viernes, 17 de enero de 2014

Apéndice I de A picotazos

A menudo, Guillermo era un capullo. De hecho, Guillermo solía ser un capullo 60 minutos a la hora, 24 horas al día, 365 días al año, 5 años al lustro y dos lustros a la década. Es decir, había sido un capullo desde que nació. Fue un capullo. 16 años, un día y una hora. Eso es lo que había vivido.

Desafortunadamente para él y afortunadamente para el resto de la humanidad, ahora estaba muerto. Yacía en la acera de la calle Bravo Murillo, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, a las puertas de un 100 montaditos.

Su cuerpo estaba desparramado y ocupaba casi toda la calle, pero eran las cuatro de la madrugada de un miércoles laborable y nadie pasaba por ahí. Tenía una fuerte contusión en la cabeza, pero la clara causa de su muerte eran un corte de navaja en el cuello y una puñalada de cuchillo en el pecho. Sus ojos estaban entreabiertos y sus manos ensangrentadas.

Un río de sangre había bajado por su cuerpo hasta la acera, donde había formado un charco. De ese charco había surgido un hilillo de sangre que había descendido hasta la carretera donde se perdía bajo una alcantarilla.

A pesar de estos hechos, Guillermo se incorporó. Se encontraba perfectamente, estaba ágil y no sentía el más mínimo dolor. No tenía resaca ni el más mínimo sentimiento de culpa por los hechos sucedidos. Miró abajo y se vio a sí mismo tirado en el suelo.

Soltó un resoplo de duda. No era muy inteligente y le costaba trabajo procesar la información. Se quedó mirando su propio cuerpo inquisitivamente durante lo que le parecieron eones. Finalmente decidió irse a su casa pensando en que su madre podría estar preocupada.

“¿A dónde vas, chavalín?” inquirió una voz profunda, rasgada, cascada y grave.

“Eh…pues… ¿a ti qué te importa?”

“Mucho.”

“Pues vete a la mierda.”

“La estoy tocando.”

Una mano negra se apoyó en su hombro. Guillermo dio un respingo y dejó escapar un sonido miedoso. Siguió la estela del dedo corazón de la mano azabache con la mirada hasta una manga igual de negra y muy ancha. A la manga le siguió un hombro fuerte y una cabeza encapuchada.

Guillermo se apartó torpemente y tropezó con su propio cuerpo. Cayó al suelo y la figura encapuchada rio a mandíbula batiente. La figura sostenía con la otra mano una gigantesca azada. Se quitó la capucha y dejo ver su robusta y oscura cabeza.

La figura le tendió la mano y él la cogió para incorporarse.

“Creo que no me he presentado,” dijo amablemente el hombre de la azada. “Soy el agente Conco y me han asignado tu caso.”

“¿Mi caso, señor…Conco?,” Guillermo reprimió su risa, pero no pudo evitar la sonrisa malévola. Era un adolescente y eso es lo que hacen los adolescentes: emborracharse, follar, colocarse y, lo más común de todo, reírse por cualquier cosa.

“Así es.”

“¿Qué caso?”

“Señor Guillermo Fernández Laporta, debo informarle de que ha fallecido,” dijo solemnemente Conco. “Como puede ver, aquí está su cuerpo inerte así como mi mera presencia como prueba.”

“Claro, Su Señoría,” contestó burlonamente, al tiempo que realizaba una exagerada reverencia.

“Muy bien, ya te he informado de todo de manera pacífica y civilizada. Ahora pongámonos a bailar.”

“¿Qué?”

“Que nos vamos de aquí. Sígueme, púber.”

“¿A dónde vamos?”

“A vivir millones de aventuras, matar dragones, rescatar princesas y, por qué no, follárnoslas.”

“¿Qué?”

Conco lo miró muy fijamente con el rostro completamente serio.

“¿Tú eres tonto o algo? Si lo eres no viene en el informe, tendré que comentárselo a San Pedro.

“No, no soy tonto.”

“Entonces eres más lento de lo que creía. A ver, lumbreras, yo soy…eh…,” se quedó pensativo un momento, se aclaró la garganta y prosiguió. “YO SOY LA MUERTE, ¿VALE?, Y VENGO A LLEVARTE AL MÁS ALLÁ.”

“Hey, Hey…relaja, tronco.”

“Conco.”

“Lo que sea.”

“¿Vas a venir o te tengo que arrastrar?”

“¿Pero vamos de aventuras o no?”

“NO. No, no…, ay, Señor, dame paciencia. No, vamos al Más Allá donde San Pedro te dirá a dónde ir: al complejo estándar, donde va la mayoría de la gente, o al Infierno o al Cielo.”

“Vale…O sea, Dios existe.”

“No exactamente. Pero según tu informe…,” dijo mirando un cuaderno que se sacó de la manga, literalmente. “Según tu informe calculo que irás al Cielo.”

“¿Al Cielo? ¿En serio?  ¡Toma ya!”

“Sí, pero no es como tú te lo imaginas, créeme. Cuando morí yo hace ya…puf, mucho, me llevé una terrible decepción. Es más, es probablemente el peor castigo que te puedas encontrar, peor que el Infierno. En fin, sígueme.”

“Vale, nigger.”

“¿Qué?”

“Que vale, tigre.”


Y Guillermo siguió a aquella figura des encapuchada, que llevaba una azada y un cuaderno, que iba vestida con una larga túnica negra y que iba silbando el Para Elisa de Beethoven. Pensó que podría ser una experiencia interesante la de estar muerto. Y en efecto, la fue.

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