[Fanfiction del universo de Harry Potter]
La niebla en la calle Pamplona abrazaba los edificios y no los dejaba respirar. El despertador retumbó en los tímpanos de Lourdes Murillo con la furia habitual. Se incorporó automáticamente y lo apagó sin mirarlo, mientras apartaba las sábanas y las mantas bajo las que había dormido esa noche. Medio dormida y con los pelos revueltos, caminó hasta el cuarto de baño.
La niebla en la calle Pamplona abrazaba los edificios y no los dejaba respirar. El despertador retumbó en los tímpanos de Lourdes Murillo con la furia habitual. Se incorporó automáticamente y lo apagó sin mirarlo, mientras apartaba las sábanas y las mantas bajo las que había dormido esa noche. Medio dormida y con los pelos revueltos, caminó hasta el cuarto de baño.
Para desayunar cogió unos cereales del armario y se echó un
poco de leche en un bol. Vertió con suavidad los cereales sobre la leche, para
no salpicar, y removió cinco veces los cereales sentido las agujas del reloj y
luego seis hacia el otro lado. Se imaginó que salía humo y que había conseguido
por fin hacer una poción mágica, como en los libros que tanto le habían gustado
de pequeña. Pero se los comió en silencio mientras su padre entraba en la
cocina y sacaba de la nevera una cerveza. Lourdes pensó en lo típico que era su
padre, y la vergüenza que le daba no salir del estereotipo de clase trabajadora
española. Bueno, bien pensado, no a todas las familias trabajadoras españolas
le habían secuestrado a su hijo recién nacido. Aunque curiosamente últimamente
estaba en boca de todos, o al menos lo estuvo durante un par de semanas, las
movidas que hubo con unos niños robados. Vaya país de mierda, pensó Lourdes
mientras bebía del bol la leche restante.
Se vistió y salió a la calle, rumbo al trabajo. Cabeza de
familia, a su pesar. Todavía medio dormida caminó hacia el Mercadona de su
barrio mientras escuchaba los dulces tonos de Taylor Swift en su iPod. Pasó de la calle Pamplona a
Francos Rodríguez y de ahí a la calle donde estaba su trabajo. Entró antes que
nadie en el supermercado y se sentó en una caja. Sacó su distintivo empresarial
(la tarjetita con su nombre) y se sentó a esperar.
Su día empezó como todos, y no cambió de rutina en toda la
mañana. Era un lunes poco transcurrido, pero Jorge, su jefe, se las apañó para
tocarle las narices un poco.
“Despierta, Lourdes”, Lourdes abrió los ojos y la luz blanca
de los fluorescentes la cegó durante unos segundos, hasta que distinguió la
figura de Jorge, colocándose sus gafas de pasta con el dedo índice, que la
observaba con aires de reproche mientras él cobraba en la caja. “¿Otra vez de
fiesta hasta las mil o qué?”
“Qué va, me tocó pasar la madrugada en urgencias”, respondió
Lourdes mientras bostezaba sin molestarse en tapar la boca, “mañana estaré más
despierta.”
“Eso espero, no quiero volver a hacer tu trabajo otra vez.” Jorge dejó a la anciana clienta a mitad de cobrarla y caminó
con aires de superioridad hacia su despachito. Lourdes acabó de cobrar a la
anciana mientras luchaba por quedarse despierta.
Pasó la tarde somnolienta y cuando se preparaba a cerrar el
supermercado, Jorge salió de las sombras de su despacho. “¡Espera!”.
“Joder, tronco, luego me quedo yo dormida en el trabajo”,
reprochó Lourdes mientras le sostenía abierta la verja. Jorge salió agachado
mientras mostraba obscenamente en dedo corazón a Lourdes.
Echaron a andar juntos, en un silencio incómodo. Lourdes
veía la cara de Jorge a cada poco que pasaban por debajo de una farola y ésta
reflejaba una lucha interna en su mente. Se temió lo peor y pidió a cualquier
dios que escuchase que Jorge no hablase en todo el rato. Aceleró un poco, con la
esperanza de desprenderse de él, pero Jorge hizo lo mismo, manteniéndose al
mismo nivel que ella.
“Oye, Lourdes”, empezó, “sé que soy tu jefe y no deberíamos
y que soy bastante mayor que tú…”, sí, estaba pasando, maldita sea, pensó
Lourdes mientras miraba a las de repente maravillosas fachadas que normalmente
eran aburridas y mugrientas, “…pero me gustaría saber si querrías ir a tomar
algo algún día por ahí, después de currar.”
“No deberíamos, tienes razón”, le concedió Lourdes,
esperando que el estricto y ejemplar jefe Jorge estaba acostumbrado a ser diese
por zanjado el asunto, ganando así al socialmente inadaptado y nervioso Jorge
que estaba ahora en su presencia. Lo miró de reojo y vio que la batalla interna
seguía teniendo lugar, y la expresión de su cara era de terror.
“Pero si quieres, podemos saltarnos las reglas…” aventuró
Jorge, entre esperanzado y atemorizado. Tenía que admitir que se lo estaba
currando, la verdad, pensó Lourdes mientras se daba cuenta de lo interesante
que eran sus uñas a la amarilla luz de las farolas.
“Joder, tronco…”, decidió que había que quitar la tirita de
golpe, “tienes 34 años y eres mi jefe. Y no te encuentro atractivo para nada, o
sea, cero. Y eres un coñazo de jefe, la verdad, no paras de darme la murga,
tío. Así que no, no quiero.”
La pizca de esperanza que la aterrorizada cara de Jorge
dejaba entrever desapareció de sopetón, retomó una expresión austera y pomposa,
y se giró a mirarla. Sus ojos, aunque irradiaban dolor, también respiraban
alivio y la escrutaban como un jefe escruta a su empleada. Menos mal, pensó
Lourdes, que me he quitado eso de en medio, ya empezaba a no soportar que Jorge
forzase todas esas caminatas nocturnas para intentar acumular el valor para
hacer algo que estaba perdido desde el día en que le dijo que dudaba mucho que
consiguiese ascender de cajera porque si él, que tenía un doctorado, no pasaba
de encargado de sucursal, ella no pasaría de cajera a jornada doble.
Lourdes miró su desnuda muñeca izquierda y exclamó: “¡Mira
mi muñeca, qué tarde llego!”, y salió corriendo hacia su casa.
Pero en casa no le esperaba un panorama mejor que el que
Jorge le ofrecía. Su padre estaba tirado en el sofá, boca abajo y con una
pierna apoyada en el suelo, con un par de latas de cerveza en el suelo. Le
gustaría decir que le alivió ver que todavía respiraba, pero no la verdad es
que sólo fue capaz de pensar en que ahora tendría que llevarlo a su cama. Fue
al cuarto de sus padres y vio que todavía no habían dado el alta a su madre.
Entendió que la habrían llamado, pero después de episodios como el de anoche,
en el que se había intentado suicidar, normalmente su madre tenía un pico de
hiperactividad e híper-felicidad, así que no le habría extrañado nada en
absoluto que hubiese insistido en volver sola a casa.
Mientras se preparaba unos canelones congelados, llamó al
hospital para saber qué tal estaba. Le dijeron que había vuelto a intentarlo
otra vez y que había que llevarla a un psiquiátrico. Aunque se había prometido
no llorar por lo que le pasaba a su madre, no pudo evitarlo y prometió al
hospital que al día siguiente por la tarde iría a por ella y la llevaría a
donde quiera que la dijesen que la llevase.
Muy majos los del hospital, le
dijeron que no se preocupase y que ya podría ir a visitarla al psiquiátrico
público al que la iban a enviar por la mañana a primera hora. Lourdes durmió
mal esa noche, pero al menos durmió.
Al día siguiente hizo de tripas corazón y le pidió el favor
a Jorge de que le dejase la tarde libre para ir a ver a su madre al
psiquiátrico. Él, que parecía haber olvidado lo que había pasado ayer, le dijo
que sin problema, con la condición de que el viernes cubriese el puesto de
Lucas. A mediodía, sin embargo, algo raro pasó. Algo raro y absolutamente real
que hizo que su concepción del mundo cambiase y que sus prioridades virasen
186º.
Una adolescente a la que no echaba más de quince años entró
en el supermercado vistiendo ropas extrañas. Llevaba un abrigo de plumas entre
abierto, que dejaba entrever un top y una camisa debajo del top, unos vaqueros
y una zapatilla de cada color. No pasó dentro del supermercado, sino que se
quedó mirando las cajas con aire distraído pero fijándose mucho en las caras de
los empleados y empleadas. Vio a Lourdes, leyó su tarjetita y caminó hacia ella
con mucha decisión.
“¡Hola! ¿Eres Lourdes Murillo?”, preguntó estridentemente.
De cerca, vio que efectivamente era una adolescente. Tenía un pelo pelirrojo
absolutamente maravilloso.
“Sí, ¿quién eres tú?”
“Veva”, respondió orgullosa de sí misma, “soy la novia de tu
hermano, y vengo a pedirte un favorazo”.
El primer instinto de Lourdes fue desconfiar. Se quedó
mirando a la tal Veva como si fuera una marciana. ¿Su hermano? No tenía
hermano. Pero claro, seguro que había más Lourdes Murillos en el mundo y la
había confundido con otra. Porque no podía referirse a su hermano desaparecido,
¿no?,
“Perdona, pero creo que te has equivocado, no tengo hermano.”
“Sí lo tienes. ¿Podemos hablar en un sitio más privado?”
Lourdes miró a su alrededor. Tanto clientes como compañeros
las estaban mirando a ella y a Veva, sobre todo a la última porque vestía como si
se hubiese tirado de cabeza a su armario. “Vale, si esperas diez minutos acabo
mi turno.”
Esos diez minutos fueron los peores de su vida. ¿Qué
cojones? No tenía hermano, no podía tener hermano, hacía quince años de que su
hermano naciese…y desapareciese. Quince. Dios, tiene la edad para ser su novia,
pensó mientras atendía a un hombre bajito y regordete. Pero no puede ser, ahora
la diré lo que le pasó a mi hermano y entenderá que no puede ser, que se ha
equivocado de Lourdes Murillo.
“Mira, no puede ser mi hermano porque mi hermano…”, empezó
Lourdes.
“Desapareció a los cinco minutos de nacer, lo sé”, acabó
Veva. Lourdes la miró con una cara de póker que no habría conseguido hacer
jugando al mismo. Se quedó sin palabras mientras Veva se columpiaba. Estaban en
un parque vacío, “tu hermano es un mago, Lourdes.”
Lourdes empezó a reír, no sabía muy bien si por alivio de
que la tal Veva estuviese loca o porque se había tenido esperanzas de que su
hermano estuviese vivo, pero empezó a reír. “No puede ser, no existen los
magos.”
“Sí, me temo que sí.”
“Pero…”
“Es fácil de entender. De hecho se ha hecho mucho más fácil
de explicar en los últimos años. ¿Sabes los libros de Harry Potter?”
“Sí.”
“Para vosotros es ficción, para nosotros es una biografía
real. Tenemos que estudiarla en Historia y todo.”
Lourdes empezó a reír otra vez, pero al ver que la cara de
Veva no cambiaba de expresión, adoptó una expresión de gravedad y decidió
seguirle la corriente. “Demuéstralo.”
“No puedo, si hago magia me arrestarán, soy menor de edad y
he revelado la existencia de la magia a una muggle.”
“Enséñame una foto que se mueva, o una escoba que vuele, o
una capa de invisibilidad.”
Veva dejó de columpiarse. Se levantó y empezó a pensar. Sacó
de su bolsillo un palo. “Esta es mi varita.”
Lourdes inspeccionó la varita, sin tocarla porque Veva no le
dejó, pero le sorprendió lo pulido y barnizado que estaba ese palo de madera.
Miró entera a Veva con su varita y tuvo que reconocer que para una broma se lo
había currado demasiado. Daba la perfecta impresión de ser una bruja intentado
hacerse pasar por una muggle. Suspiró. “¿Qué favor decías que necesitabas?”
“Que le salves la vida a tu hermano.”
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