domingo, 4 de noviembre de 2018

Forgetting Sarah Marshall (Paso de ti) y las producciones Judd Apatow.


Posibles spoilers.
Empecé a escribir sobre Forgetting Sarah Marshall (Paso de ti) con la intención de hacer un vídeo-ensayo acerca de ella y cómo es la comedia romántica cishetero que mejor trata no tanto el despecho o la rotura de corazón como la distribución de la culpa. Y puede que algún día llegue a hacerlo, pero mientras tanto dejadme hablar de esta película dirigida por Nicholas Stoller, escrita y protagonizada por Jason Segel y producida por Judd Apatow.

Deshaciendo injusticias.

Creo que todo el mundo sabe que las películas románticas han sido, históricamente, el único género cinematográfico (y literario) que, para bien o para mal, no sólo ha tenido en cuenta que las mujeres también van al cine, sino que encima tenían la osadía de dirigirse a ellas como su público objetivo. Y al hombre intelectual no le gustan las cosas dirigidas a mujeres porque son, eh, pues eso, para mujeres.
Las comedias tampoco se salvan de la quema; las películas galardonadas con premios, ya sean mainstream como los Oscar o recónditos como los festivales de cine de clase H (no especializados en comedia), rara vez son cómicas. Las academias y los críticos, que deben tener el sentido de humor de una alfombrilla de baño, hacen ascos de forma general a la comedia (y si les gusta una comedia, dirán: “esta película es mucho más que una comedia”).
La cuenta es sencilla: comedia más romance igual al género más despreciado por crítica, academia e intelectuales masculinos. Ya sea frágil masculinidad, sensación de falta de ambición artística o exceso de purpurina, las comedias románticas empiezan a no tener que ser más grandes que la vida para ser aplaudidas por “los entendidos” de la misma manera que cualquier thriller del tres al cuarto o drama existencial con problemas de composición de planos. Esto no quiere decir que no haya excepciones, siempre las hay.
El género romántico (y especialmente las comedias de esta índole) siempre ha estado marcado por mensajes problemáticos en el mejor de los casos, y directamente delictivos en los peores, a la hora de abordar los temas del amor, las relaciones de pareja y los roles de género. Ya bien sean visiones distorsionadas de la realidad o reflejos fidedignos de la misma sin ningún ápice de crítica, las películas románticas han perpetuado ciertos tipos de conductas abusivas, persecutorias o, simplemente, cansinas a través de los años. Y esto se ha dado principalmente en las únicas películas (salvo excepciones, siempre las hay) “femeninas”, incluso si la mayoría de los cineastas detrás de las cámaras eran hombres.
Y entonces llegó él.
Judd Apatow, cineasta norteamericano nacido en Syosset, Nueva York en 1967, vio que había algo que no cuadraba en el panorama del cine americano y, por extensión, occidental. Había cierto desajuste en cuanto a qué tipo de películas iban dirigidas a qué tipo de personas, y no se le ocurrió otra cosa que masculinizar la comedia romántica.
¿Eh? ¿Hizo esto activamente, fue una decisión que Judd Apatow tomó de forma consciente? Por supuesto que no, pero la sensación es esa. Y no quiero ser malinterpretado, los hombres merecen historias de amor; y esta decisión, la de convertir el último género que no había sucumbido a las garras del hombre y arrancárselo a las mujeres, hizo feliz a mucha gente.
Las producciones Apatow, románticas o no, tienen una buena acogida en la crítica, y aunque la Academia sigue siendo reticente, ya ha habido nominaciones en los Oscar para alguna película Apatow (nominación a Mejor Guion Original para Bridesmaids La boda de mi mejor amiga-).
Y puede que os preguntéis qué significa masculinizar la comedia romántica. En el caso de Apatow, significa lo siguiente: ‘hombre mediocre consigue que mujer excelente se contente con tener una relación romántica y sexual con él’. Antes, las comedias románticas estaban protagonizas por dos sex symbols o personas vistas, de forma general, como los Atractivos de la época. Se encontraban, de alguna manera, en igualdad de condiciones, en el Olimpo.
Y aquí viene mi primera defensa a las producciones Apatow: han conseguido desmitificar una masculinidad ruda, atractiva y físicamente perfecta; ninguno de los protagonistas masculinos de estas películas representan el sueño de la mujer en un hombre (Brendan Fraser en George de la jungla) ni el sueño de poder que los propios hombres tienen de sí mismos (cualquier superhéroe). Tampoco quiero que os echéis encima de mí por llamar feos o faltos de atractivo a Jason Segel, Seth Rogen y cía; porque no niego su sex appeal. Al fin y al cabo, comparar la belleza es tan subjetivo como comparar tu ránking de las películas de Star Wars con el vecino. Si hay algo que hace este cambio de masculinidad, es democratizar, hasta cierto punto, el concepto de hombre digno de ser amado, tanto desde un punto de vista físico como mental.
Pero ahora entramos en un revés, una gran falta. No ocurre lo mismo con las mujeres.
Cojamos a Michael B. Jordan y Tessa Thompson y tirémosles al ring en una comedia romántica en la que son los protagonistas. Estaríamos en un caso similar al de la comedia romántica clásica, ya que ambos están considerados por encima de la media en cuanto a estándares de belleza se refiere. Este no es el caso en ninguna de las comedias románticas producidas por Judd Apatow, salvo una, quizá dos (TrainwreckY de repente tú-, la única comedia romántica Apatow con protagonista femenina y, posiblemente, The 40-year-old virginVirgen a los 40- ). Mila Kunis, Katherine Heigl, Emily Blunt…todas ellas están consideradas por encima de la media, mientras que sus contrapartes masculinas, Jason Segel y Seth Rogen, sí que están considerados en la media.
Esto no quiere decir que Michael B. Jordan se merezca a Tessa Thompson y Jason Segel no se merezca a Mila Kunis; ya que eso depende de sus personajes concretos en la película, de sus circunstancias y demás variables. Lo que digo es que repetir el patrón de “hombre medio atractivo consigue a mujer súper atractiva” es nocivo. Es decir, la historia específica de esta película, Forgetting Sarah Marshall, no es negativa en sí misma, sino dentro de un panorama en el que esto se está convirtiendo en la norma.

La norma.

Y Peter, el personaje de Jason Segel en la película, es la norma. Representa la nueva masculinidad impuesta por esta nueva ola de comedias románticas y, por extensión, de comedias en general.
El personaje sigue la estela de todos los protagonistas Apatow, que a su vez corresponden al prototipo del NICE GUY, el tipo majo, el Ross Geller, un hombre tóxico amable. Es inmaduro e infantil (dos cosas muy diferentes), es egoísta y cree que su pene es un regalo (algo que queda ejemplificado de forma explícita al principio de esta película), y se cree que por ser decente en un mundo de escoria humana, merece un premio. Es decir, estos personajes creen ser buenas personas cuando no es así. No son malas personas, pero llevan en la espalda toda la masculinidad tóxica que llevaban los protagonistas anteriores a ellos, sin ser conscientes de ello, al menos al principio de la película. También suelen irradiar vulnerabilidad. Y en el caso concreto de Peter, también es mentiroso y vago (y miente sobre ello).
En cuanto Sarah Marshall (Kristen Bell) rompe con él, ésta se ve obligada a decir que hay otro hombre a pesar de que las verdaderas razones por las que rompe con él van mucho más allá que la simpleza que es el haber conocido a alguien más. Y hace esto para proteger la masculinidad de Peter, la cual es tan frágil como la de todos los hombres que presumen de ser muy machotes.
Al principio de la película, encontramos a Peter en un punto bajo de su vida, y para cuando llegamos al final del primer acto, está en el foso. Y aquí es donde creo que es importante ver que no es una película sobre superar un corazón roto, sino una película sobre cómo tomar responsabilidad de las elecciones que hacemos en la vida. O sea, madurar.
Esta maduración nos la muestran de varias maneras. La más obvia, y la más tóxica, es ver la transformación externa a la hora de manifestar dolor: pasa de tener un llanto exageradamente femenino (algo por lo que es ridiculizado a lo largo de la película) a ser apaleado en un gesto romántico para pedir perdón, sin soltar una sola lágrima. Esta noción tóxica de la masculinidad en la que por ser hombre no puedes llorar, es la forma más brusca que tiene la película de enseñar algo que yo creo que se ve a la perfección de una manera más sutil y mucho menos tóxica.
Estamos en el punto medio de la película, el cénit de la auto-victimización de Peter, y se entera por boca de Aldous Snow (Russel Brand) de que Sarah llevaba un año poniéndole los cuernos con él. Primero se cabrea y hiere accidentalmente, o eso parece, a Aldous. Después, en frío, confronta a Sara y le pregunta que qué hizo él para que ella le pusiese los cuernos.
Es la primera vez que asume responsabilidad por algo en la película y ni siquiera es por algo por lo que debiera responsabilizarse. Cuando alguien decide ser infiel, por muchas razones que tenga para hacerlo, sigue siendo una decisión que ha tomado ella. Pero este jarro de agua fría le abre los ojos y se da cuenta de que quizá no fue la mejor persona con la que tener una relación romántica. Y empieza a madurar.
Sigue siendo infantil y egoísta, ninguna de las cuales son cualidades negativas en dosis pequeñas y controladas, y sigue teniendo un resentimiento al por mayor hacia Sarah, si bien ahora es algo más comprensible. Este rencor es el que hace que, cuando Sarah llega al punto más bajo de su vida, él sea capaz de rechazarla.
Este progreso, esta maduración, se vuelve a mostrar con una nueva toxicidad masculina, ya que el rechazo se produce a mitad de una mamada que Sarah intenta dar a Peter. Uno de los “sabios” de la película, al menos la función que cumple es la de mentor, alaba su negativa en mitad de la acción.
Señor, qué bajo está el listón.
Y luego está…

Sarah Marshall, heroína trágica.

Esta película es cruel con Sarah. Es cruel y vengativa. Si la protagonista de la película fuese ella, y no cambiásemos nada de la historia, y nada del humor, sería una tragedia cruel, con menos gracia que un chiste machista.
La película, a través de los ojos de Peter y, en cierta medida, de los ojos de Rachel (Mila Kunis) y Aldous, te dicen que Sarah Marshall es mala persona. Y de la misma manera que la película trabaja para hacernos ver que Peter tenía parte de la culpa, también consigue que veamos a Sarah con menos gravedad; pero nos arrebata su presencia en todo el tercer acto, y nos deja huérfanos del personaje que da título a la película (en su versión original).
Tras una relación de cinco años con Peter, Sarah rompe con él. Peter la demoniza desde el minuto uno, y nos arrastra a nosotros con él. Poco a poco, descubrimos casi a la vez que Peter la historia de esos cinco años; vemos los ejemplos que ponen la una y el otro a su favor, casi como si el espectador fuese el jurado y el segundo acto fuese un juicio. Como el punto de vista de la película es de Peter, oímos más sus argumentos y sus razones.
Sabemos que de esos cinco años, durante un año, Sarah estuvo fuera de la relación, poniéndole los cuernos con Aldous. Pero también sabemos que Sarah hizo todo lo humanamente posible por salvar su relación antes de que la tirase por la borda; y mientras tanto, Peter no se enteraba, en su mundo de ensueño en el que todo lo hacía bien (o parecía que lo hacía bien). Según ella, estuvo un año entero yendo a psicólogos y leyendo todo lo posible para salvar la relación. Es decir, de los cinco años, sólo tres fueron relativamente felices.
Pero nada de esto hace que Sarah sea mala persona. Sarah es el personaje que más errores comete a lo largo de la película. Su primer error fue no hablar abiertamente con Peter de sus problemas, antes de que esto pasase. Y luego cometió el error de no romper con él antes de empezar a ver a Aldous. Después, otro error, y otro. Sus errores no se limitan a la vida personal, a nivel profesional también toma decisiones desacertadas a diestro y siniestro. Sarah es un personaje compuesto de errores, como todo héroe trágico se precie.
De hecho, el punto más bajo de su vida, que se da al final del segundo acto, más o menos, es un punto mucho más bajo que el de Peter. Peter no tenía novia. Sarah no tiene novio, no tiene amante, no tiene trabajo y, básicamente, no tiene dónde caerse muerta. La película acribilla a Sarah, la deja por los suelos y hace que, en su desesperación, intente recuperar a Peter. Y él la rechaza. El foso no tiene fondo… y desaparece. Después de dejarla en la humillación más profunda, no la volvemos a ver hasta una escena pos-créditos que no hace sino clavar el clavo final a su ataúd, condenada a repetir un trabajo como protagonista de series malas por toda la eternidad.
Rachel y Aldous son versiones mejoradas de Sarah y Peter. Rachel es menos famosa, igual de guapa (o más) que Sarah, más fácil de tratar, entiende mucho mejor a Peter y le apoya con su Rock-Opera de teleñecos. Aldous es mejor músico, con más éxito, más guapo y más británico. Y mientras que el final para Peter con Rachel sí es feliz, no es así para Sarah con Aldous.

Espera, ¿esto no iba de que la película era buena o algo?

Esto empezó con mi empeño en demostrar que Forgetting Sarah Marshall era la comedia romántica cishetero que mejor trataba la distribución de la culpa, y así lo creo. No es una categoría que tenga mucha competencia, y si el tema se ha tratado antes en películas, dudo mucho que haya sido en una comedia romántica cishetero, por lo que el premio, por defecto, va a esta.
Sí creo que esta película es la que mejor ejemplifica lo que significan las producciones Apatow, con sus virtudes y defectos. El tándem Stoller-Segel creo que es lo mejor que tienen estas producciones, a pesar de lo problemáticas que son. Pero las comedias románticas siempre lo han sido.
También creo que estas películas han contribuido a un cambio en la masculinidad, y aunque los resultados a la larga están demostrando ser un nuevo tipo de macho alfa que ha cambiado el deporte por los cómics, creo que es un primer paso en deconstruir del todo la masculinidad. Son pasos de bebé, pero son pasos al fin y al cabo.
Mientras tanto, podemos disfrutar de estos intentos de progresar, con más o menos acierto, siempre y cuando seamos críticos con lo que vemos.
Si habéis leído hasta aquí, gracias. Si os ha gustado, genial. Si con esto he conseguido empezar una conversación, espectacular. Y si queréis que vuelva a analizar desde mi punto de vista alguna otra película, porque os ha gustado lo que he dicho, no dudéis en decirlo.
Gracias de nuevo.

viernes, 8 de junio de 2018

Doce pares de zapatos. Patricia.


2018.

Se le antojaba ajeno, casi atronador. Una pequeña mosca que apenas quería volar revoloteaba de cuando en cuando en la oscuridad. ¿O era un mosquito? Debería serlo, era junio; aunque un junio frío, lluvioso. Se dio la vuelta en la cama, bajo las sábanas. Su marido dormía plácido. Volvió a cerrar los ojos, intentando olvidarse de todo, pero su corazón trepidaba casi sin llamar la atención. Cuando cerraba los ojos para dormir, no hacía más que ver en su cabeza imágenes de la novela que acababa de dejar en su mesilla, la continuaba como si la pagasen por ello. No podía evitarlo tampoco, era automático como la respiración, el palpitar vertiginoso y calmado de su corazón, o los ronquidos de su marido. Sabía que los motivos por los que ponerse nerviosa no eran como para mantenerla en vela. Entonces, ¿qué era?
Se levantó aunque le costó la vida abrir los ojos. Tenía sueño, pero no. Era extraño. Era la primera vez que se sentía así en toda su vida y no había sido una vida corta, al fin y al cabo se jubilaba al día siguiente. Entró al baño, donde la luz le hizo daño a los ojos como si fuese un vampiro. Se miró al espejo y se preguntó a sí misma que qué pasaba.

Había dormido regular hasta que le tocó levantarse y vestirse, preparar el material para el piscolabis y respirar hondo. Ahora estaba abrumada. La sala de profesores estaba atiborrada, llena de antiguos compañeros de profesión, actuales colegas y ya graduados alumnos. La gente comía y hablaba entre sí, pero sobre todo la prestaban atención a ella. La felicitaban por la jubilación, por la empanada, las tortillas, incluso por la maravillosa comida que no había hecho, pero sí comprado. Todos la saludaron, y saludó a todos; les agradeció su presencia y su cariño. Entonces llegó la hora de los regalos. No había muchos, habían hecho comuna y le habían dado un par de cosas. De entre ellos, destacó un par de zapatos regios, austeros, casi romanos, de color tierra y que la entraron a la perfección. Creyó haber metido los pies en una nube y casi llora por cuarta vez, aunque más por confort que de emoción, como las otras tres.

Ahora no era ajeno, ni atronador; era familiar, como una mascota que te sigue a conveniencia. Su corazón trepidaba, pero ya no había explicación. Todo había pasado y no necesitaba los nervios para nada. No quería estar alerta, sólo quería dormir. Entonces recordó que no es oro todo lo que reluce, y que esto se podía aplicar a cualquier cosa en la vida. ¿Si no eran nervios, qué era? Al menos, no eran nervios tangibles, explicables en la superficie. ¿Sería ansiedad? Por primera vez en su vida, creía en la posibilidad de no tener la mejor estabilidad mental. Al fin y al cabo, se acababa de jubilar. Adiós a la rutina, a la vida los últimos 38 años, a las alumnas. ¿Ansiedad, de qué? Si dejaba más días detrás de los que le quedaban delante. Aunque, quizá, fuese precisamente eso.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Mis películas favoritas. Edición 2018.


Hace cinco años subí una lista de mis películas favoritas según su género. Hace cinco años era idiota, como seguramente piense dentro de otros cinco de la lista que voy a poner ahora. Como no puedo evitarlo, voy a cambiar la esquemática de los géneros (hace cinco años era realmente idiota y no están todos), y voy a poner dos por género, una comedia y un drama. Porque sí, porque puedo, quiero y no quiero hacer nada más ahora mismo. Las categorías son:

ACCIÓN. Para la comedia: Hot Fuzz (Arma fatal), de Edgar Wright. Para el drama: The Bourne Ultimatum* (El ultimátum de Bourne), de Paul Greengrass.

AVENTURA. Para comedia: Road to El Dorado (La ruta hacia El Dorado), de Bibo Bergeron, Don Paul y Jeffrey Katzenberg. Para drama: La princesa Mononoke, de Hayao Miyazaki.

ANIMACIÓN. Para comedia: The Incredibles (Los increíbles), de Brad Bird. Para drama: Anomalisa, de Duke Johnson y Charlie Kaufman.

BÉLICA. Para comedia: Tropic Thunder*, de Ben Stiller. Para drama: Johnny Got his Gun (Johnny cogió su fusil), de Dalton Trumbo.

CIENCIA-FICCIÓN. Para comedia: The Hitchhiker's Guide to the Galaxy (La guía del autoestopista galáctico), de Garth Jennings. Para drama: Mad Max: Fury Road (Furia en la carretera), de George Miller.

CRIMEN. Para comedia: In Bruges (Escondidos en Brujas), de Martin McDonagh. Para drama: The Killing (Atraco perfecto), de Stanley Kubrick.

DOCUMENTAL. Para comedia: Muchos hijos, un mono y un castillo, de Gustavo Salmerón. Para drama: Grizzly Man*, de Werner Herzog.

FANTASÍA. Para comedia: Dogma, de Kevin Smith. Para drama: Sleepy Hollow*, de Tim Burton.

HISTÓRICA. Para comedia: Inglorious Basterds* (Malditos bastardos), de Quentin Tarantino. Para drama: 12 Years a Slave (12 años de esclavitud), de Steve McQueen.

MUSICAL. Para comedia: School of Rock, de Richard Linklater. Para drama: Dancer in the Dark (Bailando en la oscuridad), de Lars von Trier (aunque hace mucho que no la veo, así que La La Land, de Damien Chazelle, por si acaso).

ROMÁNTICA. Para comedia: Forgetting Sarah Marshall (Paso de ti), de Nicholas Stoller. Para drama: The Apartment (El apartamento), de Billy Wilder.

SUPERHÉROE. Para comedia: Scott Pilgrim v. The World (contra el mundo), de Edgar Wright. Para drama: Batman Returns (vuelve), de Tim Burton.

TERROR. Para comedia: Shaun of the Dead (Zombies Party), de Edgar Wright. Para drama: The Witch (La bruja), de Robert Eggers.

TRHILLER/SUSPENSE. Para comedia: Kiss Kiss, Bang Bang, de Shane Black. Para drama: The Village* (El bosque), de M. Night Shyamalan.

Edgar Wright tripite, Tim Burton repite. Interesante. 

*No todas las que están entrarían en un top de favoritas general, sino que están por necesidad de categoría.

Sed libres de ver cómo han cambiado desde el 2013.


jueves, 3 de mayo de 2018

Doce pares de zapatos. Moscardón.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.


1994.
Moscardón corrió, como lo había hecho toda su vida. Se pasó el cuarto de siglo que llevaba respirando huyendo: del pueblo, de la familia, de las convenciones de género y cómo éste es binario. Rompió con todo, y por ello corrió, literal y figuradamente, toda su vida.
Nació con un nombre que no le gustaba, por lo que todo el mundo le llama por su apellido: Moscardón. Un apellido desafortunado, y poco corriente, que llevó con orgullo desde que tuvo consciencia de que el único lenguaje binario válido era el informático.
Moscardón corrió, huyendo del pueblo, cuando cumplió dieciocho años, refugiándose en la inmensidad de la ciudad capital: Santiago de Compostela. Al poco, tuvo que huir de ésta, para acabar en el paraguas de Madrid, ciudad ecléctica (más que las que conocía hasta ese momento). Huyó y huyó.
Corrió y corrió.
En Madrid, también corría. Corría, eso sí, huyendo de la policía, después de participar en una pequeña manifestación comunista, en la que participó no porque fuese comunista -que también- sino porque participaba en cualquier manifestación, organización, aquelarre o reunión que consistiese en una cuestión del sistema instaurado: el heteropatriarcado que imponía la noción de los dos géneros.
Moscardón giró una esquina y se dio de bruces con un árbol medio caído que nadie se había molestado en señalizar y que apenas se veía a menos que estuvieses a cinco centímetros de él. El golpetazo hizo que se cayese, de espaldas. Como un resorte, se arrastró al otro lado del árbol y, de cuclillas, observó cómo los dos perseguidores (dos policías fascistas que les encantaba cazar anti-sistema de izquierdas, porque cazar animales es demasiado aburrido) también reventaban sus cabezas contra el árbol. Moscardón rio y siguió corriendo, no sin dolor en la frente.
Recordó, durante un momento, la conversación que tuvo con su amiga Delia sobre cómo la policía se supone que estaba entrenada para resistir más, o mierdas de esas, y cómo un grupo de policías tránsfobos intentaron darle una paliza pero, gracias a su carrera adolescente como atleta, puso tierra de por medio a tal velocidad que hasta llegó a sentir pena por los policías. Pena que, todo sea dicho, se le pasó en un segundo y estuvo tentada de escupir.
Moscardón dudó si volver y escupir, y decidió que al no tener un pasado en ningún tipo de atletismo o deporte remotamente físico (ajedrez amateur y bádminton de instituto), lo mejor era correr.
Al girar otra esquina, esta vez despacio, se encontró con un policía sonriente con una mirada entre lasciva y violenta, con la porra en ristre y sudor abundante. Sin mediar palabra, sabiéndose en apuros, Moscardón mandó su rodilla contra la entrepierna del madero, que profirió un grito de sorpresa y un chillido de dolor y no tuvo más remedio que soltar la porra.
Moscardón siguió corriendo, dejando atrás al policía que ahora insultaba y maldecía, a veces a Moscardón y a veces al universo en general. También blasfemó, aunque luego al párroco dijese que no.
Moscardón no tardó en cansarse, casi extenuarse. Estaba en un barrio que sólo había frecuentado cuando asistía a manifestaciones exclusivas a la clase baja (o media-baja), así que verlo tan vació hizo que la desorientación afectase su capacidad de regir.
Pero oye, ya no tenía a la policía detrás.
Se echó la capucha y procedió a caminar.
Llevaba cinco minutos cuando dos coches de policía pasaron a su lado, sirenas al viento, claramente buscando a alguien. Moscardón se giró, de cara a la pared, y jugueteó con sus llaves, como si fuese a entrar en su... Moscardón miró. En su zapatería, aparentemente. Los coches pasaron, y se disponía a seguir su camino cuando la puerta se abrió y un hombre cogió su brazo y metió a Moscardón en la tienda.
“Quédate lo que necesites hasta que los polis te dejen en paz”, dijo el hombre mientras volvía al mostrador.
“¿Estás seguro?”, preguntó Moscardón, sin fuelle, de tanto correr.
“Cariño, parece que llevas sin dormir cinco días, lo necesitas”, se limitó a decir el hombre.
Moscardón le tendió la mano y se presentó:
“Me llamo Moscardón, es mi apellido y sí, suena a que soy un coñazo, pero no me gusta mi nombre de pila porque no estoy conforme con los géneros existentes de hombre o mujer”.
“Alberto, es mi nombre de pila, soy un hombre, aunque antes que eso, soy zapatero. ¿Quieres unos zapatos?”
Moscardón sonrió: era la primera vez que alguien aceptaba su identidad sin el menor problema.
Y tras ese día, Moscardón dejó de tener que correr tantos días a la semana.


sábado, 21 de abril de 2018

Doce pares de zapatos. Lorena.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.


28 de febrero. 1990. Madrid.
Desayuno: zumo de naranja, café con leche, seis galletas María.
Comida: caldo casero, filete empanado con ensalada. Fuera de casa.
Cena: restos. Medio plato de crema de verduras, manzana.

El día ha empezado de manera habitual, con la primera luz de la mañana penetrando la ventana directamente sobre mi cara. He aprovechado la mañana para arreglar los problemas que la funeraria nos ha estado dando los últimos dos días, mientras Ramón dormía. He llamado al seguro y al crematorio, y ya está todo dispuesto para que mi suegro descanse en paz.
Me he tomado el día de descanso, decidiendo que seguir escribiendo algo tan alegre en estos momentos tan oscuros sólo podía ser contraproducente, ya que no quiero que Ramón piense que estoy muerta por dentro, ni que los niños y niñas que puedan leer el cuento se traumaticen con un giro tenebroso de los acontecimientos. Así que he paseado toda la mañana.
Cerca de las doce y media del mediodía, he entrado a una zapatería. No sé explicar por qué, no necesito zapatos. El zapatero, un joven alegre pero con aires bohemios, que parece sacado de una historia surrealista, me ha ofrecido sus servicios, pero le he explicado que no sabía muy bien qué hacía allí. Hemos tenido una conversación apasionante sobre la vida, aunque sus inclinaciones sobre el tema son apabullantemente inmaduras. Finalmente, he comprado un par de zapatos que, según el zapatero, me durarán el resto de mi vida. Quizá sobrestime sus propias habilidades, pero parecía terriblemente seguro de ello.
Por la tarde he ido al cine. No había gran cosa en cartel, así que me he metido a ver ¡Átame! (Pedro Almodóvar), ya que Luisa y Fernando me la han recomendado encarecidamente durante casi un mes. En los Renoir de Cuatro Caminos sólo quedaba la sesión de las ocho de la tarde, así que antes he quedado con Silvia, que sigue tan hermosa como siempre.
Es curioso, no creo que haya habido nadie con quien haya conectado tanto como con Silvia. Sí, tiene cinco años menos que yo, pero a estas alturas de la vida, cuando una ya ha pasado los cuarenta, las distancias se acortan. 38 años no es una niña, aunque quizá me diga esto para sentirme mejor conmigo misma, quién sabe. Ya me juzgará el tiempo. O Ramón, si se entera, aunque poco puede juzgar, que me saca siete años. Sea como fuere, hemos empezado tomando un café y hemos acabado en casa, entre las sábanas. Beber de ella es beber del elixir, del néctar de los dioses. Safo sabía lo que se hacía.
Silvia me ha acompañado al cine, y me he sentido como una adolescente en una primera cita. La verdad, es la primera vez que hacemos una actividad remotamente parecida a la de una cita normal. Hasta ahora han sido encuentros furtivos, revolcones y algún que otro encontronazo en los cuartos de baño de casa mientras dábamos alguna fiesta. Me siento bien.
A veces siento lo que le estoy haciendo a Ramón, pero el pensamiento desaparece en cuanto me vuelve a la cabeza la imagen de Ramón con su amante. 20 años sí es una niña, sobre todo por Ramón tiene ya los 50. Entonces, paso a pensar que lo que hago con Silvia es por simple venganza. Quizá sea así. En ese caso, la venganza es dulce, y ácida.
He cenado con un Ramón ausente. Puede que haya estado proyectando, pero en su ausencia parecía alegre, y me he preguntado si acaso tiene nueva amante. No he querido preguntar, porque nuestro matrimonio se encuentra en un status quo de feliz ignorancia, compañeros de piso de por vida, pero que ya no comparten una vida. Me gusta así. Un día conseguiré dejarlo, pero nuestros años de pasado me apresan suavemente, de la misma manera que unas sábanas pueden me pueden atar las manos a la cama.

lunes, 9 de abril de 2018

Doce pares de zapatos. Jaime


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1997.

Jaime era asquerosamente rico; insultantemente rico. Nacido en una de las familias mejor posicionadas durante la dictadura (su padre, orgulloso, tenía una foto con su brazo alrededor de los hombros de Franco, ambos sonrientes como viejos amigos) y la transición no hizo que su fortuna menguase. Al fin y al cabo, no era una revolución. El rey tenía a su familia en alta estima, y apoyaron de inmediato la monarquía democrática. Su familia sabía cambiar como el viento.
Jaime acababa de cumplir cuarenta años y estaba donde debía estar.
Esta no es la historia de un rico arrepentido, o de un artista incomprendido. Jaime no era buena persona. Cantaba el Cara al sol. Veía a un mendigo en la calle y suspiraba en alivio por no llevar suelto y así poder no sentirse mal al no soltar unas pelas mal contadas. Denunciaba a quienes golpeaban su coche sin importarle tener o no razón. Era esa clase de persona que dice que el dinero no da la felicidad, pero no piensa en donar ni medio pellizco. Porque esas personas que dicen que el dinero no da la felicidad no se han encontrado con una mano delante y otras detrás, sin un bocado que llevarse a la boca y, a las dos semanas de no poder comer ni la basura, encontrarse mil, quinientas o cinco pesetas. Porque puede que el dinero no dé la felicidad, pero sí te da las herramientas para buscarla. Esta no es la historia de cómo Jaime aprendió a ser mejor persona.
Jaime era infeliz, pero no por eso hay que sentir lástima por él. Sí, la empatía es poderosa. Puede que sientas cómo la mera consciencia de un ricachón, mimado y amamantado sin dar un palo al agua, sentado en un salón de cien metros cuadrados, en un sofá más caro que tu propia casa, llorando sin lágrimas porque tiene la capacidad emocional de una hoja de papel, te remueve el corazón. Pero Jaime no siente nada. Su empatía es condicional: si tienes dinero, te comprende; si no tienes dinero, siente lástima por ti. Pero no te acerques a él.
De vez en cuando, a petición de su esposa Margarita, donaba alguna cantidad de dinero relativamente generosa a una ONG relativamente honrada (suele elegir las que llevan sus conocidos, conocidos por llevárselo muerto).
Margarita, ah, igual sí que hay sentir lástima por ella. Margarita se casó joven, embriagada de amor, y ciega por la educación edulcorada y machista de la sociedad, de su familia y de su clase. Sabía que ni ella ni su marido eran felices. Por el cuarenta cumpleaños de Jaime, preparó una fiesta por todo lo alto.
Margarita buscó por todo Madrid algo que pudiese gustarle, algo que realmente le fuese a durar más de cinco días. Pensó en buscarle una amante, pero ni siquiera ellas le duraban más de dos meses. Empezó a ampliar su radio de busca a los barrios menos ricos, hasta que dio con una calle con la zapatería que, había leído, era muy exclusiva. Entró.
  • Buenas tardes.
  • Hola, quería encargar unos zapatos.
  • ¿Para usted?
  • Para mi marido.
  • Ah. ¿Por qué?
  • Es su cumpleaños.
  • No. ¿Por qué debería hacerle los zapatos a su marido?
  • Porque se los voy a pagar.
  • No me vale.
  • ¿No le vale?
  • No. No hago zapatos por dinero. Arreglarlos, sí. Pero sólo voy a hacer cierto número de zapatos y necesito saber que quien vaya a recibirlos va a saber usarlos.
  • No es muy difícil usar unos zapatos.
  • No. No lo es. ¿Cómo es su marido?
  • ¿Qué le importa?
  • Señora, ¿no me ha oído antes?
  • Sí que le he oído. Pero me parece que no tiene su tienda en condiciones para andar con exigencias a la clientela. Y usted no parece en condiciones de negociar.
  • Ya veo.
  • ¿Entonces va a hacerlos?
  • Necesito al menos una buena razón.
  • Ocho millones de pesetas.
  • El dinero no es una buena razón, por generosa que sea la oferta.
  • Diez.
  • No.
  • Doce.
  • No sois capaces de hacer nada sin el talonario por delante, ¿no? Deme una buena razón moral, ética, emocional, racional. No me dé una cifra.
  • Jaime es infeliz, necesita algo único a lo que poder aferrarse.
  • ¿Tienen hijos?
  • Sí.
  • Los hijos son algo único a lo que poder aferrarse, en los que poder volcar la felicidad propia.
  • Pero es infeliz.
  • No me dedico a arreglar la vida de multimillonarios.
  • Pero necesito que sea feliz. No me deja vivir.
  • ¿Le pega?
  • No.
  • ¿Le insulta?
  • Cuando discutimos nos insultamos.
  • Divórciese.
  • No puedo.
  • ¿Por qué?
  • Religión.
  • ¿Y?
  • Me desheredarían. Y las clausulas pre-maritales dividen nuestro dinero familiar. Y no puedo buscar trabajo porque no sirvo para nada.
  • Me plantearía hacerle unos zapatos a usted, pero no a su marido. Tienen problemas del primer mundo.
  • ¿Y usted no?
  • Sí, pero no voy ofreciendo millonadas por un par de zapatos que no va a cambiar nada en mi relación.
  • Écheme una mano. Sólo necesito algo exclusivo. Si no los quiere, se los traigo de vuelta.
  • No. Deme las medidas de su marido. Pero no le va a hacer feliz.

El zapatero le pidió que volviese al día siguiente. Al día siguiente, volvió. Le dio las medidas y no volvió hasta una semana después. En la caja había un sobre en el que ponía que Margarita debía abrirlo después de dar el regalo.
En la fiesta sorpresa, todo fue como lo había planeado. Cuando llegó la hora de dar los regalos, Margarita le dio el suyo el último. Jaime lo abrió y sacó el par de zapatos perfecto. Miró a Margarita. Margarita dijo que eran muy exclusivos, no habría dos como ellos. Jaime la miró y, todavía mirándola, los lanzó a una papelera. “Son unos putos zapatos, Marga, ¿cómo de exclusivos pueden ser?”
Margarita, entre sollozos, abrió el sobre. Encontró una nota: “se lo dije, úselo para el divorcio” y un cheque. El cheque, por valor de nueve millones de pesetas. Habría que señalar que el zapatero había cobrado doce millones por los zapatos y que el dinero que la acaba de devolver no era el total.
Jaime no podía creer que Margarita se divorciase de él. Le pilló de sopetón y no fue capaz de reaccionar como debería hacer hecho. A los cinco años, Jaime murió atragantándose con la pinza de una langosta.



domingo, 11 de marzo de 2018

Doce pares de zapatos. Inés.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.





1988.
Pongamos que una joven de quince años (que dejó de ser una niña hace poco) se comporta como creen que se comportan los escritores de mediana edad (incluso los tirando a jóvenes adultos) que escriben sobre Lolitas que van buscando pollas viejas por el mundo como quien busca un restaurante en el que comer en una ciudad extranjera, que seducen a hombres al menos cinco años mayores, aunque normalmente ya han superado los treinta y cinco, y que después juegan a romperles el corazón como si fuesen ellos, y no ellas, los inexpertos en las materias de la vida y el amor. Supongamos, durante unos minutos, que esto fuese cierto.
Esta historia iría así. Inés, de quince años de edad, tierna y todavía por madurar, habría entrado deliberadamente en una zapatería en plena inauguración. Se habría maravillado, desde un cínico escepticismo, por supuesto, con el pequeño nicho artístico, con aires de bohemia y de ilusión; con aspiraciones milenarias y rezumando betún, que ese joven de no más de veintisiete años acababa de abrir. Entonces, habría coqueteado con hombres casados, canos o, simplemente, mayores de edad y se habría abierto paso hasta el mostrador, tras el cual ese joven adulto, terso y limpio de arrugas, pero con ojos llenos de experiencia, bebía de una copa de vino y conversaba con una mujer que, a ojos de esta joven adolescente, sería una furcia malnacida, con tetas flácidas y culo caído a pesar de su juventud.
Inés la habría mandado a la mierda, y habría sonreído al joven con picardía (pero ternura), con una lascivia latente (pero aires virginales) y con una cara casi infantil, pero con rasgos femeninos, medio adulta pero no, con unas tetas respingonas pero todavía por formarse del todo, con un cuerpo en proceso de formación (caderas ensanchadas, pero no anchas) y, por supuesto, no habría ni el más mínimo ápice de acné en la cara.
Esto, por algún motivo, habría atraído al joven zapatero, que se habría sentido contrariado y confuso por sus sentimientos, pero, aun así, habría optado por acercarse a ella, y se habría dejado caer en la tentación, habría cogido la manzana que esta Eva tan pueril (pero tan mujer) le ofrecía, a pesar de saberse más sabio, de ser más ético y de querer ser buena persona.
Ahora, variando según el hombre que lo escribiese, dependiendo de si querría ser casto o sexual, el joven (pero experimentado) zapatero acabaría sellando su destino no violando (“porque, uh, la edad de consentimiento en realidad es...”, cállate, Nabokov, a nadie le interesa la legalidad del asunto), pero sí abusando de la inocencia juvenil de la adolescente pícara, ese ángel demoníaco que convirtió la vida del zapatero en una tragedia de envergadura bíblica o, como mínimo, griega. Porque la otra opción, la casta, acabaría con la defunción de él, o de ella, justo antes de sellar el trato, de hacer lo que iban a hacer, de besarse o, por qué no decirlo, antes de follar. Y entonces, si hubiese sido ella la que acabase muerta, el joven zapatero habría hecho un par de zapatos que habría dejado en los pies de la lápida. Y, si hubiese sido él el muerto, ella habría encontrado, de alguna manera, una nota con su nombre y las indicaciones para encontrar un par de zapatos que él le habría hecho antes de fenecer.

Pero esta no es esa historia. Sí, Inés tenía quince años cuando pisó por primera vez la zapatería de ese joven (y sí, ella lo creía apuesto y guapo, pero lo miraba como quien admira una escultura) zapatero. Era el día de la inauguración, un caluroso día de verano de 1986, pero entró en ella por accidente. No había maldad. Inés se enamoró de inmediato de la tienda, no del zapatero. No había cinismo, todavía no le había pasado nada en su vida para tenerlo (su vida era cómoda, agradable, sus padres a veces discutían, pero todavía no se habían divorciado), y la zapatería era cuca, mona, bonita y acogedora.
Inés no había coqueteado con nadie, a penas era capaz de mirar a la cara a la gente. Y el motivo por el que se acercó al joven zapatero era porque quería saber de quién era la tienda, nada más. El joven hablaba con una joven mujer, que debía rondar la edad del zapatero, e Inés en ningún momento pensó una mala palabra de ella, aunque cierto pinchazo de celos la picó el primer segundo que la vio sonreír. Pero no porque hablase con él, sino porque su sonrisa era la más bonita que había visto en su vida.
Inés y el zapatero tuvieron una conversación agradable, él agradeció las buenas palabras de Inés y ella le felicitó por la tienda. Inés le preguntó cuánto costaba un par de zapatos a medida, y él se limitó a decirle que no podía, porque todavía estaba creciendo y quería que sus zapatos durasen toda una vida. Inés le prometió ahorrar hasta poder pagar un par de zapatos, y que le daba igual que acabase teniendo que tirarlos porque se le quedarían pequeños.
Tardó en ahorrar dos años, durante los cuales Inés pasó mucho tiempo en la zapatería. Iba allí a estudiar y a pasar el rato, siempre que sus amigas no pudiesen (algo que no pasaba tanto como para que preocupase a nadie). El zapatero insistió en conocer a sus padres, en caso de que le pasase algo mientras estudiaba allí, y se llevaba muy bien con ellos. En ningún momento se les pasó por la cabeza la idea del sexo (quiero decir entre sí; Inés perdió la virginidad con su amiga Celia y el zapatero tenía relaciones estables con su pareja). Inés acabó llevándose muy bien con la joven de la sonrisa bonita, que era la pareja del zapatero.
Con diecisiete años, compró el par de zapatos que había prometido, el segundo par de zapatos que el zapatero había hecho jamás. Cuando se enteró de esto, Inés se sonrojó. El zapatero le guiño un ojo y le aseguró que le durarían toda su vida.
Inés y el zapatero continuaron siendo amigos todas sus vidas, y nunca tuvo que pedirle otro par de zapatos (aunque, a comienzos de los noventa, le tuvo que pedir unos ajustes porque le habían crecido un poco los pies).

domingo, 4 de marzo de 2018

Crónica de un premio interesante, por fin. Oscars 2018.


Estamos ante el año con mejor parrillada desde que hago estas 'crónicas' que le importan a cuatro gatos. Un año en el que la peor película, para mí, la ha dirigido Steven Spielberg, Nolan ha hecho una de las más aburridas y dos de las más refescantes, y mejores, son operas primas (aunque la de Greta es más o menos, que ya codirigió una hace tiempo). Es cierto que este año no hay un Mad Max Fury Road, y que no todas las películas son perfectas. Pero el año pasado había tres grandes películas, y este año hay el doble. Estos son mis premios:


CALL ME BY YOUR NAME. El gran defecto, el único pero que hay que darle a esta película (y cuando digo único, me refiero a que literalmente sólo le encuentro un fallo) es la diferencia de edad entre Elio y Oliver. No tanto porque sea grande (17 y 24) sino porque Elio aún no es mayor de edad, ese constructo social en torno al cual se determina la legalidad y demás cuestiones de normalidad, aceptación y moralidad. A parte de este “defecto”, la película es la octava maravilla del mundo actual, o casi. 1/9

DARKEST HOUR. Oscar-bait hasta decir basta, hay ocasiones en las que la película se olvida de que tiene que serlo; pero los monólogos de Churchill desarticulan absolutamente todo lo que Joe Wright monta para evitar la sensación de que es una película construida para que quien haga de Churchill (Oldman) consiga el Oscar. Qué bien que esta sea una de las peores nominadas, porque significa que el nivel está alto (aun así, le ha robado el puesto a The Florida Poject así que fuck this movie). 8/9

DUNKIRK. Hecha con oficio de primera clase, cuenta una historia mil veces contada (Segunda Guerra Mundial, ugh) sin ninguna profundidad emocional ni intento de crear personajes, asumo que intentando que cada uno de los actores sean pizarras en blanco en las que el espectador se proyecte a sí mismo. Pero falla, o eso me parece a mí. Impecable en ejecución, le falta alma. Y me aburre. 7/9

GET OUT. No parece que sea una primera película (lo cual en su propio derecho es el mayor piropo que se le puede dar a una primera película), hecha con cuidado y oficio, a pesar de la inexperiencia. Con temas importantes, que van más allá del racismo para acercarse al fetichismo (o casi), es la película perfecta este año de dar un bofetón a Tr*mp. Y es buena. Se ha perjudicado de estar encerrada en el cajón de comedia (porque no lo es), sino que Peele ha construido una compleja sátira terrorífica en la que a veces, ocasionalmente, tienes que reír (por no llorar). 5/9

LADY BIRD. Lo mejor de Frances Ha se quita los vicios de Noah Baumbach para encontrarse con la frescura de Greta Gerwig (y sus propios vicios). Divertida y aparentemente ligera, promete ser la película del canto juvenil de comienzos del siglo XXI. Las carcajadas ocasionales no evitan que la película vaya a lugares más emocionales, pero nunca dejándose caer en la dramedia. Una comedia de Oscars que es más comedia que drama es como un cubo de agua fresca en un agosto agobiante de calor. 2/9

PHANTOM THREAD. PTA es uno de los cineastas estadounidenses más interesantes de los últimos años, aunque todas sus películas supuran masculinidad (poco interés por los personajes femeninos). Esta película no es una excepción, pero me parece que es en la que más cuida a sus mujeres. Vicky Krieps (Streep le ha robado la nominación) es mucho más natural y resuelta a la hora de interpretar a Alma que Daniel Day-Lewis interpretando a Reynolds (cortado por el mismo patrón que Streep: intérpretes camaleónicos a los que se les nota que están ACTUANDO, a pesar de hacerlo bien). Phantom Thread lleva el fetichismo emocional a otro nivel. 4/9

THE POST. Tiene menos interés que mirar una pared secarse durante cinco horas. Es Spotlight, pero aburrida. Su feminismo es facilón, parece sacado de los noventa; el momento más poderoso de la película (Streep sale del Supremo y pasa entre jóvenes mujeres que la miran con admiración) es tan gratuito que dan ganas de estampar a Spielberg contra la pared recién pintada. Es una buena noticia que esta sea la peor película de esta edición, es mala noticia que esté nominada. 9/9

THE SHAPE OF WATER. Tiene menos fuerza que El laberinto del fauno, pero comparte con ésta la virtud de ser de los mejores cuentos de hadas de nuestro siglo. Guillermo del Toro es el mejor cuentacuentos de la actualidad (¿el único cuentacuentos?). Eso sí, cuenta cuentos violentos y hasta desagradables, pero en última instancia hermosos. Su asignatura pendiente es la emoción, ya que afila tanto su narrativa, depura tanto su estilo, que toda emoción y empatía queda diluida a mínimos. 3/9

THREE BILLBOARDS OUTSIDE EBBING, MISSOURI. Problemática en ocasiones, el talento de McDonagh es tremendo. McDormand da sentido a la película, está tremenda. La vi en San Sebastián y la distancia en tiempo la ha diluido de un amor incondicional inicial para que quede un poso amargo, como si estuviese a un par de borradores de ser una obra maestra (su obra maestra sigue siendo In Bruges, otra opera prima que no lo parece). El personaje de Sam Rockwell, rico y complejo, complicado y con capas, no tiene cabida en la situación actual, porque representa todo lo negativo que tiene EE.UU., desde una narrativa casi redentora. 6/9





Mejor Maquillaje y Peluquería: NS/NC.

Mejor Diseño de Producción: Paul Denham Austerberry, Shane Vieau y Jeff Melvin, por The Shape of Water.

Mejor Vestuario: Mark Bridges, por Phantom Thread.

Mejor Edición de Sonido: NS/NC.

Mejor Mezcla de Sonido: NS/NC.

Mejor Canción Original: 'Mistery of Love' de Sufjan Stevens, por Call Me By Your Name.

Mejor Música Original: Jonny Greenwood por Phantom Thread.

Mejores Efectos Visuales: Ben Morris, Mike Mulholland, Neal Scanlan y Chris Corbould por Star Wars: Episode VIII. The Last Jedi.

Mejor Fotografía: Rachel Morrison por Mudbound.

Mejor Edición: Sidney Wolinski por The Shape of Water.

Mejor Guión Adaptado: James Ivory por Call Me By Your Name.

Mejor Guión Original: Greta Gerwig por Lady Bird.

Mejor Actor Secundario: Willem Dafoe por The Florida Project.

Mejor Actriz Secundaria: Laurie Metcalf por Lady Bird.

Mejor Actor Principal: Timotheé Chalamet por Call Me By Your Name.

Mejor Actriz Principal: Sally Hawkins por The Shape of Water.

Mejor Dirección: Greta Gerwig por Lady Bird y Jordan Peele por Get Out, ex aequo.

Mejor Película: Call Me By Your Name.

viernes, 2 de marzo de 2018

Doce pares de zapatos. G. A. Andersen.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

2006.
El reputado y conocido amante del arte del calzado, el mayor experto en suelas y lengüetas, en cordones y tacones del mundo, George Adelaine Andersen, el quinto hijo de un lord inglés, que renunció a los títulos nobiliarios (las sobras que le dejasen sus hermanos) por amor al zapato, se enteró de la existencia de un zapatero español a principios del nuevo milenio, y se prometió a sí mismo conseguir un par de zapatos de tan selecto artesano.
G. A. Andersen, más conocido como Andy, era un hombre sabio criado con ternura por su madre, Adelaine Andersen (nacida como Crawford). Su condición de último hijo le brindó la oportunidad de ser criado a placer por la madre, sin ningún tipo de intervención paterna, ninguna intención oculta para llevarlo al Parlamento, a las Olimpiadas o a Buckingham Palace.
Su padre nunca le prestó demasiada atención, sus hermanos y hermanas se llevaban muy bien con él, y era el confidente de la familia: su madre le decía todo lo que se le pasaba por la cabeza, sus hermanos se quejaban de la exigencia de su padre, sus hermanas de lo encerradas que estaban con su padre como patriarca familiar. Pero había algo para lo que su padre siempre pensaba en él: limpiar sus zapatos.
Andy heredó de su padre un buen pellizco de dinero y se mudó a Escocia, donde viviría hasta el final de sus días, una vida tranquila. Andy se despojó de sus títulos y encontró trabajo en la tienda de lujo más reputada de Glasgow como vendedor de zapatos y rápidamente se convirtió en el mayor connaisseur, y tras años de estudio, directamente en el mayor experto del mundo.
Andy era un venerable jubilado (y rico porque supo mantener su fortuna con inteligentes inversiones y un espíritu emprender -invirtió en cine y televisión con gran éxito-) de setenta y siete años cuando, al comienzo del nuevo siglo, llegó a sus oídos rumores sobre un zapatero artesano tan íntimo y perfeccionista que se negaba a hacer zapatos salvo e contadas excepciones y que se jactaba del hecho con un cartel fuera de su tienda especificando el número de zapatos que llevaba hechos y el número en el que dejaría de hacer zapatos. Y una chispa se encendió en su interior.
Una chispa no es todo lo que se encendió en su interior. Un cáncer creció y provocó que su viaje a España se tuviese que retrasar. Combatió su cáncer con una fiereza inusual para su carácter, siempre tierno y amable. En sus ojos, el fuego interno del deseo por un par de zapatos tan exclusivo como esos. Cinco años de lucha, y Andy venció.
Andy bajó a España acompañado de Ronald, un sobrino de su misma condición (en todo salvo lo relativo a los zapatos). Encontraron la tienda con gran dificultad, reconociéndola únicamente por el cartel que indicaba un “8 de 12” en la puerta.
La conversación con el zapatero fue espléndida, aunque tuvo que convencerlo para que le hiciese el par de zapatos. Finalmente, el zapatero aceptó sabiéndose en la presencia de G. A. Andersen, el mayor experto en calzado del mundo. El zapatero les pidió que le diesen una semana, que aprovecharon para hacer turismo por esa ciudad tan apagada, tan vibrante.
A la semana, el zapatero les recibió con un par de zapatillas deportivas. No eran nada parecido a la alta costura a la que Andy estaba acostumbrado, pero tampoco eran como esos productos de fábrica hechos por explotados que las grandes marcas intentan exprimir con el mayor margen, esas zapatillas que parecen confeccionadas a latigazos, y seguramente lo sean. No, eran zapatillas deportivas artesanas. Andy puso el grito en el cielo, exigió zapatos de verdad.
El zapatero sonrió y se encogió de hombros. Y en un perfecto inglés dijo: “Tienes que ampliar tus horizontes. Serán 798 euros, déjelos en el mostrador”. Y se dio la vuelta y se fue. Ronald instó a Andy que al menos probase a ver cómo le quedaban. A regañadientes, Andy lo hizo y sintió una comodidad que no había conocido ni con sus mejores pantuflas.
Andy lloró de felicidad.

viernes, 23 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Clara.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1991.
Clara se sentía poderosa cuando caminaba con sus zapatos de tacones. El sonido que hacían al chocar contra el suelo la embriagaba, era un placer, casi una filia.
Clara era ejecutiva, de las que parecían no tener alma porque jugaban con los sueldos de sus empleados menos privilegiados y coqueteaban con la idea de destruir el medio ambiente por un porcentaje ligeramente más elevado. Vestía trajes a medida, grises, marrones o negros; todavía con hombreras y esos peinados noventeros que, años después, al mirar las fotos, producirían cierta vergüenza y provocarían que intentase justificarse como quien se defiende de una acusación de asesinato.
Tras un lustro en su puesto, Clara estaba triste. Su trabajo era exigente y agotador, desprendía un hedor a escoria humana y las pesetas que ganaba no parecían llenar su desazón. Tenía ahorrado bastante dinero, llevaba una vida austera, casi espartana: su piso era pequeño (un salón-comedor, una habitación, un baño, una cocina y una pequeña terraza donde dejar un par de plantas), la decoración era práctica (muebles y lámparas, poco más) y sus posesiones materiales, más allá de los trajes para el trabajo, superaban en número a los necesarios, pero no llegaban a cantidades exorbitantes. Tenía una amplia colección de libros y películas (en formato VHS), amén de un potro con varios lienzos y pinturas por estrenar. Porque, veréis, Clara era una artista.
Clara había comenzado su carrera de ejecutiva por la seguridad salarial, pensando en que ganaría dinero para vivir sin miedo y tendría tiempo para pintar. Pero, oh, estaba equivocada. No había tenido ni un mísero segundo que perder, y si lo tenía, estaba demasiado cansada para crear y sólo quería consumir (leer era más exigente que ver películas, por lo que la mayoría de las veces se limitaba a quedarse dormida delante de la televisión).
Una mañana, llegaba tarde al trabajo. No era un día importante, aunque su jefe (porque siempre hay un jefe) decía que todos los días eran importantes (pero si todos los días eran importantes, en realidad, ninguno lo era). Sin embargo, la sensación de llegar tarde al trabajo nunca era de agrado para Clara.
Como todo el mundo sabe, correr con tacones es un deporte de alto riesgo, por lo que Clara nunca lo hacía (además, correr hacía que sus pasos fuesen ligeros y, por ello, el sonido del tacón al tocar el suelo fuese menos reconfortante). Pero ahora correteaba, iba rápido, no quería llegar tarde por primera vez en su vida. La fortuna, el destino, o Dios, dependiendo de las creencias de cada cual, optó por decidir que debía llegar tarde.
Se le rompió un tacón: era de aguja y era cuestión de tiempo. Paró en seco sin saber qué hacer. No podía descalzarse, estaba a más de cinco manzanas del metro y la calle estaba sucia, y el metro estaba sucio. No podía romper el otro tacón, porque los zapatos no funcionan así. Miró a su alrededor: una zapatería. No era muy grande, pero era una zapatería. Tendría que cruzar la calle a la pata coja, pero era realizable.
Al entrar en la zapatería, el mundo paró. Parecía que había entrado en otra dimensión, como si el tiempo se ralentizase, una quietud estable la envolviese. Se oía un ligero martilleo lejano, no había nadie atendiendo. Clara pensó que para ser una zapatería tenía muy pocos zapatos a la venta (es decir, ninguno). Carraspeó con la exasperación con la que estaba acostumbrada a tratar a la gente en su trabajo. El zapatero apareció. Era joven, limpio y parecía tener un halo de conformismo a su alrededor que calmó a Clara con la misma rapidez que un rayo cae sobre la tierra. El zapatero sonrió y preguntó en qué podía ayudarla. Clara pidió, con sus mejores y más sinceros modales, comprar un par de zapatos cuanto antes, pero el zapatero lamentó el hecho de que esta fuese una zapatería dedicada en exclusiva a la reparación y restauración y, en menor medida, a la confección de calzado. Le explicó que sólo iba a hacer doce zapatos en toda su vida y quería que éstos fuesen a parar en personas realmente importantes, interesantes o que lo mereciesen realmente.
Clara preguntó, entonces, cuánto tardaría en arreglar sus zapatos. El zapatero los inspeccionó, negó con la cabeza: “No merece la pena”. “¿Entonces?”, preguntó Clara. El zapatero se limitó a guardar el par de zapatos de Clara en una caja y la metió en la trastienda, salió con otra caja, de la que sacó unas manoletinas claramente usadas. “Vuelve en dos días”, dijo mientras le tendía el calzado. Clara llegó tarde a trabajar, pero llegó.
A los dos días, Clara volvió a la zapatería, calzada con otro par de zapatos y con las manoletinas en una bolsa. El zapatero no estaba por ningún lado, aunque intuyó que debía estar por la trastienda amartillando, por el sonido que venía de dentro. En el mostrador, dos pares de zapatos la esperaban. Uno de los pares era el suyo, arreglado, con una tarjeta con el precio. El otro era un par de zapatos de terciopelo verde oscuro con tacones gruesos y elegantes, con motivos de plata que los adornaban con modestia. Su tarjeta ponía un precio con la explicación de que si los compraba, se llevaba su par de zapatos arreglado gratis.
Clara llamó al zapatero, pero el martilleo nunca cejó, y el zapatero nunca salió. Dejó el dinero en el lugar en el que estaban los zapatos nuevos y se llevó los dos pares de zapatos. El primer día que se puso su nuevo par, dejó su trabajo y dedicó sus ahorros a mantenerse viva mientras se convertía en una de las mejores pintoras de fin de milenio (y principios del siguiente).

lunes, 19 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Benjamín.

Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.



2009.
Las circunstancias alrededor de las cuales Benjamín de la Cueva adquirió el décimo par de zapatos, se escapan al entendimiento humano. Al menos, a su propio entendimiento, que en capacidad de ser humano, es incapaz de comprender.
Benjamín tenía sesenta y cinco años, y era de noche. Paseaba por una avenida, a horas en las que normalmente la gente duerme y descansa, ve la televisión en sus casas empotradas contra el sofá y roncando con suavidad (o violencia) cuando caía en los brazos de Morfeo delante de la parpadeante caja tonta. Así, paseaba en soledad. Y algo ocurrió.
De la nada, un joven apareció y tiró de él. No era un tirón violento, pero era firme y seguro. Benjamín no supo qué hacer, siendo todo tan repentino, y se dejó llevar. El joven lo guió hasta una furgoneta, de las que usan en las películas para secuestrar a la gente, y lo metió dentro. En su interior, dos jóvenes más esperaban sentados, vestidos con pasamontañas y unos uniformes de lana negra que parecían sacados de una peripecia hollywoodiense. Le gritaron que no gritase, le ordenaron que obedeciese y le pusieron una mordaza en la boca, y una cuerda alrededor de las muñecas. “Vas a ayudarnos a atracar un banco”, dijo el joven con la cara destapada, el que le había agarrado de la muñeca en medio de la calle. Tenía la piel tersa, blanca y rojiza en los pómulos; una barba incipiente, de no más de tres días, empezaba a poblar su cara y el pelo lo llevaba oculto por un gorro, pero se dejaba entrever puntas amarillas que indicaban, con un alto porcentaje de seguridad, que era rubio. Sus ojos, verdes a rabiar, tenían un tizne de tristeza que impedía que Benjamín sintiese miedo. Benjamín, que no era ajeno a la necesidad, entendió que se había metido en algo de lo que no sería fácil salir, pero, aunque el quería colaborar porque no tenía planeado morir hasta dentro de veinte años, si es que debía morir en algún momento, se encontró negando con la cabeza.
Alguien golpeó la pared delantera y una voz femenina recordó que tenían prisa. Y la furgoneta arrancó. Durante la media hora que duró el trayecto, los tres jóvenes intentaron convencer a Benjamín, entre amenazas, súplicas y quejidos, usando la táctica de poli bueno (súplicas), poli malo (amenazas) y poli patético (quejidos). Benjamín aceptó.
El golpe sería fácil, pero necesitaban a alguien que fingiese problemas médicos. Así que Benjamín procedió a fingir un ataque al corazón delante del empleado de seguridad que vigilaba el objetivo. El empleado fue raudo, profesional, por lo que la distracción sólo fue útil los dos minutos que tardó en llamar a una ambulancia y en asegurarse que vendría. El instinto de supervivencia de Benjamín entró en acción, se levantó y echó a correr como el diablo.
Se sorprendió a sí mismo de su capacidad atlética, ahora que estaba jubilado pensaba que no sería capaz de correr pero parecía que le quedaba al menos una carrera más en el cuerpo. Corrió hasta una pequeña calle a unos tres kilómetros del banco que seguramente acababa de apresar a los atracadores. Le dolían los pies.
Los pies le dolían porque había salido a pasear con las zapatillas de andar por casa y acababa de correr un buen trecho: estaban destrozadas y un par de heridas sangraban con calma desde sus pies semi-descalzos. Una puerta se abrió. “Pasa”, dijo una voz. Benajmín entró. El hombre sentó a Benjamín en un sillón, todo el recinto olía a artesanía. Benjamín vio que se encontraba en una pequeña zapatería artesana. El hombre tenía unos zapatos a medio arreglar encima de una mesa. Benjamín respiraba rápidamente, todavía recuperándose de la carrera.
El hombre le trajo un taburete con un cojín y le hizo poner los pies sobre él. Le curó las heridas de los pies y le tomó medidas; todo esto sin soltar una palabra por su boca. Benjamín habló gran parte del tiempo, comentando cómo había llegado hasta allí, por qué estaba así, y tal y cual. El hombre respondía con gruñidos amables. Cuando acabó de curarle, se puso a hacer unos zapatos. “¿Tienes prisa?”, le preguntó el hombre. Benjamín se encogió de hombros: “no, realmente”. El hombre le miró, le sonrió, asintió.
Benjamín salió de la zapatería a los tres días con su nuevo par de zapatos calzados. Parecía que los hubiese llevado toda su vida, le parecía estar flotando en una nube, en una colchoneta, sobre césped recién cortado. Benjamín moriría veinte años después, como tenía planeado, sin haberse quitado sus zapatos excepto para dormir.


viernes, 16 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Alma.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1985.
El primer par de zapatos los regaló. Alma no tenía un nombre corriente, ni una cara común; tampoco su personalidad era adecuada para clasificarla. El zapatero tenía veinticuatro años, la misma edad que Alma, cuando prendó enamorado de ella.
Alma nació un 12 de enero, un día frío y seco. En cuanto aprendió a andar, encontró reconfortante pisotear las hojas resecas y petrificadas por el frío que encontraba todos los inviernos en la calle, muy similares a las hojas sobre las que resbaló su padre cuando corría al hospital para conocerla (no le pasó nada, sólo dolor donde la espalda pierde su nombre durante toda la tarde).
Alma dedicó su adolescencia a leer, salir con sus amigas y experimentar con chicos, como debía hacer cualquier chica respetable de edad doliente que quisiese encajar en la sociedad. En cuanto cumplió edad de decidir (esto es, decidir qué votar, qué estudiar y qué hacer con su vida), prefirió dedicarse a escribir, salir con sus amigos y experimentar con chicas, como debía hacer cualquier joven universitaria respetable de edad jovial que quisiese encajar en la sociedad. La graduación universitaria (estudió Literatura, aunque sabe dios qué aprendió) la convirtió en mujer y lo celebró saliendo de fiesta con amigos y con amigas, y experimentando con prácticas sexuales bondage.
Alma conoció a Alberto a la mañana siguiente, resacosa y dolorida (se descontroló) aunque perfectamente satisfecha. Era una mañana seca, como es normal en Madrid, soleada y fresca (para los estándares madrileños en junio). Alma caminaba de vuelta a su casa, vestido sucio al ojo observador, zapatos rotos en la mano y cara de no haber dormido en cinco años; y se cruzó con Alberto, absorto en sus pensamientos. Alma lo vio y presenció al mismísimo Apolo: era un joven con camiseta de manga corta, con gafas puestas de moda por Tom Cruise hacía un par de años en esa película que no le había gustado demasiado, y pantalones cortos, cortos, que dejaban aventurar algo entre las piernas que parecía no estar muy sujeto. Por supuesto, era mortal y se llamaba Alberto tal y como averiguó tres horas después, después de exhalar el último aliento sexual que le quedaba en el cuerpo.
Alberto fue la primera persona de la que Alma se enamoró, por breve que fuese la dicha. Pero los romances veraniegos están condenados a romperse en cuanto la primera hoja seca toca el asfalto todavía caliente del otoño. El último día que pasaron juntos, un 23 de noviembre, Alberto le dio una caja de zapatos, la miró a los ojos y le dijo lo que nadie le había dicho antes, o le diría después: “Ten, te he hecho unos zapatos”. Alberto, siendo el romántico que era, no era bueno con las palabras. Los zapatos eran hermosos, por supuesto, pero lo más importante es que eran cómodos, elegantes y encajaban como un guante. Alma se los probó y, mientras Alberto deslizaba su pie dentro del zapato, no pudo evitar sentirse como Cenicienta, aunque fuese por el instante más breve.
Partieron caminos y Alma sintió el peso en sus hombros. No porque tuviese el corazón roto, ni porque sintiese que había cometido el mayor error de su vida, sino porque tenía el mundo ante sí y las posibilidades eran infinitas... y tan pocas.
Alma escribió, no necesitaba trabajar. Su familia siempre había sido pudiente, así que vivió con sus padres hasta los veintinueve años, cuando publicó su primera novela, y tuvo éxito: Las cinco Muertes. Una siguió a otra, era una escritora de éxito.
Al final, se casó. Encontró en Fátima a su, ejem, alma gemela. Se rieron mucho a costa de eso en la boda. A Fátima la conoció una noche, en la gala de los Goya, los premios de cine de España, ya que una película basada en su cuarta novela (La casa) era una de las favoritas. Fátima era actriz y las sentaron al lado, ya que Fátima tenía todas las de ganar a pesar de ser la única nominación de su película y tenían que ponerla en un extremo del pasillo para que pudiese salir a recoger el cabezón. Al ganar, Fátima, que no iba acompañada, no sabía qué hacer así que abrazó a la persona que tenía al lado y, ya que el Pisuerga pasa por Valladolid, le plantó un beso en los labios. Cuando volvió a sentarse, Alma se inclinó y le preguntó por qué había hecho eso. Fátima le confesó que su cita la había dejado plantada (había roto con ella, de hecho) y se sentía demasiado sola en una noche tan feliz. Acabaron haciendo un 69 en la casa de Alma. Tras un largo noviazgo, se casaron a las tres semanas de legalizarlo.
Cada vez que Alma se calzaba los zapatos, Alma se sorprendía de su buen estado. No había nada mágico en ellos, se gastaban y la suela desaparecía, el color estaba ligeramente perdido pero no se habían dado de sí, y no estaban mínimamente rotos. A la vuelta de la luna de miel, Alma buscó a Alberto. Lo encontró en su pequeña zapatería y le preguntó que cómo es que si hacía zapatos tan buenos, no tenía más dinero. Alberto se limitó a señalar el cartel que había en la entrada: “8 de 12”. “Sólo voy a hacer doce zapatos”. Alma lo miró, desconcertada, con una leve sonrisa en su cara. Alberto la miraba desde detrás de unas gafas de media luna, que pegaban con su aspecto pero no su edad, y con un alfiler en la boca; no sonreía, pero sus ojos eran cálidos. Alma asintió y disponía a irse cuando Alberto carraspeó y le ofreció sentarse. Se contaron sus vidas como los viejos amigos que eran.
Alma y Fátima adoptaron un niño y una niña, eran huérfanos y quisieron darles un hogar. Fátima llegó a estar nominada al Oscar (Alma llevó sus zapatos a la gala). Y Alma se aventuró a escribir guiones (fue un fracaso). Alma escribió varios libros más, pero ninguno tuvo tanto éxito como Donde descansa el búho, un libro sobre un ermitaño que publicó al poco de reencontrarse con Alberto.

lunes, 1 de enero de 2018

De veranos noventeros, mujeres oprimidas (y opresoras) y asesinos a sueldo; top 2017

Otro años, otro top, otro día que os importa un bledo lo que piense. Pero necesito un poco de atención y esta es la única manera que se me ocurre de llamarla. Esta vez, un TOP 20.

1. ESTIU 1993 (VERANO 1993), escrita y dirigida por Carla Simón.

2. LADY MACBETH, dirigida por William Oldroyd y escrita por Alice Birch.

3. YOU WERE NEVER REALLY HERE (EN REALIDAD, NUNCA ESTUVISTE AQUÍ), escrita y dirigida por Lynne Ramsay, basada en el libro de Jonathan Ames.

4. THE MEYEROWITZ STORIES (NEW AND SELECTED), escrita y dirigida por Noah Baumbach.

5. STAR WARS: THE LAST JEDI (LOS ÚLTIMOS JEDI), escrita y dirigida por Rian Johnson.

6. THE DISASTER ARTIST, dirigida por James Franco y escrita por Scott Neustadter y Michael H. Weber, basada en el libro de Greg Sestero y Tom Bissell.

7. LA LA LAND, escrita y dirigida por Damien Chazelle.

8. MUCHOS HIJOS, UN MONO Y UN CASTILLO, dirigida por Gustavo Salmerón y escrita por Beatriz Montañez, Gustavo Salmerón y Raúl de Torres.

9. MOONLIGHT, escrita y dirigida por Barry Jenkins, historia de Tarell Alvin McCraney.

10. LOGAN LUCKY, dirigida por Steven Soderbergh y escrita por Rebecca Blunt (pseudónimo).

11. MANCHESTER BY THE SEA (MANCHESTER FRENTE AL MAR), escrita y dirigida por Kenneth Lonergan.

12. TIERRA FIRME,dirigida por Carlos Marques-Marcet y escrita por Carlos Marques-Marcet y Jules Nurrish.

13. GET OUT (DÉJAME SALIR), escrita y dirigida por Jordan Peele.

14. A GHOST STORY, escrita y dirigida por David Lowery.

15. HUNT FOR THE WILDERPEOPLE (, A LA CAZA DE LOS ÑUMANOS), escrita y dirigida por Taika Waititi, basada en el libro de Barry Crump.

16. THE LOVE WITCH, escrita y dirigida por Anna Biller.

17. 20TH CENTURY WOMEN (MUJERES DEL SIGLO XX), escrita y dirigida por Mike Mills.

18. I DON'T FEEL AT HOME IN THIS WORLD ANY MORE (YA NO ME ASIENTO A GUSTO EN ESTE MUNDO), escrita y dirigida por Macen Blair.

19. SWISS ARMY MAN, escrita y dirigida por Daniel Kwan y Daniel Scheinert.

20. MORRIS FROM AMERICA, escrita y dirigida por Chad Hartigan.