viernes, 2 de marzo de 2018

Doce pares de zapatos. G. A. Andersen.


Érase una vez un zapatero. Era extraño y esquivo, tenía un aire de sabio griego, como si se dedicase a caminar por la naturaleza en una toga blanca, pensando y hablando con quien le siguiese, a veces de trivialidades como el tiempo o el último partido de fútbol, otras de las cuestiones vitales. Su ambición era artística y práctica, siempre lo había sido. Su objetivo era hacer doce pares de zapatos. Pero éste zapatero no quería llamar la atención y, de hecho, esta no es su historia, sino de aquellas personas que recibieron sus zapatos.

2006.
El reputado y conocido amante del arte del calzado, el mayor experto en suelas y lengüetas, en cordones y tacones del mundo, George Adelaine Andersen, el quinto hijo de un lord inglés, que renunció a los títulos nobiliarios (las sobras que le dejasen sus hermanos) por amor al zapato, se enteró de la existencia de un zapatero español a principios del nuevo milenio, y se prometió a sí mismo conseguir un par de zapatos de tan selecto artesano.
G. A. Andersen, más conocido como Andy, era un hombre sabio criado con ternura por su madre, Adelaine Andersen (nacida como Crawford). Su condición de último hijo le brindó la oportunidad de ser criado a placer por la madre, sin ningún tipo de intervención paterna, ninguna intención oculta para llevarlo al Parlamento, a las Olimpiadas o a Buckingham Palace.
Su padre nunca le prestó demasiada atención, sus hermanos y hermanas se llevaban muy bien con él, y era el confidente de la familia: su madre le decía todo lo que se le pasaba por la cabeza, sus hermanos se quejaban de la exigencia de su padre, sus hermanas de lo encerradas que estaban con su padre como patriarca familiar. Pero había algo para lo que su padre siempre pensaba en él: limpiar sus zapatos.
Andy heredó de su padre un buen pellizco de dinero y se mudó a Escocia, donde viviría hasta el final de sus días, una vida tranquila. Andy se despojó de sus títulos y encontró trabajo en la tienda de lujo más reputada de Glasgow como vendedor de zapatos y rápidamente se convirtió en el mayor connaisseur, y tras años de estudio, directamente en el mayor experto del mundo.
Andy era un venerable jubilado (y rico porque supo mantener su fortuna con inteligentes inversiones y un espíritu emprender -invirtió en cine y televisión con gran éxito-) de setenta y siete años cuando, al comienzo del nuevo siglo, llegó a sus oídos rumores sobre un zapatero artesano tan íntimo y perfeccionista que se negaba a hacer zapatos salvo e contadas excepciones y que se jactaba del hecho con un cartel fuera de su tienda especificando el número de zapatos que llevaba hechos y el número en el que dejaría de hacer zapatos. Y una chispa se encendió en su interior.
Una chispa no es todo lo que se encendió en su interior. Un cáncer creció y provocó que su viaje a España se tuviese que retrasar. Combatió su cáncer con una fiereza inusual para su carácter, siempre tierno y amable. En sus ojos, el fuego interno del deseo por un par de zapatos tan exclusivo como esos. Cinco años de lucha, y Andy venció.
Andy bajó a España acompañado de Ronald, un sobrino de su misma condición (en todo salvo lo relativo a los zapatos). Encontraron la tienda con gran dificultad, reconociéndola únicamente por el cartel que indicaba un “8 de 12” en la puerta.
La conversación con el zapatero fue espléndida, aunque tuvo que convencerlo para que le hiciese el par de zapatos. Finalmente, el zapatero aceptó sabiéndose en la presencia de G. A. Andersen, el mayor experto en calzado del mundo. El zapatero les pidió que le diesen una semana, que aprovecharon para hacer turismo por esa ciudad tan apagada, tan vibrante.
A la semana, el zapatero les recibió con un par de zapatillas deportivas. No eran nada parecido a la alta costura a la que Andy estaba acostumbrado, pero tampoco eran como esos productos de fábrica hechos por explotados que las grandes marcas intentan exprimir con el mayor margen, esas zapatillas que parecen confeccionadas a latigazos, y seguramente lo sean. No, eran zapatillas deportivas artesanas. Andy puso el grito en el cielo, exigió zapatos de verdad.
El zapatero sonrió y se encogió de hombros. Y en un perfecto inglés dijo: “Tienes que ampliar tus horizontes. Serán 798 euros, déjelos en el mostrador”. Y se dio la vuelta y se fue. Ronald instó a Andy que al menos probase a ver cómo le quedaban. A regañadientes, Andy lo hizo y sintió una comodidad que no había conocido ni con sus mejores pantuflas.
Andy lloró de felicidad.

1 comentario:

  1. Con cada relato , me interesa cada vez mas la trayectoria del zapatero. También me interesa cada vez mas tu trayectoria como escritor. Me gusta

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