y
los colores empezaron a tener nombres. Era ella de nuevo. La geometría se
difuminó y la oscuridad empezó a abalanzarse sobre su identidad.
Según todo se oscurecía,
su corazón empezó a latir. Era un corazón endeble y trasparente, pero la
trasparencia contra la trasparencia rebotaba y retumbaba. El latido del corazón
la pilló por sorpresa y empezó a jadear con intensidad mientras movía sus ojos
con rapidez.
De improviso, abrió los
ojos y unos policías gentiles la acompañaron hasta la recepción donde un hombre
barbudo y con pluma llamado San Pedro le enseñó su nuevo hogar: el Más Allá.
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