jueves, 1 de mayo de 2014

De gatos y hombres

Sigiloso cual gato pardo, saltaba por los tejados y cornisas de la ciudad. Su jersey verde pimiento y sus pantalones cortos negros azabache ondeaban escasamente y con timidez a cada salto que daba.

Únicamente el sonido de sus zapatillas deportivas blancas y azules al caer en el pavimento oscuro de los tejados de los edificios resquebrajaba el silencio perturbador de la noche gris. Tras él, una estela blanquecina y pálida volaba con suavidad, velando por él.

Llegó a un punto en el que no podía seguir adelante. Una gran calle ancha se abría frente a él. Se giró y miró a la luz directamente. La luz se proyectó hacia él y lo engulló en un blanco vacío de inexactitud cuántica, pues había estado huyendo pero ya no podía seguir corriendo.

Su cuerpo cayó inerte en la superficie impenetrable de aquella azotea y murió miserablemente alienado por el fantasma de sus errores cometidos y nunca zanjados, aquellos que le asaltaban como rapaces rampantes de los bosques, de improviso y con desatino.


Le absorbió el nerviosismo inducido por su conciencia inalterada y perniciosa, que le provocó el infarto fatal que acabó con vida. Para siempre. Siendo justos, el muy hijo de puta era una mala hierba imposible de matar y ahora que el Señor lo tiene en su seno espero que le arranque las extremidades a trozos pequeños, sin analgésicos ni anestesia, y le haga tragar sus propios testículos cocinados al dente y en su salsa. 

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