Sigiloso cual gato pardo, saltaba por los tejados y cornisas
de la ciudad. Su jersey verde pimiento y sus pantalones cortos negros azabache
ondeaban escasamente y con timidez a cada salto que daba.
Únicamente el sonido de sus zapatillas deportivas blancas y
azules al caer en el pavimento oscuro de los tejados de los edificios
resquebrajaba el silencio perturbador de la noche gris. Tras él, una estela
blanquecina y pálida volaba con suavidad, velando por él.
Llegó a un punto en el que no podía seguir adelante. Una gran
calle ancha se abría frente a él. Se giró y miró a la luz directamente. La luz
se proyectó hacia él y lo engulló en un blanco vacío de inexactitud cuántica,
pues había estado huyendo pero ya no podía seguir corriendo.
Su cuerpo cayó inerte en la superficie impenetrable de
aquella azotea y murió miserablemente alienado por el fantasma de sus errores
cometidos y nunca zanjados, aquellos que le asaltaban como rapaces rampantes de
los bosques, de improviso y con desatino.
Le absorbió el nerviosismo inducido por su conciencia
inalterada y perniciosa, que le provocó el infarto fatal que acabó con vida.
Para siempre. Siendo justos, el muy hijo de puta era una mala hierba imposible
de matar y ahora que el Señor lo tiene en su seno espero que le arranque las
extremidades a trozos pequeños, sin analgésicos ni anestesia, y le haga tragar
sus propios testículos cocinados al dente y en su salsa.
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