viernes, 23 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Clara.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1991.
Clara se sentía poderosa cuando caminaba con sus zapatos de tacones. El sonido que hacían al chocar contra el suelo la embriagaba, era un placer, casi una filia.
Clara era ejecutiva, de las que parecían no tener alma porque jugaban con los sueldos de sus empleados menos privilegiados y coqueteaban con la idea de destruir el medio ambiente por un porcentaje ligeramente más elevado. Vestía trajes a medida, grises, marrones o negros; todavía con hombreras y esos peinados noventeros que, años después, al mirar las fotos, producirían cierta vergüenza y provocarían que intentase justificarse como quien se defiende de una acusación de asesinato.
Tras un lustro en su puesto, Clara estaba triste. Su trabajo era exigente y agotador, desprendía un hedor a escoria humana y las pesetas que ganaba no parecían llenar su desazón. Tenía ahorrado bastante dinero, llevaba una vida austera, casi espartana: su piso era pequeño (un salón-comedor, una habitación, un baño, una cocina y una pequeña terraza donde dejar un par de plantas), la decoración era práctica (muebles y lámparas, poco más) y sus posesiones materiales, más allá de los trajes para el trabajo, superaban en número a los necesarios, pero no llegaban a cantidades exorbitantes. Tenía una amplia colección de libros y películas (en formato VHS), amén de un potro con varios lienzos y pinturas por estrenar. Porque, veréis, Clara era una artista.
Clara había comenzado su carrera de ejecutiva por la seguridad salarial, pensando en que ganaría dinero para vivir sin miedo y tendría tiempo para pintar. Pero, oh, estaba equivocada. No había tenido ni un mísero segundo que perder, y si lo tenía, estaba demasiado cansada para crear y sólo quería consumir (leer era más exigente que ver películas, por lo que la mayoría de las veces se limitaba a quedarse dormida delante de la televisión).
Una mañana, llegaba tarde al trabajo. No era un día importante, aunque su jefe (porque siempre hay un jefe) decía que todos los días eran importantes (pero si todos los días eran importantes, en realidad, ninguno lo era). Sin embargo, la sensación de llegar tarde al trabajo nunca era de agrado para Clara.
Como todo el mundo sabe, correr con tacones es un deporte de alto riesgo, por lo que Clara nunca lo hacía (además, correr hacía que sus pasos fuesen ligeros y, por ello, el sonido del tacón al tocar el suelo fuese menos reconfortante). Pero ahora correteaba, iba rápido, no quería llegar tarde por primera vez en su vida. La fortuna, el destino, o Dios, dependiendo de las creencias de cada cual, optó por decidir que debía llegar tarde.
Se le rompió un tacón: era de aguja y era cuestión de tiempo. Paró en seco sin saber qué hacer. No podía descalzarse, estaba a más de cinco manzanas del metro y la calle estaba sucia, y el metro estaba sucio. No podía romper el otro tacón, porque los zapatos no funcionan así. Miró a su alrededor: una zapatería. No era muy grande, pero era una zapatería. Tendría que cruzar la calle a la pata coja, pero era realizable.
Al entrar en la zapatería, el mundo paró. Parecía que había entrado en otra dimensión, como si el tiempo se ralentizase, una quietud estable la envolviese. Se oía un ligero martilleo lejano, no había nadie atendiendo. Clara pensó que para ser una zapatería tenía muy pocos zapatos a la venta (es decir, ninguno). Carraspeó con la exasperación con la que estaba acostumbrada a tratar a la gente en su trabajo. El zapatero apareció. Era joven, limpio y parecía tener un halo de conformismo a su alrededor que calmó a Clara con la misma rapidez que un rayo cae sobre la tierra. El zapatero sonrió y preguntó en qué podía ayudarla. Clara pidió, con sus mejores y más sinceros modales, comprar un par de zapatos cuanto antes, pero el zapatero lamentó el hecho de que esta fuese una zapatería dedicada en exclusiva a la reparación y restauración y, en menor medida, a la confección de calzado. Le explicó que sólo iba a hacer doce zapatos en toda su vida y quería que éstos fuesen a parar en personas realmente importantes, interesantes o que lo mereciesen realmente.
Clara preguntó, entonces, cuánto tardaría en arreglar sus zapatos. El zapatero los inspeccionó, negó con la cabeza: “No merece la pena”. “¿Entonces?”, preguntó Clara. El zapatero se limitó a guardar el par de zapatos de Clara en una caja y la metió en la trastienda, salió con otra caja, de la que sacó unas manoletinas claramente usadas. “Vuelve en dos días”, dijo mientras le tendía el calzado. Clara llegó tarde a trabajar, pero llegó.
A los dos días, Clara volvió a la zapatería, calzada con otro par de zapatos y con las manoletinas en una bolsa. El zapatero no estaba por ningún lado, aunque intuyó que debía estar por la trastienda amartillando, por el sonido que venía de dentro. En el mostrador, dos pares de zapatos la esperaban. Uno de los pares era el suyo, arreglado, con una tarjeta con el precio. El otro era un par de zapatos de terciopelo verde oscuro con tacones gruesos y elegantes, con motivos de plata que los adornaban con modestia. Su tarjeta ponía un precio con la explicación de que si los compraba, se llevaba su par de zapatos arreglado gratis.
Clara llamó al zapatero, pero el martilleo nunca cejó, y el zapatero nunca salió. Dejó el dinero en el lugar en el que estaban los zapatos nuevos y se llevó los dos pares de zapatos. El primer día que se puso su nuevo par, dejó su trabajo y dedicó sus ahorros a mantenerse viva mientras se convertía en una de las mejores pintoras de fin de milenio (y principios del siguiente).

lunes, 19 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Benjamín.

Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.



2009.
Las circunstancias alrededor de las cuales Benjamín de la Cueva adquirió el décimo par de zapatos, se escapan al entendimiento humano. Al menos, a su propio entendimiento, que en capacidad de ser humano, es incapaz de comprender.
Benjamín tenía sesenta y cinco años, y era de noche. Paseaba por una avenida, a horas en las que normalmente la gente duerme y descansa, ve la televisión en sus casas empotradas contra el sofá y roncando con suavidad (o violencia) cuando caía en los brazos de Morfeo delante de la parpadeante caja tonta. Así, paseaba en soledad. Y algo ocurrió.
De la nada, un joven apareció y tiró de él. No era un tirón violento, pero era firme y seguro. Benjamín no supo qué hacer, siendo todo tan repentino, y se dejó llevar. El joven lo guió hasta una furgoneta, de las que usan en las películas para secuestrar a la gente, y lo metió dentro. En su interior, dos jóvenes más esperaban sentados, vestidos con pasamontañas y unos uniformes de lana negra que parecían sacados de una peripecia hollywoodiense. Le gritaron que no gritase, le ordenaron que obedeciese y le pusieron una mordaza en la boca, y una cuerda alrededor de las muñecas. “Vas a ayudarnos a atracar un banco”, dijo el joven con la cara destapada, el que le había agarrado de la muñeca en medio de la calle. Tenía la piel tersa, blanca y rojiza en los pómulos; una barba incipiente, de no más de tres días, empezaba a poblar su cara y el pelo lo llevaba oculto por un gorro, pero se dejaba entrever puntas amarillas que indicaban, con un alto porcentaje de seguridad, que era rubio. Sus ojos, verdes a rabiar, tenían un tizne de tristeza que impedía que Benjamín sintiese miedo. Benjamín, que no era ajeno a la necesidad, entendió que se había metido en algo de lo que no sería fácil salir, pero, aunque el quería colaborar porque no tenía planeado morir hasta dentro de veinte años, si es que debía morir en algún momento, se encontró negando con la cabeza.
Alguien golpeó la pared delantera y una voz femenina recordó que tenían prisa. Y la furgoneta arrancó. Durante la media hora que duró el trayecto, los tres jóvenes intentaron convencer a Benjamín, entre amenazas, súplicas y quejidos, usando la táctica de poli bueno (súplicas), poli malo (amenazas) y poli patético (quejidos). Benjamín aceptó.
El golpe sería fácil, pero necesitaban a alguien que fingiese problemas médicos. Así que Benjamín procedió a fingir un ataque al corazón delante del empleado de seguridad que vigilaba el objetivo. El empleado fue raudo, profesional, por lo que la distracción sólo fue útil los dos minutos que tardó en llamar a una ambulancia y en asegurarse que vendría. El instinto de supervivencia de Benjamín entró en acción, se levantó y echó a correr como el diablo.
Se sorprendió a sí mismo de su capacidad atlética, ahora que estaba jubilado pensaba que no sería capaz de correr pero parecía que le quedaba al menos una carrera más en el cuerpo. Corrió hasta una pequeña calle a unos tres kilómetros del banco que seguramente acababa de apresar a los atracadores. Le dolían los pies.
Los pies le dolían porque había salido a pasear con las zapatillas de andar por casa y acababa de correr un buen trecho: estaban destrozadas y un par de heridas sangraban con calma desde sus pies semi-descalzos. Una puerta se abrió. “Pasa”, dijo una voz. Benajmín entró. El hombre sentó a Benjamín en un sillón, todo el recinto olía a artesanía. Benjamín vio que se encontraba en una pequeña zapatería artesana. El hombre tenía unos zapatos a medio arreglar encima de una mesa. Benjamín respiraba rápidamente, todavía recuperándose de la carrera.
El hombre le trajo un taburete con un cojín y le hizo poner los pies sobre él. Le curó las heridas de los pies y le tomó medidas; todo esto sin soltar una palabra por su boca. Benjamín habló gran parte del tiempo, comentando cómo había llegado hasta allí, por qué estaba así, y tal y cual. El hombre respondía con gruñidos amables. Cuando acabó de curarle, se puso a hacer unos zapatos. “¿Tienes prisa?”, le preguntó el hombre. Benjamín se encogió de hombros: “no, realmente”. El hombre le miró, le sonrió, asintió.
Benjamín salió de la zapatería a los tres días con su nuevo par de zapatos calzados. Parecía que los hubiese llevado toda su vida, le parecía estar flotando en una nube, en una colchoneta, sobre césped recién cortado. Benjamín moriría veinte años después, como tenía planeado, sin haberse quitado sus zapatos excepto para dormir.


viernes, 16 de febrero de 2018

Doce pares de zapatos. Alma.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

1985.
El primer par de zapatos los regaló. Alma no tenía un nombre corriente, ni una cara común; tampoco su personalidad era adecuada para clasificarla. El zapatero tenía veinticuatro años, la misma edad que Alma, cuando prendó enamorado de ella.
Alma nació un 12 de enero, un día frío y seco. En cuanto aprendió a andar, encontró reconfortante pisotear las hojas resecas y petrificadas por el frío que encontraba todos los inviernos en la calle, muy similares a las hojas sobre las que resbaló su padre cuando corría al hospital para conocerla (no le pasó nada, sólo dolor donde la espalda pierde su nombre durante toda la tarde).
Alma dedicó su adolescencia a leer, salir con sus amigas y experimentar con chicos, como debía hacer cualquier chica respetable de edad doliente que quisiese encajar en la sociedad. En cuanto cumplió edad de decidir (esto es, decidir qué votar, qué estudiar y qué hacer con su vida), prefirió dedicarse a escribir, salir con sus amigos y experimentar con chicas, como debía hacer cualquier joven universitaria respetable de edad jovial que quisiese encajar en la sociedad. La graduación universitaria (estudió Literatura, aunque sabe dios qué aprendió) la convirtió en mujer y lo celebró saliendo de fiesta con amigos y con amigas, y experimentando con prácticas sexuales bondage.
Alma conoció a Alberto a la mañana siguiente, resacosa y dolorida (se descontroló) aunque perfectamente satisfecha. Era una mañana seca, como es normal en Madrid, soleada y fresca (para los estándares madrileños en junio). Alma caminaba de vuelta a su casa, vestido sucio al ojo observador, zapatos rotos en la mano y cara de no haber dormido en cinco años; y se cruzó con Alberto, absorto en sus pensamientos. Alma lo vio y presenció al mismísimo Apolo: era un joven con camiseta de manga corta, con gafas puestas de moda por Tom Cruise hacía un par de años en esa película que no le había gustado demasiado, y pantalones cortos, cortos, que dejaban aventurar algo entre las piernas que parecía no estar muy sujeto. Por supuesto, era mortal y se llamaba Alberto tal y como averiguó tres horas después, después de exhalar el último aliento sexual que le quedaba en el cuerpo.
Alberto fue la primera persona de la que Alma se enamoró, por breve que fuese la dicha. Pero los romances veraniegos están condenados a romperse en cuanto la primera hoja seca toca el asfalto todavía caliente del otoño. El último día que pasaron juntos, un 23 de noviembre, Alberto le dio una caja de zapatos, la miró a los ojos y le dijo lo que nadie le había dicho antes, o le diría después: “Ten, te he hecho unos zapatos”. Alberto, siendo el romántico que era, no era bueno con las palabras. Los zapatos eran hermosos, por supuesto, pero lo más importante es que eran cómodos, elegantes y encajaban como un guante. Alma se los probó y, mientras Alberto deslizaba su pie dentro del zapato, no pudo evitar sentirse como Cenicienta, aunque fuese por el instante más breve.
Partieron caminos y Alma sintió el peso en sus hombros. No porque tuviese el corazón roto, ni porque sintiese que había cometido el mayor error de su vida, sino porque tenía el mundo ante sí y las posibilidades eran infinitas... y tan pocas.
Alma escribió, no necesitaba trabajar. Su familia siempre había sido pudiente, así que vivió con sus padres hasta los veintinueve años, cuando publicó su primera novela, y tuvo éxito: Las cinco Muertes. Una siguió a otra, era una escritora de éxito.
Al final, se casó. Encontró en Fátima a su, ejem, alma gemela. Se rieron mucho a costa de eso en la boda. A Fátima la conoció una noche, en la gala de los Goya, los premios de cine de España, ya que una película basada en su cuarta novela (La casa) era una de las favoritas. Fátima era actriz y las sentaron al lado, ya que Fátima tenía todas las de ganar a pesar de ser la única nominación de su película y tenían que ponerla en un extremo del pasillo para que pudiese salir a recoger el cabezón. Al ganar, Fátima, que no iba acompañada, no sabía qué hacer así que abrazó a la persona que tenía al lado y, ya que el Pisuerga pasa por Valladolid, le plantó un beso en los labios. Cuando volvió a sentarse, Alma se inclinó y le preguntó por qué había hecho eso. Fátima le confesó que su cita la había dejado plantada (había roto con ella, de hecho) y se sentía demasiado sola en una noche tan feliz. Acabaron haciendo un 69 en la casa de Alma. Tras un largo noviazgo, se casaron a las tres semanas de legalizarlo.
Cada vez que Alma se calzaba los zapatos, Alma se sorprendía de su buen estado. No había nada mágico en ellos, se gastaban y la suela desaparecía, el color estaba ligeramente perdido pero no se habían dado de sí, y no estaban mínimamente rotos. A la vuelta de la luna de miel, Alma buscó a Alberto. Lo encontró en su pequeña zapatería y le preguntó que cómo es que si hacía zapatos tan buenos, no tenía más dinero. Alberto se limitó a señalar el cartel que había en la entrada: “8 de 12”. “Sólo voy a hacer doce zapatos”. Alma lo miró, desconcertada, con una leve sonrisa en su cara. Alberto la miraba desde detrás de unas gafas de media luna, que pegaban con su aspecto pero no su edad, y con un alfiler en la boca; no sonreía, pero sus ojos eran cálidos. Alma asintió y disponía a irse cuando Alberto carraspeó y le ofreció sentarse. Se contaron sus vidas como los viejos amigos que eran.
Alma y Fátima adoptaron un niño y una niña, eran huérfanos y quisieron darles un hogar. Fátima llegó a estar nominada al Oscar (Alma llevó sus zapatos a la gala). Y Alma se aventuró a escribir guiones (fue un fracaso). Alma escribió varios libros más, pero ninguno tuvo tanto éxito como Donde descansa el búho, un libro sobre un ermitaño que publicó al poco de reencontrarse con Alberto.