lunes, 31 de diciembre de 2012

Vivir en dos minutos


               Observa minuciosamente ese trozo de papel. Poco a poco ve más detalles. Las letras escritas dicen más que las palabras leídas. Temblorosas. Hay tachones por doquier y desproporciones de tamaño. Estaba con los nervios hasta las cejas mientras escribía, claramente. Pobre criatura, tenía miedo de su reacción, y de la acción. Se da cuenta de que una lágrima seca mora en el pie de la carta, y la firma está escrita con una fuerza desmedida, desgarrando el papel. El propio arrancado de la hoja indica el nerviosismo. Empieza a llorar, por el contenido de la carta. No para de llorar, y baña en lágrimas el papel. La culpa empieza a invadir su mente, como una enfermedad. Al final del escrito, la tristeza conquista poco a poco su corazón y purga el alma de todo mal. La culpa continúa asentada en su cabeza, pero se debilita poco a poco. Se engendra un nuevo pensamiento en su cerebro, el de imitar. La imitación como solución a la culpabilidad, gana terreno a la culpabilidad en sí. Aun así, el alma purificada se resiste a tan terrible final y la tristeza, aun latente en su corazón, se torna enfermedad, tras cumplir su sagrado cometido. Un rayo de luz de esperanza ilumina fugazmente su corazón, los recuerdos. Esa chispa prende el fuego, y un incendio destructor da paso a la resurrección de las cenizas. Coge aire y deja la hoja en la mesa. Se levanta y grita libertad. Guarda los buenos recuerdos en la superficie y entierra los malos en las profundidades. El fuego de la esperanza toma forma en su sonrisa y arroja la culpa fuera, lejos.
               
               A pesar de todo, guarda la carta y acude al inevitable final. 

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