lunes, 28 de marzo de 2016

Lourdes Murillo y el Hermano Desconocido: Parte IX

Por fin llegaron al lugar. Las Catacumbas estaban en un polígono aparentemente abandonado, con más de un edificio vacío y un par de solares que solo tenían edificios desnudos, solo erigidos en su esqueleto y adornado con algún plástico que colgaba de las vigas. Aun así, Lourdes vio que un par de edificios parecían estar simplemente cerrados por ser casi las cuatro de la mañana.

El esqueleto más lejano, que apenas se veía en la oscuridad y entre los demás edificios, era la entrada a las Catacumbas. Extremaron la precaución y empezaron a caminar más despacio y más en silencio, espaldas contra las paredes. Suponían que habría una o dos personas vigilando su llegada pero, cuando vieron las verjas del solar y la finca en su totalidad, vieron que no había dos personas sino unas cuantas más.

Inmediatamente dieron media vuelta y se escondieron en la esquina del edificio que habían rodeado para llegar. Durante unos segundos sólo intercambiaron miradas significativas, ninguna de ellas de miedo o terror sino preocupación y pensativas. Lourdes miró el edificio y vio que las ventanas estaban cerradas a conciencia y que el edificio no irradiaba vida, así que, en un susurro, propuso entrar en el edifico para hablar y planear con más tranquilidad.

Así hicieron. No necesitaron forzar la cerradura ni derribar la puerta porque no había, estaba claramente arrancada de las bisagras y sólo quedaban un par de trozos de madera alrededor de las mismas. Una vez dentro, se sentaron en círculo alrededor de una mesa a la que le faltaban dos patas y estaba llena de polvo.

“¿Qué hacemos?”, preguntó Deina en un susurro.

“Yo tengo un plan”, dijo Lourdes mirando alrededor, buscando las miradas del resto.

“Pues dínoslo porque no se me ocurre nada”, dijo Mario.

“A ver, ¿Cuántos son ahí fuera? ¿Diez?”, empezó Lourdes.

“Catorce”, dijo Amatista, “al menos fuera son catorce.”

“Vale, yo diría que ahora en vez de ir todas juntas hay que dividirse. Si vais cuatro a un edificio diferente, o un escondite diferente, podemos entrar Veva y yo mientras vosotras nos dais fuego de cobertura”, dijo Lourdes, en un tono casi militar.

“¿Fuego de cobertura?”, preguntó Sabrina confusa.

“Eh… atacáis para protegernos, básicamente,” respondió Lourdes.

“No me gusta”, dijo Mario, “vas a ser el blanco más buscado, Lourdes, y Veva sola no va a poder protegeros a las dos, debería ir alguien con vosotras.”

“Voy yo”, dijo casi al instante Amatista. Mario asintió.

“Vale, buen plan entonces”, dijo Mario, “yo me quedo aquí, subiré al tejado; Sabrina, tú ve con cuidado al edificio de al lado y sube al tejado también, y Deina, tú busca un buen escondite a la derecha de este edificio.”

Sabrina y Deina se levantaron y empezaron a moverse para salir, pero Lourdes se levantó rápidamente y dijo, “esperad”; ellas pararon y la miraron.

“Esperad a saber el resto del plan”, dijo Lourdes, ellas volvieron a sentarse y todas se quedaron mirando a Lourdes, expectantes, “. Una vez hayamos pasado no estaría bien que os quedaseis aquí, esperando a que lleguen los refuerzos, ¿no?”

Lourdes esperó a que alguien estuviese de acuerdo con ella o que dijese que no, pero nadie parecía tener una opinión al respecto. Simplemente la miraban fijamente, casi divirtiéndose.

“Querréis ver a Iván, ¿no?”, siguió Lourdes, cada vez más insegura, “así que en cuanto estemos dentro, vosotras elimináis al resto y entráis, ¿vale?”

“Vale, vale”, dijo Sabrina, que ahora la sonreía, “creía que era obvio.”

Se levantaron todas, Lourdes la última, y empezaron a ir a sus puestos. Mario subió al tejado y el resto salió del edificio. Nada más salir, se pararon todas, preparándose para separarse y luchar. 

“Atacad vosotras dos antes que Mario y a la vez para que empiecen a dispersarse antes de venir hacia nosotras”, dijo Veva. Ambas asintieron y partieron en diferentes direcciones. Veva, Amatista y Lourdes volvieron a la esquina desde la que vieron a todas las personas que vigilaban la entrada. Con las varitas preparadas, esperaron.

Un par de minutos estuvieron esperando en silencio hasta que, por fin, dos rayos de luz roja casi sincrónicos las deslumbraron. Oyeron hablar y gritar a los magilicías, y vieron cómo las luces de sus varitas empezaban a dispersarse, lanzando rayos de luz hacia donde creían que habían salido los rayos. Mario empezó a lanzar hechizos después de los primeros ataques de Deina y Sabrina. Nadie le había dicho esa parte del plan, pero Lourdes no dudó que Mario era mejor estratega de lo que parecía y lo había deducido. Del techo del edificio salían rayos hacia izquierda y derecha.

Sin encender ninguna sus varitas, luchaban desde la oscuridad ligeramente iluminada por las pocas y huérfanas farolas del polígono y las luces confusas de las varitas de los magilicías.

“Vamos”, susurró Veva, aunque lo le habría hecho falta porque el ruido de las voces de los magilicías habría camuflado su voz.

Veva cogió a Lourdes por la muñeca y tiró de ella. Lourdes miró atrás y vio que Amatista las seguía de cerca, mirando a los lados con los ojos entrecerrados para ver mejor en la oscuridad. Corrían casi de puntillas, intentando no hacer ruido. Atravesaron la calle grande que separaba el resto del polígono del edificio a medio construir sin ninguna oposición, pero vieron que había una luz constante en la apertura de la verja que no se movía, y la figura que la sujetaba estaba en guardia, mirando hacia el edificio en el que estaba Mario, que ahora tenía dirigiéndose hacia él a unos tres magilicías.

Intentando aplazar la revelación de su presencia, Veva y Amatista no atacaron hasta que la figura que guardaba la apertura de la verja empezó a mirar sospechosa hacia ellas. Un rayo de luz rojo surcó el aire por encima de los hombros de Veva y Lourdes, que provenía de Amatista, e impactó de lleno en el pecho de la figura que se dio de espaldas contra la verja y cayó inconsciente en el suelo. Deina, Sabrina y Mario intensificaron su fuego. Lourdes vio que un coche que había aparcado en mitad de la calle, que sin duda pertenecía a uno de esos magilicías, explotó y no tuvo duda alguna de que había sido cosa de Sabrina.

Llegaron a la apertura y Veva paró justo en el umbral. Se dieron la vuelta y vieron el panorama en su totalidad. Había tres luces con sus respectivas figuras cercando el escondite en el que debía estar Deina, un total de siete estaban atacando el edificio de Sabrina, aunque un par de esas figuras empezaron a lanzar rayos hacia ellas, y otras tres estaban en el edificio de Mario.

“No podemos dejarles así”, dijo Veva preocupada. Justo un rayo rojo pasó rozándole la cabeza.

“Lourdes, tírate en el suelo y no te muevas; Veva, tú ayuda a Mario y Deina, yo ayudo a Sabrina”, dijo Amatista resolutiva. Lourdes no quiso protestar porque era consciente de que era inútil en la batalla, pero no le gustaba la idea de tumbarse a la bartola mientras el resto peleaba. Se tumbó al tiempo que Amatista y Veva se alejaban.

Se tumbó bocabajo, con la cabeza orientada a la acción para ver bien qué pasaba. Primero vio cómo Amatista lanzó un rayo de luz de color naranja y violeta que usó a modo de látigo contra un total de tres magilicías, de los cuales sólo uno bloqueó el ataque a tiempo, pero esto lo distrajo y le impactó en la nuca el rayo rojo de Sabrina. Mario parecía defenderse a duras penas, porque vio que había dos boquetes en la pared de su edificio que llegaban al techo. Pero Veva debió llegar porque dos rayos rojos muy seguidos impactaron en dos de los magilicías que estaban de espaldas a ella. No le dio tiempo a ver qué pasaría con el magilicía que quedaba luchando con Mario porque una explosión donde debería estar Deina hizo que el tiempo se parase. Miró inmediatamente quién había hecho el hechizo, pero solo vio mucho humo y ninguna luz encendida.

Nadie luchaba de repente. Miraban la humareda con un par de fuegos encendidos en la maleza y vieron que una figura emergía. El magilicía que todavía luchaba contra Mario fue el primero en volver a la carga, lanzando un rayo verde hacia la figura que había emergido de entre la humareda. Falló por el ímpetu con el que había lanzado la maldición, pero el resplandor verde fue suficiente para que Deina cayese al suelo en un intento tardío de protección. Veva dejó inconsciente al magilicía que había lanzado el rayo verde y se dirigió a ayudar a Amatista y Sabrina, que ahora estaban en verdaderos apuros porque los cinco magilicías que quedaban habían empezado a lanzar rayos verdes por doquier.

La batalla de tres estudiantes de colegio contra cinco magilicías entrenados duró menos que lo que Lourdes tardó en decidir si ir a ayudar a Deina o no. Amatista y Sabrina estaban defendiéndose a base de esquivar y esconderse los rayos verdes cuando Veva llegó y lanzó un rayo rojo a uno de los magilicías que estaba acribillando a Sabrina, que estaba escondida detrás de una chimenea cada vez más descompuesta. Esto hizo que uno de los tres que estaba arrinconando a Amatista detrás del coche destrozado se diese la vuelta, lo que dio ventaja a Amatista que lanzó un rayo añil contra el magilicía más cercano a ella y lo partió por la mitad. Lourdes no pudo ahogar un grito. Un rayo verde y otro rojo salieron de las varitas del otro magilicía y de Amatista respectivamente y chocaron. En lugar de seguir conectados los rayos, inmediatamente el rayo verde se desvaneció y el rojo siguió su camino hasta que desarmó al magilicía. Amatista cogió la varita al vuelo y, girando sobre sí misma para evitar caer, lanzó el mismo hechizo hacia dos magilicías diferentes, el que seguía contra Sabrina y el que había empezado a atacar a Veva. Solo quedaba uno en pie, y desarmado, que había alzado los brazos.

Amatista estaba jadeando y apuntando con ambas varitas al magilicía. Veva estaba mirando a Amatista, aunque Lourdes no podía ver con qué cara, y Sabrina había desaparecido del tejado. Lourdes se acordó de Deina y miró hacia donde estaba y vio que Mario ya estaba con ella.

Sabrina salió del edificio y fue corriendo hacia el magilicía y le dio un puñetazo en la cara que lo tiró al suelo y lo dejó inconsciente. Lourdes se levantó. Todas fueron hacia ella y, sudorosas y cansadas, pasaron por delante de ella entrando al solar.

“Buen plan”, dijo Deina tocándose el brazo según pasaba. Veva pasó sin mirarla y Amatista, que pasó la última, la cogió y le hizo entrar. Lourdes no sabía qué había hecho mal o qué había pasado que fuese tan horrible como para que todas estuviesen enfadas con ella. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en eso, porque en cuanto bajaron a las Catacumbas, a través de una trampilla en el suelo, se olvidó de todo.

Las Catacumbas era lo más parecido al infierno que había visto en toda su vida. Era una gran cueva, con unos techos que debían llegar a los diez metros de altura, cuya roca era de color rojo cobrizo. Había muchas camillas y camas, llenas de personas agonizando o desangrándose. De vez en cuando veía a una persona que andaba como ellas, vestida con unos extraños ropajes blancos y negros, e iba atendiendo a los moribundos. También veía de vez en cuando a visitantes que lloraban sobre los cuerpos de sus seres amados o que les cogían la mano en silencio. Era un lugar deprimente y olía a podredumbre. No corría ni una pizca de viento y el aire estaba viciado.

“¿Qué es este lugar?”, preguntó Lourdes a Amatista.

“Las Catacumbas”, respondió lúgubremente, “donde enviamos a los enfermos sin remedio a que mueran en paz.”

“¿En paz?”

“Eso dicen sí, pero no creo que traigan aquí a los enfermos a que mueran, sino que mueren porque los traen aquí”, dijo Amatista.

“¿Qué he hecho mal para que no me hablen?”, preguntó Lourdes cambiando de tema después de que Amatista se quedase mirando fijamente a un hombre que lloraba desconsoladamente porque no tenía ni brazos ni piernas y no podía moverse.

“Nada”, dijo Amatista, “uno de los magilicías nos lanzó un encantamiento muy extraño, no sé cuál es, y creo que provoca que queramos matar a los muggles.”

“¿Cómo los sabes?”, preguntó Lourdes.

“Porque de repente quiero matarte”, respondió Amatista sin dar gravedad a las palabras, “pero la mayoría de estos encantamientos se basan en los deseos del subconsciente, y no creo que ningún subconsciente vaya a querer matarte, al menos hasta que salves a Iván.”

“Sabes mucho del encantamiento para no saber cuál es”, dijo Lourdes intentando sonreír.

“No, es solo especulación.”

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